En el año 2000, cuando ocurrió aquello que dimos en llamar con sobrado optimismo la transición a la democracia, las expectativas eran altas. La alternancia en la cúspide del sistema era, se dijo, el último paso en el desmantelamiento de la pirámide de poder del antiguo régimen, cuyo vértice había sido una presidencia dotada de atribuciones desmesuradas y sin contrapesos. Un hiperpresidencialismo que ahora quedaba sepultado bajo el cascajo de la pirámide. Aquella representación de la presidencia tenía un fragmento de verdad, desde luego. Las presidencias priistas estuvieron sujetas a cierta institucionalidad democrática solamente cerca de su final. Pero de ahí a que el presidente tronara los dedos y todos obedecieran, como si marcharan al mismo son, había un gran trecho. El mito de la presidencia absoluta era eso: un mito.
((Retomo el título, que ya usé antes (El hombre que lo podía todo, todo, todo. Ensayo sobre el mito presidencial en México, Ciudad de México, El Colegio de México, 2004), que a su vez hace eco de un cuento de Miguel Ángel Asturias, “El hombre que lo tenía, todo, todo, todo”.
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Percibo en fechas recientes, envuelto entre preocupaciones legítimas, otro giro de tuerca al mito presidencial. Hay en la prensa críticas al presidencialismo “recargado” (reloaded),
((Leo Zuckermann, “AMLO y el presidencialismo recargado”, Excélsior, 4 de marzo de 2019.
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que temen la formación de “un único núcleo, todopoderoso y omnipresente, en la sociedad”
((Alberto Barrera Tyszka, “La democracia según López Obrador”, The New York Times, 18 de noviembre de 2018.
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y “la reconstrucción de la presidencia imperial”.
((Luis Rubio, “Perspectivas y retrospectivas”, Reforma, 4 de agosto de 2019.
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Ya sin recato, una voz milénial escribe incluso: “Asistimos a la construcción de una presidencia todopoderosa. Quien no lo vea ha vivido, leído y escuchado otro país los últimos cuatro meses y medio.”
((Manuel López San Martín, “El control absoluto del presidente”, El Heraldo de México, 12 de abril de 2019.
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El presidente de la Coparmex advierte, igual de consternado, que “a México no le conviene regresar a un presidencialismo imperial”. Y muchos otros actores políticos dicen más o menos lo mismo. ¿Qué motiva esta retórica? Y, sobre todo, ¿cuánto sustento tiene? ¿Pueden recrearse hoy las condiciones institucionales y políticas para la restauración de la presidencia hegemónica
(( Jorge Javier Romero, “El régimen en mente de López Obrador”, Sin Embargo, 14 de febrero de 2019.
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que estructuró la vida política del país? ¿Renace el tlatoani de los escombros del antiguo régimen?
Primero, la imagen
Ya se ha elaborado hasta la náusea el paralelo entre la persona pública de AMLO y la del expresidente Luis Echeverría, a veces con mala leche, a veces con acierto. Decía atinadamente Daniel Cosío Villegas en El estilo personal de gobernar que Echeverría tenía “una exposición continua y a los cuatro vientos” y “que ningún otro presidente nuestro se ha expuesto tanto a la mirada pública”. Describía a Echeverría como “el Gran Dispensador de Bienes y Favores, aun de milagros” y explicaba su alergia a la crítica y su consiguiente propensión a buscarse enemigos: “está convencido de que, quizás como ningún otro presidente revolucionario, se desvive literalmente por hacer el bien a México y a los mexicanos. De allí salta a creer que quien critica sus procedimientos, en realidad duda o niega la bondad y limpieza de sus intenciones”. Sentenciaba: “Y claro que quien da, y sin recibir nada a cambio, tiene que ser aplaudido sin reserva, pues la crítica y la maldición solo pueden y deben recaer en quien quita en lugar de dar.”
((Daniel Cosío Villegas, El estilo personal de gobernar, Ciudad de México, Joaquín Mortiz, 1974, pp. 118-128.
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Así AMLO. Él no rehúye al ojo público; al contrario, se le planta enfrente y manda un mensaje contundente. Las homilías matutinas le sirven para mostrar que él también se inmola por el pueblo (él ya no se pertenece) y, sobre todo, que él es quien manda. Dirige, supervisa todo, enmienda a colaboradores confundidos: es, para usar sus palabras, “todólogo y sabelotodo”. No esconde que es obcecado, intransigente (terco, dicen sus adversarios y hasta sus consejeros). Sus proyectos van, contra viento y marea. Él también, como Echeverría, duda de la pulcritud de las intenciones de sus críticos: son conservadores que no se han empapado de Pueblo, de realidad. Y él es, por supuesto, el Primer Benefactor: “Yo siempre hago justicia”, dijo en su encontronazo con opositores en San Luis Potosí. A no dudarlo, la mañanera es combustible para la fantasía de la omnipotencia presidencial. El contraste con la presidencia de Enrique Peña Nieto (y con casi todas las otras) no podría ser mayor. Aquella fue una presidencia parapetada, protegida por todos los protocolos de la política mexicana diseñados para evitarle al encargado del despacho ser interpelado por la prensa, por sus adversarios políticos o por los ciudadanos. Y de esa presidencia casi oculta y apegada al guion pasamos a una presidencia exhibicionista y espontánea. (Puesto a elegir entre la comunicación peñista y la lopezobradorista me quedo con la segunda, pero ¿qué necesidad de dar bandazos entre los extremos?)
El Señor Presidente cultiva la imagen del mandamás benefactor pero también da juego a la ambivalencia. Él va a transformar el régimen, pero a los corruptos no los puede juzgar a todos, porque esa exigencia de justicia implicaría enormes recursos, que hay para cancelar un aeropuerto pero no para esto. Y él se limpia las manos cuando hace falta. A propósito del acto inconstitucional de la ampliación de mandato en Baja California se pronuncia claramente: “Ya les dije, no tuve nada que ver, ya no es el tiempo de antes en que estas decisiones las tomaban desde arriba.” Y desde luego, firma ante notario público que no va a reelegirse. ¿Qué más quieren?
Por otro lado está la Oposición, a la que más bien habría que llamar Posposición, porque parece decidida a postergar para otro día, tal vez para otro sexenio, su rearticulación e irrupción en la escena política. La Posposición también cultiva el mito presidencial, un poco desde la preocupación y otro poco desde la falta de imaginación. Porque el mito presidencial también es útil como arma arrojadiza. A una Posposición sin ideas, sin líderes y sin estrategias, la condena del hiperpresidencialismo le viene muy cómoda. Solamente hace falta denunciarlo.
La restauración de la presidencia hegemónica, o lo que se pueda
Pero no todo es teatro. AMLO tiene una agenda de centralización de las decisiones de gobierno –sobre política económica, gasto, gestión administrativa–. El ahorcamiento presupuestal de los órganos autónomos, cuyo propósito es despolitizar ámbitos de decisión técnicos; el despliegue territorial de superdelegados para hacer sombra a los gobernadores; o la salomónica concentración del gasto en la Oficialía Mayor de Hacienda son solo algunos ejemplos. Sus acólitos y voceros le dan licencia porque, dicen, el Señor Presidente tiene mandato de cambio y necesita herramientas para producirlo. ¿Cómo va a transformar la república con contrapesos que estorban? Para los detractores, en cambio, la centralización es un pequeño indicio de lo que está por venir: una pendiente resbaladiza. Veremos más temprano que tarde quién tiene la razón: si los partisanos de utilería o los agoreros de desgracias. Dicho esto, hagamos un breve contraste entre algunos engranajes de la presidencia hegemónica del antiguo régimen y los de la que parece estarse gestando bajo la 4t. ¿Se trata de un remedo de la vieja presidencia o su restauración?
En el antiguo régimen, el presidente controlaba a los poderes legislativo y judicial. En el Congreso la disciplina podía darse por descontada, porque los congresistas debían su puesto a la maquinaria partidista; afuera del partido de la Revolución estaba la nada. Así, más que mayorías legislativas el PRI construía, como se decía en el vernáculo de la época, aplanadoras. Los jueces del poder judicial también le debían el puesto (y el futuro) al presidente y al partido, y por lo tanto hacían lo que se les pidiera. En la 4t hay atisbos de esa dinámica, y el pegamento de la disciplina de la coalición legislativa del presidente parece casi tan potente; está por verse, sin embargo, si los partidos de oposición conseguirán arrebatarle escaños a la coalición de Morena en las elecciones intermedias, pero se antoja difícil en un escenario de polarización política como el que seguramente viene. En cuanto al poder judicial, si bien AMLO ha sido exitoso en colocar como ministros a militantes de Morena y así partidizar a la Suprema Corte (como también lo hizo en menor grado Peña Nieto, por cierto), no parece que eso sea suficiente para doblegar a la Corte.
Mucho antes de la transición a la democracia, la prensa, el cuarto poder, era un poder de cuarta. Una prensa sumisa, diletante y dependiente prácticamente en su totalidad de los recursos estatales (papel subsidiado, publicidad oficial). El ahorcamiento presupuestal fue el preludio del golpe al diario Excélsior por defender su independencia periodística. En el peor de los casos el presidente ordenaba retirar ediciones, o enviaba a sus agentes a hacerse de los negativos de fotos incómodas, como las de la matanza de Tlatelolco. El presidente retiene hoy algunos elementos de control, sobre todo en el rubro de la publicidad gubernamental. Además AMLO usa su púlpito para desafiar y desprestigiar a la prensa. Su diatriba contra Proceso por “mal portado” es un reciente y, por la historia de ese semanario, lamentable ejemplo de ese hábito. Pero no hay ni por asomo algo que se asemeje al control férreo de la prensa. Hoy, además, hay más periodismo serio y profesional en México. Se antoja difícil el sometimiento.
Todo asunto de Estado era un secreto de Estado, para el PRI del siglo XX. Los ciudadanos carecían de mecanismos para exigir información del gobierno y valorar su gestión, y esa opacidad era fuente de poder para el presidente. Uno de los avances innegables del siglo XXI mexicano fue transparentar la información de interés general y generar estadísticas confiables sobre la gestión pública. Órganos autónomos como el inai se edificaron con el fin de impulsar la transparencia. Y se creó el Coneval para desarrollar metodologías de evaluación y medición del impacto de la política social. Pero en la 4t estas instituciones son, en el mejor de los casos, redundantes y, en el peor, un estorbo. Si se desmantelan, como parece ser la intención, probablemente no volveremos al secretismo público del antiguo régimen, pero sí tendremos a un presidente con un amplio margen de acción para gobernar tras bambalinas.
El pacto de representación corporativa mediaba, en el pasado, las relaciones entre el presidente y los sectores obrero y campesino. En el caso del sector obrero, el sindicalismo oficial era un mecanismo de control que permitía al partido y al presidente tutelar las demandas laborales. Parece difícil que en la 4t las relaciones entre sindicatos y presidente sigan el mismo derrotero. La última trastada al modelo corporativo es la reciente reforma laboral que impulsa la democracia y el pluralismo de los sindicatos. Ya hay, por ejemplo, nuevos sindicatos petroleros desafiando al sátrapa sindical de Pemex, Carlos Romero Deschamps. Bien instrumentada, la reforma le arrebataría una herramienta de control al presidente. Al mismo tiempo, Napoleón Gómez Urrutia ya ha formado la Confederación Internacional de Trabajadores, una nueva central sindical que aglutina a más de un centenar de sindicatos. No será la Confederación de Trabajadores de México, ¿pero será un agrupamiento sin vínculos con el presidente?
Finalmente, durante el antiguo régimen, el presidente no tuvo recato en echar mano de las fuerzas armadas. Las utilizó en los momentos más atroces del régimen posrevolucionario para reprimir a la disidencia política. Ya fuera el Estado Mayor Presidencial o el infame 27 Batallón de Infantería de Atoyac de Álvarez, Guerrero, o cualquier otro, el presidente poseía siempre esa carta de último recurso. Con mejores fines, la 4t y López Obrador vuelven a movilizar a los cuerpos castrenses, bien para combatir a la delincuencia organizada o detener a migrantes desarmados, bajo el nombre de la Guardia Nacional, o, con el uniforme de siempre, para construir obra pública. El ejército y la marina tienen de nuevo un papel protagónico, y el presidente del Pueblo es su comandante supremo.
La presidencia hegemónica tenía algunos otros asideros (como la deformación del federalismo o la “planificación central” de las decisiones económicas). Apunto apresuradamente estos cinco para poner en perspectiva histórica los procesos de concentración del poder en la institución presidencial en los tiempos de la 4t. Puede ser que estos procesos y otros se exacerben con el paso de los meses, pero todo dependerá del capital político, la popularidad, las alianzas, la habilidad y los éxitos de López Obrador. Tal vez no decanten en una presidencia hegemónica como la de los años dorados del PRI, pero es probable que tengamos una presidencia con cierto grado de hipertrofia, que no valora contrapesos institucionales, evaluaciones de su gestión, crítica periodística, y que en la medida de lo posible buscará prescindir de cualquier intermediación política que modere o ralentice sus acciones, todas ellas impolutas desde su punto de vista. Una presidencia, además, que considera que su pretendida superioridad moral debería traducirse en un número cada vez mayor de facultades, porque quien obra desde la pureza de las intenciones no debería tener límites. No será entonces la institución todopoderosa de la presidencia mítica. Será más bien una presidencia guadalupana: inmaculada, milagrosa, protectora y cuyo mejor atributo es la fe que le tienen sus acólitos. ~
es académico del Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM.