Todas las conversaciones llevan a Roma –por lo menos las relacionadas con cine, de unos meses para acá–. Desde su estreno en el festival de Venecia –donde obtuvo el León de Oro– y luego en su paso por otros festivales, la película más reciente del mexicano Alfonso Cuarón ha sido elogiada en términos superlativos. Que el buen recibimiento inicial provenga, en su mayoría, de la crítica extranjera, indica que el director libró uno de los mayores retos de la representación: ser fiel a lo específico para apelar a lo universal.
Situada a inicios de los años setenta, en la colonia de la Ciudad de México a la que alude su título, Roma narra la vida de una familia de clase media. Mientras la madre, Sofía (Marina de Tavira) resiente la progresiva distancia de su marido, sus cuatro hijos pequeños son atendidos por Cleo (Yalitza Aparicio) –la joven empleada doméstica que pronto se revela como el eje de la historia.
Roma es autobiográfica y no. El personaje de Cleo, sin embargo, tiene un referente indiscutible en la vida del director: Liboria (“Libo”) Rodríguez, la nana de los hermanos Cuarón. El director ha dejado claro que el vínculo entre ella y él fue el hilo que lo condujo en el laberinto de sus recuerdos. Más aún, Roma está dedicada a Libo, gesto que cierra una frase abierta hace diecisiete años en la forma de una escena breve de la película Y tu mamá también (2001). Ocurre durante el viaje en auto que hacen los adolescentes protagonistas a la playa, cuando pasan frente a un pueblo llamado Tepelmeme (el pueblo natal de Liboria Rodríguez). El semblante de Tenoch (Diego Luna) revela un pensamiento triste enunciado por la voz en off: su personaje se da cuenta de que nunca ha visitado el pueblo natal de Leodegaria, su nana, quien lo cuida desde que tenía cuatro años y a quien él, durante un tiempo, llamó “mamá”.
Al inicio de esta entrevista, rompí una regla del género –no hablar de uno mismo– y le hice saber a Cuarón que la fuerza de esa escena me llevó a buscar a mi propia Libo tras diez años de no verla. “Y cuando entré a su cuarto –agregué– lo encontré tapizado…” “…de fotos tuyas”, completó, con la certeza de quien ha narrado la historia de un vínculo tan desigual desde la perspectiva de quien pierde más.
Y esa escena, creo, se conecta con Roma. ¿Sería aventurado decir que la primera versión de Cleo apareció en Y tu mamá también?
El personaje se había venido gestando durante muchas décadas, estoy seguro. De hecho, en Y tu mamá también quien interpreta a Leodegaria es Libo. Aparece en la escena en la que le sirve unas quesadillas a Diego.
Y en la que él le pide que conteste el teléfono, a pesar de que lo tiene al lado. Ella, en cambio, debe subir unas escaleras. La cámara sigue su recorrido.
Así es.
A eso quería llegar, a la reinterpretación de tu realidad. En Roma hay referencias autobiográficas –como el número de hijos en la familia y una casa en la colonia Roma– pero no es una película confesional. Se percibe la intención de reelaborar todo a través del cine.
Totalmente.
¿Cómo marcaste ese baile entre realidad y ficción? ¿Qué consideraste pertinente contar desde tus recuerdos y qué a través de la ficción?
El proceso, todo el tiempo, fue la memoria. Incluso las demás cosas de la película nacieron precisamente de ahí. Surgieron temáticas que se sintieron relevantes tras un proceso de memoria en el que me clavé meses y meses. Generalmente he pecado –porque a veces creo que es un pecado– de hacer demasiada investigación para mis películas.
Pero aquí el investigado eras tú mismo.
Esa es la onda. Y la investigación consistía en estar tirado en un sofá con una libreta y los ojos cerrados. Cuando abres una puerta en la memoria, aparece un corredor infinito lleno de puertas. Y detrás de cada puerta que abres hay otro corredor infinito lleno de puertas. Cada recuerdo te va llevando a otros. En vez de tratar de hacer una curaduría de recuerdos, fue casi una asociación libre e inconsciente. Si abría una puerta era porque en el fondo esa puerta era relevante. Y la que abría después, también. Y así me seguí. Lo que pasa es que solo puedes ver los recuerdos desde el punto de vista del presente. No hay otra manera de acercarte a la memoria. Y, entonces, la memoria se empieza a teñir del entendimiento del presente.
Hay un filtro.
Sí, hay un filtro. Cuando al abrir una puerta llegaba una imagen y, junto con ella, el entendimiento de algo, un juicio, o tal vez un prejuicio, eso significaba que era relevante. Ese era el criterio. En principio el proceso solo consistía en hacer apuntes. Luego los cotejaba con los recuerdos de Libo, haciendo con ella un recorrido casi forense de su día a día, de su rutina. Esa rutina ocurría, casi toda, dentro de la casa o en lugares que yo conocía, como la calle o el mercado. Me di cuenta de que casi no conocía su cuarto. Yo no sabía que hacía ejercicio todas las noches, ni que mi abuela se la armaba de tos si tenía la luz prendida porque gastaba electricidad –algo en sí mismo espantoso–. Lo que más me sorprendió fue descubrir su vida social fuera de la burbuja. Eso se me reveló como otro universo. Libo me habló de todo un contexto social que era casi opuesto al mundo dentro de la casa. Es ahí donde intervino mucho más el entendimiento desde el presente.
Porque en tu infancia no tenías conocimiento de esa dimensión, o el entendimiento de ella.
No lo tenía. Pero, a la vez, había cosas que recordaba de esa época de mi vida, como la masacre de Corpus Christi. Yo estaba obsesionado con una fotografía que salió, creo que en El Universal, de un halcón con su vara de bambú [arma utilizada por el grupo paramilitar entrenado en artes marciales] persiguiendo a un estudiante de pelo largo, corriendo. Al fondo se veía la ventana de una mueblería, donde había personas viendo hacia abajo esta escena. Gracias a esa foto tuve conciencia por primera vez de que esos estudiantes de los que se hablaba eran gente como yo. Porque yo también era estudiante, aunque más chavo. Entendí que simplemente eran personas que iban a la escuela, solo que más grandes que yo. Antes había oído hablar de “los estudiantes” pero me sonaba a un universo remoto. De pronto esa fotografía los convirtió en algo cercano. No solo eso sino que, como niño, imaginaba que yo podía haber estado en la mueblería, viendo hacia abajo. Es decir, todo esto empezó a darle forma a los elementos ficticios de la película. A eso me refiero con que fue un ejercicio de libre asociación. Y es que tampoco quería que fuera una película sobre un tema, sobre una sola cosa. Quería que fuera casi como un caleidoscopio.
Que abarcara lo personal y lo colectivo…
Pero incluso dentro de lo personal, que no hablara sobre nada específico. Que se fueran dando los temas, pero sin discurso.
Sin adoctrinar.
Sin adoctrinar, pero también sin discurso.
En La princesita (1995) hay una escena donde la protagonista, Sara (Liesel Matthews), observa con desconcierto a Becky (Vanessa Chester), una niña de su edad que trabaja como sirvienta en el orfanato en el que se alojan ambas. En Roma, se ve a Sofía en un momento de tristeza evidente, asomada en un balcón. De pronto se topa con la mirada de Cleo que, a unos metros de distancia, la ha estado observando. En ambas películas, ese encuentro de miradas sugiere un reconocimiento mutuo. Las dos escenas duran pocos segundos, pero indican un momento profundo de revelación para los personajes.
Esa escena además está filmada a través de puertas…
¿Podríamos trazar un paralelo entre los dos pares de mujeres?
No lo había captado hasta ahora que me lo dices. Es cierto, aunque la diferencia es que, en La princesita, la escena está contada desde el punto de vista de la mujer privilegiada: Sara abre la puerta y espía a través ella. En Roma, quien observa es la mujer con poco privilegio.
Es el punto de vista invertido.
Exacto. Pero, a la vez, esa mujer con poco privilegio es testigo de otra opresión –una opresión que afecta a ambas–. En esa escena de Roma, Cleo acaba de ver cómo a Sofía se la quiso fajar el amigo de su marido, o sea, intentó utilizarla.
Mientras que Cleo también acaba de ser abandonada, y se siente utilizada por el halcón Fermín (Jorge Antonio Guerrero). Hay un espejo.
Pero no lo había pensado en relación con La princesita. Había entendido que hay vínculos obvios con La princesita, porque es una película que, a su manera infantil, habla de clases y de raza. Y creo que en Roma también, parte del asunto es la clase y la raza.
A lo que voy es que parece una experiencia tuya. Como si fueras tú el que, como Sara y Sofía, hubiera vivido ese momento de conciencia súbita. El momento de pensar “Ese otro soy yo”, como el que pudo haber estado dentro de la mueblería.
Pues sí…
No lo sé…
A lo mejor, ¿verdad? [Risas.] ¿Me acuesto, sacas la libreta y nos ponemos a ver?
En Roma hay una alucinante reconstrucción visual del México de los años setenta. También hiciste grandes esfuerzos por recrear el interior de la casa, reuniendo objetos de tu infancia. Si nosotros, los espectadores, no conocimos esos objetos, ¿qué sentido tenía incluir los originales?
Yo había leído muchísimo acerca de cómo en El gatopardo [Luchino] Visconti puso todo el vestuario dentro de un armario que nunca se abrió. O, en Ludwig, exigió que el pastel de no sé cuántas capas fuera horneado con la receta original que, según lo documentado, le gustaba a Ludwig [el rey Luis II de Baviera]. Yo me preguntaba: ¿para qué hacerlo? Pensaba: “Ay, Visconti, podría haber sido un pastel de cartón.” Si lo partían, podía haber sido cualquier pastel y valía madres. Más intrigante me parecía el caso de La pasión de Juana de Arco de [Carl Theodor] Dreyer, porque los actores recitaban las transcripciones originales del juicio. Era una película muda, en la que no se oye el diálogo, y aun así los actores tuvieron que memorizar el texto original. También en ese caso pensaba: “Pues me encanta Juana de Arco pero no se siente la diferencia.” Y, luego, por algún motivo, quizá por intuición, decidí que ese iba a ser el proceso para Roma. Un proceso del cual yo me había mofado un poco. También ocurrió así con la decisión de filmar en orden cronológico. Antes decía: “Eso es para directores que no agarran la onda.” Y lo mismo pasó con la decisión de rodar en las locaciones donde sucedieron los eventos. Como sabes, el terremoto del 85 derrumbó casi todo el Centro Médico. Nosotros encontramos el único edificio que había permanecido de pie y que se usaba de bodega.
Un hallazgo.
El asunto, además, era no poner mosaicos nuevos. Eugenio Caballero [el diseñador de producción] reunió mosaicos de distintos pisos del edificio para hacer un piso funcional. La reconstrucción de la casa fue igual. Me acuerdo cuando, en un principio, hablaba de los muebles con Eugenio y con Bárbara [Enríquez, decoradora de set]. Cualquiera pensaría: “Bueno, esos se pueden conseguir.” Pero yo les decía: “Yo sé que los pueden conseguir, pero no serían los originales.” Lo mismo con vestuario: “En ese cajón tiene que haber exactamente estos elementos.” O con utilería: “Y en este otro cajón tiene que haber tales objetos y tales juguetitos.” Entonces me preguntaban: “¿En qué escena se van a abrir los cajones?” Y yo les respondía: “Los cajones nunca se van a abrir.”
Pero tú sabías qué había dentro.
No solo lo sabía, sino que me ayudó en el proceso emocional de recrear ese recuerdo y ese lugar. No se trataba solo de saberlo, sino de sentirlo. Quería honrar el tiempo y el espacio, y dejar que esos lugares dictaran lo que iba a suceder. Quizá suena metafísico, pero todo eso tuvo una gran influencia.
Muchos mexicanos hemos tenido a alguien como Libo en nuestras vidas, una mujer que nos cuidó con devoción cuando éramos niños, haciendo a un lado la posibilidad de criar a su propia familia o de construir una vida autónoma. Más inquietante todavía es de pronto hacer conscientes recuerdos reprimidos de lo que ellas nos enseñaron.
Hay una razón clara por la cual los reprimimos.
En parte, por un imperativo social que nos hace sentir que eso debe estar guardado en un cajón.
Y porque nos hace ver muy mal ante nosotros mismos haber utilizado a una persona.
Ya dijiste hace un momento que, con Roma, no tienes la intención de imponer un discurso. Aún así, si tu película pudiera empezar una conversación sobre la realidad de estas mujeres invisibilizadas, ¿cuál te gustaría que fuera?
La verdad, si esta película pudiera servir para ello… Le ofrecimos esta película a la Alianza Nacional de Trabajadoras Domésticas y la van a utilizar como herramienta para generar mayor conciencia. También vamos a hacer eventos para recaudar fondos. En pleno siglo XXI hablamos de un empleo que no está legislado.
Es una herencia tremenda de la Colonia.
Pero tremenda, tremenda, tremenda. Lo padre de este esfuerzo es que lo estamos haciendo en coordinación con esa alianza en Estados Unidos, que en gran parte está formada por latinas. Porque este asunto lo vivimos en México, pero también es bastante común allá. Se trata de personas que cumplen con las funciones, digamos, normales que tendría una empleada doméstica –limpiar, lavar, cocinar o ir a comprar comida–, pero encima asumen roles que tradicionalmente serían ejercidos por las madres o los padres. De alguna manera cubren una ausencia. Esa labor es reconocida con un “Te quiero mucho”, como en la escena final de la película. Se les dice: “Te quiero mucho, te amo, nos salvaste la vida, queremos visitar tu pueblo, pero tráeme unos gansitos, y vete por el licuado, y vete a lavar la ropa mientras nosotros vemos la tele.”
Eso se ve varias veces en Roma. Por ejemplo, Sofía les dice a sus hijos que Cleo va a ir con ellos de vacaciones, no a trabajar. Pero aun ahí se la pasa cuidándolos, ¿no?
Todo el tiempo. Alguien me dijo que el personaje de Cleo no era proactivo. Le contesté: “Bueno, no sé si sea proactivo o no, pero sí sé que todo mundo está sentado, y ella es el único personaje que siempre está caminando y en chinga, moviéndose de un lado a otro.” Hay una manera en la que se percibe a ciertos personajes, que tiene que ver con que son personajes invisibles. Y lo son en el sentido de que no tienen voz.
El cine mexicano, y sobre todo el cine de la Época de Oro, ¿no te parece que incluso…
Nefasto.
…ha contribuido a ello? Porque, además, idealiza esas relaciones, como si de verdad hubiera equidad entre las partes.
De la mano con Televisa y sus telenovelas, que continuaron ese tipo de representación cuando terminó la Época de Oro. Hoy en una conferencia alguien me preguntó por las referencias a ese cine en Roma. Yo admiro mucho la llamada Época de Oro por una cuestión estética, en algunos casos. Pero, quitando a un puñado de realizadores, es un cine que rechazo.
Porque incluso las indígenas eran interpretadas por actrices como Dolores del Río, María Félix…
Yo no soporto el folclorismo de películas como las del Indio Fernández, donde además los indios eran interpretados por blancos, y se exaltaban valores heroicos sin preocuparse un segundo por la realidad de esa época; por mostrar cómo viven esos personajes y cómo han vivido desde la Colonia.
¿No crees, por ejemplo, que el hecho de jamás haberle dado un protagónico a una mujer indígena tuvo repercusiones en la vida real, pues parece que no apreciamos la hermosura de un rostro indígena?
Y eso ha trascendido a la publicidad y a la manera de ver las cosas. Seguido releo el libro de [John] Peter Berger, Modos de ver, pero hacía mucho que no veía el documental. Sigue siendo vigente y es apabullante. Por ejemplo, sus comentarios sobre los modelos estéticos y cómo cumplen funciones de poder, y cómo eso se extiende al tipo de modelos que retrata la publicidad. Es muy doloroso cuando ves que en un país mestizo la publicidad utiliza a modelos europeos. Estoy de acuerdo contigo en el rechazo a ese aspecto de la Época de Oro, porque el aspiracionismo del que hablamos tiene que ver con esas formas de representación. Hay excepciones como Buñuel, Gavaldón o De Fuentes, pero son muy pocas. Fuera de ellos, el acercamiento se dio desde el folclorismo.
La mayoría de esas películas tienen una perspectiva maniquea.
Ahí está la peor parte, donde el rico es malo porque el pobre es bueno. El pobre es noble; el rico es malo y corrupto.
Y se convierte en bueno hasta que se vuelve como los pobres.
Entonces el mensaje es: “Mantente en tu lugar como pobre: tú eres virtuoso.”
Es un mensaje vigente, ¿no?
Es totalmente vigente.
Varios directores han revisado su infancia a través de sus películas. Algunos han dicho que esto les ha permitido entender, por ejemplo, los miedos de los adultos que los rodeaban. Un miedo que, en algunos casos, se traducía en agresión hacia los niños. Esto, dicen los directores, los ha llevado a reconciliarse con su pasado. ¿Fue tu caso? Ver tu infancia a través de otros personajes, ¿te ayudó a comprender sucesos que no estaban resueltos?
No. Más bien me llevó a perderme todavía más en el vacío de la existencia. Me quedó clarísimo que lo único que existe es una soledad inmensa y lo único que le puede dar sentido a la vida son las relaciones afectivas que puedes tener. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.