El espejo negro

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Ana V. Clavel

Territorio Lolita

Ciudad de México, Alfaguara, 2017, 256 pp.

 

Este libro se topa con una época –un año– llena de cuestionamientos sobre los temas del acoso que son también temas del deseo, especialmente del deseo masculino. Me parece muy interesante que esto haya ocurrido así. El libro hace resonar sus posibilidades en un contexto muy distinto al que originalmente le habría dado cabida de no ocurrir todo lo que ha ocurrido en estos años por un lado esperanzadores, por el otro aterradores. Justamente indaga en el otro lado de ese deseo, es decir, el deseo de la nínfula (traducción de la nymphet de Nabokov), aquel ser un poco misterioso que todas hemos sido, entre la infancia y la adolescencia, y al hacerlo le da voz y existencia –pues para existir, esto es importante, necesitamos desear– y rompe también con la idea de objeto pasivo e inerme del deseo del hombre que no haría sino recosificar al ser ya cosificado.

El libro de Ana Clavel es la exploración de un territorio vasto y zigzagueante. Su investigación es admirable, profunda y amenísima en la lectura, y está llena de citas, casos, historias. La primera parte la consagra a la creación de Lolita, el personaje de Vladimir Nabokov transmutado en mito, y nos relata su desarrollo doloroso y entrañable en la vida y la obra del gran escritor, cómo va surgiendo de antiguos personajes de otras novelas, quizá de la Alicia de Lewis Carroll, de su pasión por las mariposas, de episodios familiares, hasta dar con el nacimiento de aquel ser, a la par que desvalido y bello, demoníaco, caprichoso, despótico. En esta interpretación doble indaga Ana Clavel: “Un ego erotizado, un gólem, un simulacro más resplandeciente y poderoso por cuanto lo anima el deseo de quien contempla, de aquel que con el solo acto de mirar crea y recrea un personaje libidinal propio.”

La turbia zona de sombra por la que la nínfula atraviesa y el deseo que despierta está presente en infinidad de cuentos y leyendas de donde surgen “hermanas menores”, que incluyen, por supuesto, a Alice Liddell, la musa de Carroll, la Caperucita en sus diversas versiones donde a veces es devorada, a veces rescatada, a veces incluso cómplice de voracidad, o Peter Pan en calidad de fáunulo, niño eterno deseado por la Wendy condenada a crecer, o Tadzio, el adolescente de La muerte en Venecia de Thomas Mann. Clavel indaga en todas estas figuras, en busca de aquel símbolo deslumbrante y terrorífico a la vez, corporeización de un deseo culpable y castigo de este al mismo tiempo, personajes utilizados para catalizar la culpa o, por el contrario, para dar al deseo de la nínfula un marco educativo, correctivo, por ejem- plo en la cultura victoriana, pero sin poder eludir el linde poderoso de aquella atracción fatal.

Pero quizás una de las partes clave de este libro, me parece, es la sección “Atisbos a la interioridad de la nínfula” en la que explora la naturaleza del deseo de la nínfula (y su correspondiente, el fáunulo): “Más allá de la ansiedad y la culpa del deseo reprimido y luego desatado, más allá también de los intereses comerciales y los poderes fácticos actuales que explotan el ícono de una Lolita convertida en estereotipo de niña-fatal, qué difícil situar a la nínfula en ese campo minado, donde ni la inocencia absoluta ni la malignidad perversa sean los únicos caminos para explorar su interioridad más compleja, constelada de obsesiones, miedos, fantasías, cimas, abismos particulares, pero sobre todo su propio y legítimo deseo.”

Así, al otorgar existencia y peso al deseo de la nínfula, un deseo surgido de la tempestad de hormonas en un cuerpo que aún no domina las armas y las concepciones de un adolescente o un adulto, Ana Clavel da carta de existencia a una subjetividad que, siempre vista desde el deseo del adulto, se trasluce en interpretaciones como aquella que la señala como un ente maléfico y manipulador. En ese sentido, el libro de Clavel observa con lucidez y sutileza un tema que, por escandaloso, se elude o se corta de tajo, e indaga en ejemplos literarios a menudo olvidados como Las diabólicas de Barbey d’Aurevilly, Los niños terribles de Jean Cocteau, Jardín de cemento de Ian McEwan y los cuentos “La sangre del cordero” de André Pieyre de Mandiargues, “Ninfeta” de Juan García Ponce y “Silvia” de Julio Cortázar. En estas narraciones desvela Ana Clavel la otra naturaleza de la nínfula y el fáunulo, el “claustro endógino” de la infancia, el incesto, donde una sexualidad pura se manifiesta y, al salir al mundo de las normas y toparse con el deseo de los Humbert Humbert que pueblan el mundo, desemboca en la inevitable tragedia.

La parte final revisa también el fenómeno de las lolitas en la pintura (especialmente Balthus), el cine y otras artes, realizando un trabajo no por exhaustivo menos apasionante. Por ejemplo, al hablar de la obra de la fotógrafa Sally Mann, quien retrataba a sus hijos, señala: “Con Sally Mann y los desnudos fotográficos de los pequeños Emmett, Jessie y Virginia percibimos un sentido terrible y verdadero donde belleza y muerte se entremezclan gracias al poder sexual inmanente de la infancia, más allá de convencionalismos y sentimentalismos encubridores de un misterio que a menudo minimizamos o exageramos porque nos resulta demasiado inquietante y perturbador. Por su parte, la censura suele calificar estos trabajos de ‘pornográficos’, de criminalizarlos por sus tintes ‘pederásticos’ y atentar contra la sensibilidad de las buenas conciencias. Pero se olvida que el arte es uno de los pocos espacios contemporáneos de ritualización y sublimación del deseo. Un espejo negro donde depurar la mirada para enfrentarnos a nuestras grandezas y debilidades, y exorcizarnos de cuerpo entero.”

El espejo negro al que Ana Clavel alude en este párrafo es una metáfora perfecta del enfoque con que se considera un tema prohibido, por decirlo así. Espejo negro tanto en su acepción de ars adivinatoria –la superficie que permite ver el futuro y lo oculto, o la mujer que sonríe desde el deseo puro de la lolita– como en la del Espejo de Claude que utilizaban los fotógrafos –en el que el objeto se capta desde la superficie reflejan- te del espejo–. Así, el fotógrafo está de espaldas a su tema, expuesta la imagen del reflejo sepia que este objeto le entrega. Es una manera de ver lo que no se puede ver, aquello terrible a lo que le damos la espalda.

La pasión por la fotografía que recorre toda la obra de Ana Clavel enriquece también su punto de vista atendiendo la mirada de la cámara –al sesgo, a trasluz o ligeramente desenfocada– que permite a la fotografía revelar las auras, los fantasmas y las presencias mágicas que se derivan de la figura. Así observa Ana Clavel un fenómeno que en nuestra época está pasando por un cuestionamiento y una crisis que transformará nuestras relaciones. Su libro –que se lee como una conversación, en la mejor escuela del ensayo literario lúcido y profundo– recupera la tradición de una literatura hecha de preguntas, más que de respuestas absolutas, abismada sin respuesta ante los misterios de los deseos prohibidos que han atormentado a la humanidad desde su origen. ~

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(ciudad de México, 1960) es narradora y ensayista. La novela Fuego 20 (Era, 2017) es su libro más reciente.


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