El experimento Carmen Mola

Tres novelistas y guionistas de televisión comenzaron a charlar sobre las diferencias entre escribir un libro en solitario y una serie en equipo. El resultado fue una idea que tuvo una vida inesperada.
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Unos platillos chinos

Hay veces que las cosas salen bien y ni los que las hacen tienen muy claro por qué. Carmen Mola no es una calculada maniobra de marketing, tampoco una arriesgada declaración contra el individualismo del sistema, mucho menos una reivindicación antifeminista que pretendiera demostrar que las mujeres lo tienen más fácil para publicar… Nada de eso, Carmen Mola es un experimento, uno de esos que, de vez en cuando, funcionan, más un juego que una estrategia.

Al final del invierno o principio de la primavera de 2017 –no recordamos la fecha exacta–, tres guionistas de televisión, Antonio Mercero, Agustín Martínez y yo, Jorge Díaz, estábamos trabajando en la adaptación de una novela de Agustín, Monteperdido, para serie. A los tres nos unía haber trabajado juntos y llevarnos bien, pero, sobre todo, que habíamos publicado novelas antes de manera individual; nos interesaban, además de los guiones, que era de lo que vivíamos, otras formas de narrativa. Los tres sabíamos de las diferencias que había entre la escritura solitaria de las novelas y la colectiva de las series de televisión. Veíamos ventajas e inconvenientes a ambas.

Un día, al terminar una de las sesiones de trabajo, nos fuimos a tomar una caña. En lugar de hablar de la serie, de las últimas lecturas o de cualquier tontería, nos pusimos a comentar las diferencias entre las dos maneras de trabajar: en las novelas tenías más control sobre la historia, pero en las series te podías apoyar en tus compañeros; en literatura tenías la libertad de crear sin cortapisas, en televisión te tenías que adaptar a las normas de la producción y el presupuesto, claro que esas normas muchas veces te servían para acotar la historia; en las novelas los plazos de entrega eran moderadamente libres, en las series es un drama un retraso de una hora, ahora bien, tener una fecha límite ayuda a no andarse por las ramas… Y lo más importante, en la novela estás solo y tú mismo decides cuándo dejas de pensar en algo, mientras en las series tienen que estar todos los implicados de acuerdo; por un lado es más pesado, pero por otro las ideas ganan mucho al someterse a la discusión y al debate. Además, quizá lo más importante, después de esas reuniones de televisión podías irte a tomar una caña…

Entonces surgió la idea: ¿y si probamos a escribir una novela como hacemos las series de televisión?

La decisión no la tomamos esa misma mañana, antes tuvimos que madurarlo y dejarlo para la siguiente sesión: no perdíamos nada por intentarlo. En caso de no salir, no sería más que uno de esos proyectos que pone en marcha un autónomo para ver si consigue seguir facturando, esos platillos chinos con los que siempre juega, que trata de mantener en equilibrio; no sería el primero que se nos caía y se estrellaba contra el suelo.

Lo peor que podía pasar era que olvidáramos la flexibilidad del guionista y pusiéramos por delante el ego del escritor. Si eso ocurría, no solo no saldría el experimento adelante, además nos pelearíamos y no volveríamos a trabajar juntos. Era un riesgo, pero, conscientes de él y con la firme intención de evitarlo, decidimos asumirlo.

La adaptación del sistema

Podía ser parecido, pero no exactamente igual, teníamos que adaptar el sistema. En las series diseñábamos la temporada entera, ya fueran seis, ocho, trece capítulos… En nuestro proyecto teníamos que abordar solo una novela, aunque desde el principio pensamos en que podía convertirse en una trilogía, incluso en una saga de novelas en caso de tener éxito. Podíamos haber pergeñado la trilogía completa como si fuera una temporada de tres capítulos, pero nos parecía demasiado optimista. En el fondo no estábamos seguros de que nuestro proyecto fuera a ser una buena idea, quizá se limitaría a unas cuantas reuniones antes de olvidarnos de él, mejor ser conservadores.

Había que empezar por las reuniones en las que soltaríamos ideas hasta que una nos pareciera lo bastante buena como para dedicarle unos meses. Los americanos llaman a esas reuniones la writers’ room, nosotros, por lo menos en las productoras en las que yo he trabajado, le llamamos la pizarra. Ahora suele hacerse directamente en el ordenador, pero hace años había una sala –la sala de guionistas de los americanos– en la que una pared estaba cubierta por una pizarra de las que se borran con facilidad, normalmente está dividida de manera más o menos artesanal en recuadros que representan los episodios y las tramas dentro de cada uno de ellos.

Los Mola, como nos gusta llamarnos a nosotros mismos, pensamos que podíamos considerar el primero de los libros –La novia gitana (2018)– como una temporada entera: cuatro bloques, compuestos por un número indeterminado de capítulos, con un arco dramático claro. Cada uno de los bloques terminaría en alto –con lo que los americanos llaman cliffhanger–, incluido el último, ya que tras el clímax añadiríamos una especie de epílogo en la que abriríamos la posibilidad de la segunda novela de la saga, la que después sería La red púrpura (2019).

También decidimos que queríamos giros, lo más sorprendentes posibles. Ya que íbamos a trabajar a la manera de los guionistas, nos ocuparíamos mucho más de la trama que de cualquier otra cosa, seguiríamos los dos mandamientos que siempre decimos que tenemos los escritores para televisión: no aburrirás y sorprenderás al espectador –lector en este caso– por encima de todas las cosas.

Después de tener la pizarra completa, llegaría el momento de redactar la novela. En una serie habríamos dividido por episodios, normalmente el coordinador se ocuparía de escribir primero y el último y los demás, los restantes. Pero en nuestro caso no había coordinador, sería un proyecto igualitario, nadie mandaba, todo tenía que hacerse por unanimidad o, en caso de no conseguirlo, por mayoría. Es decir, cuando no llegáramos a un acuerdo, se votaría y alguna idea ganaría dos a uno. El perdedor se comprometía a asumir como propia la idea ganadora y a defenderla contra viento y marea.

El siguiente paso sería hacer una escaleta, nueva palabra procedente del mundo del guion –line out le llaman los americanos, de los que hemos aprendido todo–. En lugar de dividirla en secuencias, como habríamos hecho en televisión, sería en los capítulos del libro. Después, cada uno de los tres escribiría un tercio. No recuerdo cómo decidimos quién hacía el principio, quién el nudo y quién el desenlace, quiero pensar que fue por sorteo.

Una vez terminado el primer borrador, tendríamos que hacer una versión que igualara las escrituras de los tres. Marcamos por encima cómo sería el estilo de Carmen Mola –aunque no lo llamábamos así, el nombre de Carmen Mola no apareció hasta mucho después–: directo, claro, sin adornos ni florituras. Lo mismo que en todo lo demás, la trama por encima de cualquier otra cosa.

Elena Blanco, la base de todo

Una vez que teníamos puestas las bases del sistema de trabajo, nos pusimos a pensar en la novela. Escribiríamos un thriller, nos parecía que al ser tres escritores solo podíamos hacer género, ya fuera novela romántica –no nos veíamos capaces–, histórica o thriller. Los tres preferíamos el thriller.

Aprobamos por unanimidad la idea de quién sería nuestra protagonista: Elena Blanco. Los tres veníamos de la televisión y habíamos escuchado a las actrices quejarse del edadismo, con toda la razón: a partir de los cuarenta no les llegaban papeles de protagonistas, solo madres de, esposas de, hermanas de… Nosotros tendríamos una detective de cincuenta años y ella sería el verdadero motor de la trama. También pensamos en sus características básicas, sería como una versión del clásico detective de novela negra americano de los años cuarenta, pero en mujer y en el siglo XXI. Donde aquel conducía un Cadillac, Elena un Lada; donde apostaba en los caballos, la nuestra cantaría en un karaoke; donde bebía bourbon, grappa; donde seducía a rubias espectaculares, a desconocidos en un todoterreno…

Pero eso no era más que la apariencia, queríamos un personaje complejo, con muchas facetas: madre –frustrada por la desaparición de su hijo–, buena profesional –amargada por su trauma–, solitaria –ella misma se negaba la felicidad– y cabeza de esa familia disfuncional a la que llamaríamos bac (Brigada de Análisis de Casos).

Con el mismo criterio de elaborar personajes diferentes, pero que respondieran al estereotipo clásico, nos pusimos con los demás: Mariajo –pese a sus sesenta y tantos era la hacker–, Buendía –forense, más preocupado por la jubilación que por su trabajo–, Chesca –la policía de acción–, Orduño –bienintencionado, un poco cándido–, y Zárate –si la inspectora Blanco estaba empeñada en ser infeliz, se lo pondríamos difícil con él.

La novia gitana. La trama

La gente muchas veces tiene curiosidad por saber cuál de los tres tiene la idea de la novela. Siempre contestamos que no lo sabemos y creen que es una forma educada de no señalarnos, pero es verdad. Pongamos como ejemplo La novia gitana, en realidad son un montón de ideas enlazadas: unas pertenecen a Agustín, otras a Antonio, otras son mías. Y todas son de los tres, porque han nacido de la discusión creativa, de lanzarnos sugerencias unos a otros.

¿Un ejemplo? Empezamos con la idea de la aparición del cadáver de una chica que había salido de despedida de soltera. No es mala idea, creímos, pero vamos a añadirle algo: muere de una forma macabra, la misma con la que asesinaron a su hermana, que también estaba en vísperas de su boda, siete años antes. Va mejorando, ¿y si el asesino de la hermana mayor está en la cárcel? Eso nos lleva a que solo puedan pasar dos cosas, o hay un inocente encerrado o alguien está copiando sus métodos, pero hay muchos detalles de la forma de matar que no han trascendido, ¿está el asesino suelto? Y así, capa tras capa, vamos creando la trama hasta que los tres estamos de acuerdo. La última de ellas, la raza de las dos novias, nos pareció que si eran gitanas todo podía mejorar…

Que nadie piense que no hay discusiones enconadas, caminos sin salida que tenemos que abandonar, posibilidades en las que no alcanzamos la unanimidad… Pero vamos llegando a acuerdos y al final lo que queda es el libro. Un libro de Carmen Mola, es decir, de Antonio, de Agustín y mío.

Una vez que estuvo la escaleta hecha, la dividimos en tres, cada uno escribiría una parte y después nos reescribiríamos unos a otros para darle unidad y eliminar de la redacción final lo que no perteneciera a ese estilo apenas esbozado de Carmen Mola: directo, descarnado, sin huir de las descripciones desalmadas, tratando a las escenas violentas tal como hacemos con las demás, sin mirar para otro lado.

De una manera casi milagrosa, el estilo Carmen Mola fue apareciendo y hasta evolucionando con el paso de las sucesivas novelas –ya van siete–, tanto que creemos que hay un salto importante entre la primera y la última.

La publicación y el fenómeno

Todo fue muy rápido. Cuando acabamos la novela decidimos enviársela a Justyna Rzewuska, que ya era agente de dos de nosotros. Fue cuando se nos ocurrió que debíamos hacerlo con seudónimo, hasta ese momento no habíamos pensado en el tema. El nombre de Carmen Mola apareció como un chiste, dijimos nombres al azar, tanto de hombre como de mujer. Al final, Carmen fue el que más nos gustó: “Carmen mola”, dijo uno de los tres, nada de plan maquiavélico pensado de antemano.

Menos de quince días después de mandarle la novela a nuestra agente ya teníamos un contrato editorial, antes de que se publicara en castellano ya había ofertas para traducirla a cuatro idiomas. No esperábamos que todo fuese así de sencillo. Tampoco imaginábamos que el experimento fuera a durar tanto tiempo y que Carmen Mola nos daría tantas satisfacciones.

Desde entonces, hemos ganado el Premio Planeta, se han vendido millones de ejemplares de nuestras novelas y hemos sido traducidos a más de veinte idiomas. No puedo hacer otra cosa que repetir lo que decía al principio: hay veces que los experimentos salen bien. ~


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