El cártel de Puigdemont

A Puigdemont hay que verlo como uno de esos jefes de cárteles que pasan a la clandestinidad, sobre los que se cantan narcocorridos y que gozan de un inmerecido apoyo por parte de sus comunidades.
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Entre las muchas comparaciones que pueden realizarse entre el expresidente de la Generalidad de Cataluña y otros fugados, forajidos y delincuentes (con todos los “presuntos” que se quiera hasta ser juzgados), una de las más llamativas es la identificación de su caso, el caso que padecen la mayoría de catalanes y el resto de españoles, con el mundo del narco mexicano. Con el del narco y con todas las formas de corrupción por desgracia tan arraigadas en la república americana. No es que Puigdemont y sus sicarios hayan tirado de armas automáticas para acabar con sus víctimas, luego disueltas con ácido en cementerios clandestinos; pero sí que han disuelto en el ácido del odio la convivencia democrática, y no les han faltado muestras de violencia extrema como las de los asedios varias noches seguidas a la comisaría de la policía nacional en la barcelonesa Vía Layetana en 2019. Muertos habría habido sin duda si las bandas de la delincuencia organizada conocidas como cdr (Comités de Defensa de la República) hubieran pasado a la acción letal después de retratarse algunos de sus miembros con fusiles de asalto, y si hubieran puesto en pie ese pequeño ejército de 10.000 efectivos con el que soñaron. Más aún, si hubieran pactado como pretendían con Rusia para desestabilizar (más todavía) España y la Unión Europea.

A Puigdemont hay que verlo, pues, como uno de esos jefes de cárteles que pasan a la clandestinidad, sobre los que se cantan narcocorridos y que gozan de un inmerecido apoyo por parte de sus comunidades, que los protegen y ocultan sin que los gobiernos legítimos de los Estados o el federal puedan someterlos y ponerlos a disposición de la justicia (en España, en vez de Tamaulipas o Guerrero, estaríamos hablando de Cataluña; y en lugar del ejecutivo que se asienta junto al Zócalo en la Ciudad de México, sería el de Madrid como capital de la nación). Jefes que se benefician de un clientelismo notable en las zonas que controlan, y que hacen que, por ejemplo, en Culiacán (Sinaloa) hace pocos años se planteara un pulso al Estado de derecho para conseguir que se zafara de las fuerzas policiales un hijo del Chapo Guzmán. Sucedió lo que en Barcelona recientemente cuando los mossos d’esquadra (la fuerza competente si no pareciera esto una ironía) dejaron escapar a Puigdemont en su flagrante regreso tras siete años de fuga: no intervinieron cuando tenían que hacerlo “para preservar la paz y no producir incidentes”, se han excusado. La consecuencia está en el bochornoso recuerdo de todos: el fugado, el jefe del cártel, siguió libre pese a estar reclamado por los tribunales.

Esto solo pudo ser posible por la repetición de esquemas muy penosos tanto en México como en España: gobiernos débiles y debilitantes. Recuérdese la receta de López Obrador para combatir el narco: “abrazos, no balazos”, digna de Sánchez, cuya “solución” para Cataluña es ceder, ceder y ceder hasta más allá de lo imaginable supuestamente en aras de no se sabe bien qué reconciliación, ostentosamente rechazada por los narcos (quiero decir los independentistas). Además, la impunidad viene asegurada por políticos y policías corruptos. En Cataluña, los cabecillas del referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017 no solo convocaron algo que no tenían derecho alguno a convocar, es que además movilizaron importantes recursos públicos para ello; es decir, los malversaron. Que se enriquecieran personalmente o no es lo de menos, aunque ciertamente Puigdemont declara ahora bienes muy superiores a los que poseía antes de la gran estafa que protagonizó. ¿Cuál estafa? La mayor que se recuerda en Europa en mucho tiempo: la de, mediante un referéndum falso al que, por ser tan palmariamente ful y bufo, no concurrieron quienes estaban en desacuerdo (más allá de una exigua cifra que siempre viene muy bien cosméticamente para justificar), declarar la independencia de una comunidad autónoma, saltándose la Constitución. Una estafa que ni el timo de la estampita, “justificada” por esas papeletas falsas, con ese censo falso y ese centro de cómputo falso. Por eso, cuando por una vez el poder del Estado de derecho actuó (tarde), Puigdemont se escurrió como tantas veces han huido el Chapo y otros.

Policías (mossos) corruptos lo han ayudado desde entonces, llevándolo de aquí para allá y ocultándolo o facturándolo en coches como si de narcojefe o fardo de droga se tratara. Tras la aparición este agosto en las calles de Barcelona como si paseara tan pancho por Culiacán, fueron detenidos tres mossos que lo ayudaron como ayudan los guardaespaldas del narco a los suyos. Y desde la jefatura del cuerpo se ha reconocido que tiene que haber más implicados (Arcadi Espada llegó a escribir un brillante artículo titulado muy apropiadamente “El cuerpo del delito”). Hay voces que ya exigen el desmantelamiento de todo el cuerpo (que ya fue tan laxo con los golpistas y sus seguidores en 2017). Probablemente esa medida sea exagerada, pero los restos de dignidad que quedan en México muestran que a veces ha habido que desarmar todo un cuerpo infiltrado por la corrupción y el narcotráfico. En 2018 sucedió con los más de setecientos efectivos de la policía municipal de Tlaquepaque, en el área metropolitana de Guadalajara (Jalisco), tal era el nivel de connivencia con los delincuentes. Hay muchos casos parecidos en el conjunto de México. Tantos que durante años ha tenido que ser la marina la que por pedregales y sierras, tan lejos de las ondas azules, ha tenido que vigilar y acometer acciones, dada la pasividad o la complicidad con los delincuentes de quienes tenían que intervenir.

También hay numerosas ovejas negras entre los gobernadores (por ejemplo, el de Veracruz que huyó a Guatemala perseguido por la Interpol), y hasta entre no pocos jueces y fiscales. El narco tiene una impresionante fuerza, aunque de vez en cuando caigan apresados algunos jefes, que es lo que debió haber sucedido con el expresidente de la Generalidad hace unas semanas. La desfachatez de Puigdemont es pareja a la del último jefe de cártel detenido (en Estados Unidos), Mayo Zambada, que en una carta remitida por su abogado declaró que en el momento de “ser secuestrado” iba a intervenir en una reunión con el gobernador del estado y un exalcalde de Culiacán en la elección del rector de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Como se ve, una mezcla de novelas de Jorge Ibargüengoitia y de Élmer Mendoza, entre lo chusco y lo trágico. Hasta eso se ha llegado (en Cataluña, la intromisión de la política independentista en los centros educativos y las instituciones culturales dejó de ser novedad hace ya tiempo).

A lo largo de estas líneas se ha hecho mención en varias ocasiones al narcotráfico. Parece que ahí habría una diferencia con el fugado catalán, pero no. Puigdemont y demás miembros de su banda trafican con una droga poderosa que no se obtiene mediante la síntesis química de sustancias, sino mediante la manipulación de los ciudadanos y sus ilusiones: el nacionalismo como odio del pueblo, con permiso de Marx (al fin y al cabo, el nacionalismo es una religión o, más exactamente, por oposición a las demás, una secta). Puigdemont ha estado vendiendo esa droga desde hace años no ya a las puertas de los colegios sino dentro de los mismos, y la ha exportado manchando el nombre de España con esas acusaciones de “represión” que siempre tiene en la boca. La carta de Mayo Zambada terminaba, muy cínicamente, con “un llamado a los sinaloenses a la mesura y a mantener la paz en nuestro estado. Nada se resuelve con violencia”. Así concluía su misiva el líder del cártel de Sinaloa, la organización criminal. Un santo, Zambada. Como Puigdemont. La diferencia entre ambos es que aquel está ya entre rejas, y este (poderosos son sus cómplices) continúa libre. ~

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