El feminismo defiende que la mitad de la población tenga las mismas oportunidades y derechos que la otra mitad. Eso afecta a muchos aspectos y en diversos modos en diferentes lugares. Desde luego, la situación de la mujer en Europa es infinitamente mejor que la de la mujer en Arabia Saudí –aunque ahora ya pueden conducir–. Pero no es lo mismo para una inmigrante en Francia que para una alta ejecutiva; tampoco es lo mismo ser transgénero, homosexual o heterosexual. Las gradaciones existen y, a pesar de los matices, de lo que se trata es de avanzar hacia una sociedad lo más igualitaria posible donde todos los individuos estén protegidos sin importar su condición. Esto que parece de Perogrullo es la causa de la Ilustración y del liberalismo, y también de un feminismo más global. La marcha de las mujeres contra Donald Trump, la publicación de las acusaciones al productor Harvey Weinstein y el movimiento #MeToo (con sus secuelas francesa #balancetonporc y española #cuentalo) terminaron de forzar una toma de posiciones con respecto al feminismo. El clima de guerra cultural se ha instalado, al menos en las redes sociales. Todos nos vemos obligados a tomar posiciones duras y firmes y se cuestionan libros o películas al interpretarlos desde una óptica de género –que a veces lleva a lecturas erróneas, como sucedió con Lolita, que es sobre todo una terrible historia de abusos, y así la pensó Nabokov–. Se han despertado también las posiciones más extremas en el otro lado: por ejemplo, Jordan Peterson y su discurso machista con pátina intelectual. Estamos en el momento feminista.
Hay motivos para que las mujeres estén enfadadas: en la mayoría de las democracias avanzadas existe la brecha salarial –que suele estar directamente relacionada con la maternidad–, hay pocas mujeres que consiguen romper el techo de cristal y, por lo tanto, pocas mujeres tomando decisiones importantes; las cuotas siguen siendo necesarias. En otros lugares del mundo las cosas están mucho peor: en muchos países el aborto sigue siendo ilegal, los derechos de las mujeres se ven limitados y restringidos, existen los matrimonios concertados. En la guerra de Siria, por ejemplo, las violaciones se usan como un arma más. En las democracias occidentales todavía hay un camino que recorrer hasta la igualdad plena, si bien los avances en muy pocos años han sido impresionantes: desde la incorporación de la mujer al mundo laboral a los anticonceptivos, desde el derecho al voto hasta el matrimonio homosexual, todo son pasos hacia una sociedad más igualitaria y justa. El nuevo gobierno de España, por ejemplo, cuenta con once ministras en un gabinete de diecisiete –con un 64,7% de mujeres, es el gobierno con más mujeres de Europa y del mundo–. Es posible que esta configuración no se hubiera dado sin el seguimiento de las marchas del 8 de marzo que hicieron visible el auge del feminismo, como apuntaba la politóloga Sílvia Claveria en un artículo en El País, aunque el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero ya era paritario. También hay mujeres gobernando países desde hace tiempo, hoy está Angela Merkel en Alemania, Theresa May en Reino Unido o Jacinda Ardern en Nueva Zelanda.
Un tema irritante y global
La primera ola del feminismo fue la del sufragismo, la segunda ola, la de la liberación (sobre todo sexual) de la mujer y su incorporación al mundo laboral, la de la tercera iba a ser la del transfeminismo, que incorporaba teoría queer y proponía una revolución de las maneras de ver el sexo y el género. Esta tercera ola se inició en los noventa y dura hasta hoy. Sin embargo, por el camino, algo ha cambiado. El feminismo pasó de ser una disputa polarizada y llena de grupúsculos a saltar a la conversación global. El debate saltó de la academia y los círculos especializados a los medios generalistas y las camisetas. El feminismo y los nuevos feminismos llevan siendo uno de los temas de la discusión global al menos desde 2014: Cómo ser mujer, el ensayo autobiográfico feminista de Caitlin Moran, se publicó en 2013; Todos deberíamos ser feministas, una charla ted de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, también se editó en formato libro en 2015, y en 2017, Querida Ijeawele. Cómo educar en el feminismo. En 2018 PRH compró los derechos de Teoría King Kong, de Virginie Despentes, libro que había sido traducido al español en 2009. También Mala feminista o Hambre, de Roxane Gay. Feminismo para principiantes, de Nuria Varela, se reeditó en versión ilustrada; Lucía Lijtmaer publicó en 2017 Yo también soy una chica lista, un libro ágil y divertido en el que identifica algunos tics machistas que durante años pasaron inadvertidos para ella. Mamá, quiero ser feminista (2016), de Carmen G. de la Cueva, o Morder la manzana (2018), de Leticia Dolera, están entre los intentos de hacer accesible y popular el feminismo. “He dudado mucho antes de escribir un libro sobre la mujer. Es un tema irritante, sobre todo para las mujeres, y no es ninguna novedad. La polémica del feminismo ha hecho correr tinta suficiente, y ahora está prácticamente cerrada: punto en boca. Y sin embargo, seguimos hablando de ello”, escribió Simone de Beauvoir en la introducción de El segundo sexo, el libro más importante del siglo XX sobre feminismo.
La voz de las mujeres
La marcha de las mujeres tras la victoria de Donald Trump en 2016 globalizó la causa feminista. En parte, era una reacción a los comentarios misóginos que habían salido a la luz poco antes de las elecciones y que no le impidieron alcanzar la presidencia del país. También se protestaba porque se entendía que en la elección entre Trump y Hillary Clinton el hecho de ser mujer había pesado negativamente sobre ella. Así que se eligió un gorro rosa, de cualquier forma y de cualquier tono, como símbolo de protesta y las mujeres salieron a la calle. Después llegó el estreno de la serie El cuento de la criada, basada en la novela de Margaret Atwood: Estados Unidos ha sufrido un golpe de Estado y los puritanos tienen el control del país, que ahora se llama Gilead. Lo han convertido en una sociedad represiva en la que las mujeres fértiles visten de rojo y son violadas puntualmente una vez al mes por los capitanes. Es una sociedad militarizada y vigilada. Atwood dijo que se había inspirado en los regímenes militares chilenos y argentinos. Pero también se estrenó Big little lies, una serie que se entendió como feminista porque las protagonistas eran mujeres y había sororidad entre ellas. Había concluido Girls, cuya creadora, Lena Dunham, era una de las cabezas visibles de este nuevo feminismo global. Estalló el caso Weinstein y luego el #MeToo y pareció que se iba a poner fin a los abusos; al menos, al silencio sobre ellos. En el New Yorker, el medio que destapó el caso Weinstein –que ya está en manos de la fiscalía y del FBI– la ensayista Masha Gessen alertó pronto de una posible sobrerreacción a propósito del #MeToo, entendida en parte como medida de corrección por haber estado mirando hacia otro lado. Es un poco la advertencia que hace Mary Beard en la primera de las conferencias reunidas en Mujeres y poder. Un manifiesto (Crítica, 2018), “La voz pública de las mujeres” –cuya primera versión en castellano publicó esta revista en 2014–:
Una anécdota especialmente sangrienta ilustra a la perfección los conflictos de género no resueltos agazapados bajo la superficie de la vida y el discurso públicos en la Antigüedad. En el transcurso de las guerras civiles romanas que siguieron al asesinato de Julio César en el 44 a. C., Marco Tulio Cicerón, el orador y polemista público más potente jamás habido en el mundo romano, fue linchado. El escuadrón de la muerte lo liquidó, le cortó la cabeza y las manos, y las llevó a Roma a guisa de triunfo, donde las clavó, para que todo el mundo las viera, en la tribuna del orador ubicada en el foro. Entonces, según cuenta la historia, la esposa de Marco Antonio, que había sido víctima de algunos de los discursos más demoledores de Cicerón, se acercó a echar un vistazo, pero al ver aquellos restos, se sacó unas horquillas del pelo y las clavó repetidamente en la lengua de su enemigo.
Esa conferencia es un repaso a la historia de cómo se les negó la voz a las mujeres en la esfera pública en el mundo clásico, desde la Odisea hasta los discursos en los foros. Beard explica que solo hay dos excepciones en las que las mujeres pueden tomar la palabra en la esfera pública y ser escuchadas: cuando hablan en calidad de víctimas y cuando hablan de asuntos de mujeres. En ese sentido, apunta Beard, no nos hemos movido tanto desde Roma. El movimiento #MeToo consistía en eso, en dar la voz a las mujeres como víctimas. Y ahí entraba en un terreno pantanoso, analizado con inteligencia por Jill Lepore en el artículo “The rise of the victims’ rights movement”, publicado en The New Yorker. Pero está también en el polémico ensayo de Jessa Crispin Por qué no soy feminista. Un manifiesto feminista (Libros del Lince, 2017). El libro es una crítica al feminismo universal –un feminismo “rediseñado para las mujeres y los hombres contemporáneos”, pero “banal, inocuo e inoperante”–, un feminismo que a Crispin le parece de autoayuda. Para la autora, ese feminismo olvida que debería ir ligado a la lucha de los movimientos civiles y luchar contra la desigualdad, el capitalismo y por la paz. Aunque no hay propuestas concretas y algunas de las afirmaciones y reivindicaciones suenan provocadoras e incómodas, es un análisis muy autocrítico con un feminismo de mujeres blancas, formadas y con estudios que reclaman acceder a las mismas cotas de poder que los hombres, pero según Crispin, sin intención de cambiar las reglas del juego. Para Crispin, uno de los problemas de este feminismo “de autoayuda” es que “La venganza se ha convertido en un componente oficial de la política feminista.” “El blanco del feminismo, en particular del feminismo en internet, son los actos individuales de misoginia. En cuanto se comete un acto cuestionable, tanto hombres como mujeres son sometidos a examen y (si se los halla en falta) se les aplica un castigo, por lo general un intento organizado de que despidan de su trabajo al hombre o mujer en cuestión”, escribe Crispin. No hace falta esforzarse demasiado para encontrar ejemplos de esos señalamientos públicos de comportamientos de dudosa moralidad y exigencias de castigo. Para la ensayista, esto tiene mucho que ver con la cultura de la indignación, una especie de evolución de lo que el ensayista australiano Robert Hughes llamó la “cultura de la queja”. Crispin defiende la presunción de inocencia, y dice que el feminismo debería alegrarse de que el Estado de derecho exista y funcione. Para ella, el feminismo va de la mano de la conquista de los derechos civiles. Margaret Atwood también defendió la presunción de inocencia a raíz del caso de Steven Galloway, escritor y profesor de la Universidad de British Columbia, acusado de comportamiento sexual inapropiado por varias alumnas, que fue despedido de manera fulminante en cuanto se produjeron las acusaciones. Finalmente, fue declarado inocente, pero no recuperó su trabajo. La escritora canadiense, hasta hace poco alabada por un feminismo universalista que enseguida cargó contra ella, escribió un texto donde argumentaba su posición. Por supuesto defendía la presunción de inocencia, así como el derecho de los acusados a saber de qué se les acusa y a su defensa. Pero también explicaba que “Con demasiada frecuencia, las instituciones, incluidas las estructuras corporativas, les negaron juicios justos a las mujeres y a otros denunciantes de abuso sexual, por lo que utilizaron una nueva herramienta: internet.” Curiosamente, para entender algunas de las zonas oscuras del feminismo ortodoxo y su comportamiento en las redes hoy, son útiles dos libros anteriores al estallido del #MeToo. Uno es el citado Por qué no soy feminista. Un manifiesto feminista, de Jessa Crispin. El otro, Feminismo pasado y presente (Turner, 2018), reúne algunas conferencias de la ensayista y especialista en arte Camille Paglia, la más reciente es de 2008, donde ya habla del gran problema que hay en los campus universitarios en Estados Unidos con la intolerancia y la retórica del poder. Son dos libros incómodos que alertan contra los peligros de las visiones únicas, monolíticas y unánimes de las cosas. Son dos libros opuestos en muchas cosas –en la visión del capitalismo como fuerza emancipadora o como mal al que derrotar, por ejemplo–, pero que comparten una defensa de los matices.
Los estudios de género
Como ha señalado Jonathan Haidt, los campus universitarios estadounidenses son los lugares donde más se cultiva la cultura de la indignación. En 1991, Camille Paglia pronunció una conferencia en el mit en la que cargaba contra los estudios de género, la devoción por Lacan –sin haber leído a Freud– y la victimización de las mujeres en los campus. Paglia, autora de Sexual personae: arte y decadencia desde Nefertiti a Emily Dickinson, apoyó a Bernie Sanders en las primarias del Partido Demócrata en 2016. Sus polémicas –cuando menos– opiniones sobre casi todo, también las personas transgénero, no deben impedir que nos acerquemos a los textos reunidos en este breve volumen. Allí se recogen la charla en el mit, un repaso sobre la mujer sureña o la que da título al volumen, por citar algunas de las más interesantes. En ellas muestra su conocimiento del arte, pero también de la literatura académica; defiende la belleza –lo que critica es que la belleza sea lo que cifre la valía de una mujer– y la capacidad de disfrutar de ella y defiende la libertad individual. Hay autocrítica –y autoparodia– y crítica feroz al feminismo monolítico, pero sobre todo muestra que el feminismo es plural y complejo. También aparece uno de los asuntos que sigue debatiéndose hoy: la relación entre el arte y el feminismo. Lo ejemplifica con una discusión de 1969 acerca del tema de los Rolling Stones “Under my thumb”, que ella defendía como una gran canción y como una obra de arte. “¿Arte? ¿Arte? ¡Nada que denigre a las mujeres puede ser arte!”, fue la respuesta que obtuvo de la banda de rock Liberación de Mujeres de New Haven. Para Paglia, “Hay una generación perdida de mujeres que salen de estos programas de estudios de género: toda una generación perdida.” Escribía Paglia que el feminismo había excluido dos elementos relevantes que debían integrarse en él. Uno es la estética: “No deberíamos tener que disculparnos por disfrutar de la belleza. La belleza es un valor humano eterno, no un truco inventado por un corrillo de publicistas siniestros en una habitación de Madison Avenue.” Y el segundo es la psicología: piensa en Freud, excluido por sexista: no se puede construir una teoría del sexo sin Freud, uno de los grandes analistas de la personalidad humana. Y matiza: “Ojo, que no digo que haya que consentirle todo a Freud.”
En “Feminismo pasado y presente: ideología, acción y reforma”, conferencia pronunciada en 2008 en la universidad de Harvard, Paglia hace un repaso a la historia del feminismo en Estados Unidos y de su presencia en la discusión pública, de algunas de sus caras más visibles –de las sufragistas a Gloria Steinem o Betty Friedan, que no son santas de su devoción precisamente–. Más o menos lo que viene a decir en esta conferencia es que la actitud frente al sexo es lo que ha creado más discrepancias y enfrentamientos dentro del feminismo: “animo a todas esas mujeres jóvenes y castas a seguir defendiendo su individualidad y desafiando el pensamiento grupal y la convención social. ¡Ese es el auténtico feminismo!”. Cierra la charla diciendo que las feministas de su generación lucharon para liberarse de la tutela de instituciones paternalistas y que “si las mujeres esperan un trato igual en la sociedad, deben abandonar el infantilismo de exigir medidas de protección especial. La libertad implica una responsabilidad individual”.
Las memorias de Vivian Gornick permiten comprender la historia del feminismo desde la intimidad de una de las activistas. Apegos feroces se publicó en 1987, aunque llegó a España treinta años después. Entre paseos y discusiones con su madre, Gornick cuenta su despertar al feminismo y su decepción con el amor romántico. Eso aparece también en La mujer singular y la ciudad (2018), un libro sobre la soledad elegida. Se da cuenta, gracias a la literatura y a los personajes femeninos, de que ella es una mujer singular, que no incompleta. No son libros de pensamiento ni de teoría feminista –aunque hay reflexiones e ideas sobre ese y otros asuntos como el amor, las relaciones y la literatura–; es la historia privada de una feminista contada de manera inteligente y emocionante.
El feminismo como autoayuda
En 2016 se publicó Los hombres me explican cosas (Capitán Swing), de Rebecca Solnit. Era un libro irregular, que acertaba en algunos diagnósticos sobre los problemas de las mujeres en Occidente y en la insistencia en implicar a los hombres en la lucha por la igualdad. Pero también contenía saltos lógicos demasiado arriesgados y simplificaciones que reducían el análisis. Del artículo que da título al libro surgió el neologismo mansplaining. Y en alguna de las piezas del libro Solnit daba con el argumento imbatible para ganar cualquier discusión si eres mujer: si te llevan la contraria es por misoginia. Es tentador, desde luego, ¿quién puede renunciar a un argumento que siempre le da la razón? Pero también es limitador y facilita la segregación: que las mujeres hablen solo entre ellas. Y el feminismo no va de eso, si hacemos caso a Simone de Beauvoir o Mary Beard. El feminismo va de que lo que las mujeres tienen que decir lo oigan también los hombres y su discurso reciba la misma atención que el de los hombres.
Esa denuncia está también en el manifiesto de Crispin. Ella va mucho más allá y, en un intento por explicar los peligros de establecerse como el grupo “mujeres”, lo compara con el nacionalismo en la identificación de grupo y dar valor a las cosas “desdeñadas” por el otro. Es el caso, dice, de la historia feminista: “reivindicar la labor y las características de la feminidad que el sistema patriarcal ha menospreciado como si fueran cosas sin valor alguno: desde las labores de cuidado como criar a los hijos y mantener la casa, hasta tareas artesanales como coser o hacer colchas, pasando por los cuentos de hadas y la sabiduría popular. Estas cosas ‘femeninas’ son valiosas, y es importante que las consideren valiosas tanto los hombres como las mujeres”. Para Crispin, muchas veces cuando se habla de empoderamiento es en realidad una cuestión de narcisismo: se pretende identificar al propio grupo solo con características positivas a través de la adjudicación al grupo opuesto de características negativas. “Por medio de esta proyección no solo nos negamos a ver todas las facetas de la humanidad de los hombres, nos negamos también a ver todas las facetas de nuestra propia humanidad. No somos del todo humanas si solo aceptamos las cosas buenas que hay en nosotras. No hay demasiada variedad si solo empleamos los colores más luminosos del espectro.”
Lo que critica más duramente Jessa Crispin al feminismo universal es que sea, en realidad, complaciente con la jerarquía que el movimiento feminista debería tratar de romper, según ella: “el feminismo universal será siempre inofensivo”. Le parece que las mujeres que acceden al poder tienen las mismas características que los hombres, niega que todo lo que haga una mujer sea feminista por el hecho de que sea mujer –esto puede parecer una obviedad, pero a veces no está de más recordar lo obvio– y dice que este feminismo en el que todo vale es en realidad una lavadora de conciencias: puedo hacer lo que sea porque soy mujer y por tanto es feminista. Dice que ese feminismo del beneficio propio, en general, no se preocupa por las mujeres y niños que siguen oprimidos para que, por ejemplo, podamos comprar camisetas a precios irrisorios. También dice que es un feminismo de autoayuda porque descarga de responsabilidad a las mujeres: es como si les dijera que si no tienen todo lo que quieren, es por culpa de la opresión. Para Crispin, en cambio, el feminismo debería tratar de romper con el sistema para ir hacia un mundo más justo y mejor para todos. En resumen, Crispin dice que el feminismo que está de moda es blanco, acomodado y egoísta. También que muchas de esas discusiones tratan en realidad de ambición personal y tapan asuntos importantes como qué se puede hacer para recortar la brecha salarial y que la maternidad no suponga un parón en la carrera de las mujeres. Cree que el feminismo sigue siendo necesario “para terminar el trabajo de destruir la jerarquía. Y porque hay cuestiones en relación con los derechos reproductivos y la violencia sexual, entre otras, que son todavía barreras activas para la libertad de las mujeres. No deberíamos caer en la complacencia y dejar la lucha”.
Puede que no se esté de acuerdo en todo con estos textos incómodos, pero su aportación es fundamental: cuestionan la visión unánime y abren nuevas vías de pensamiento. Como Mary Beard, creo que hay que ir más allá de la etiqueta de misoginia para avanzar hacia la igualdad, aunque sin duda esa etiqueta sea una buena descripción para algunos comportamientos. El camino pasa también por que las mujeres entren en la discusión global, si no seguiremos como en Roma: pudiendo hablar de nuestras cosas entre nosotras. La voz de las mujeres tiene que ser pública. ~
(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).