Guillermo Trejo y Sandra Ley
Votes, drugs, and violence. The political logic of criminal wars in Mexico
Nueva York, Cambridge University Press, 2020, 350 pp.
Uno de los principales atributos que le hemos otorgado a nuestra transición democrática es que fue pacífica y ordenada. Nos hemos convencido de que nuestro largo recorrido hacia la democracia por la vía del pluralismo electoral evitó el derramamiento de sangre. A pesar de que la expansión del crimen organizado en el país sucedió al mismo tiempo que nuestro cambio de régimen, hemos desterrado por completo el fenómeno de la violencia de nuestro relato democrático.
¿Se trata en verdad de dos acontecimientos coincidentes pero desligados? Para Guillermo Trejo y Sandra Ley, no. En Votes, drugs, and violence. The political logic of criminal wars in Mexico, los autores toman una avenida poco explorada tanto en la literatura del cambio de régimen como en la dedicada a explicar el fenómeno de la inseguridad en el país. A través de un análisis cuantitativo y cualitativo, buscan probar una hipótesis inquietante: que la transición democrática en México no solamente sirvió como escenario para el desarrollo de la violencia criminal, sino que ha sido causa fundamental de su erupción, incremento y permanencia.
El libro nos invita a pensar a nuestras organizaciones criminales, los cárteles de las drogas, como actores políticos y no únicamente económicos. Bajo su visión, se trata de agrupaciones que responden al cambio político pues lo que las define es su relación con el poder gubernamental: sin convivencia y apoyo del Estado, el crimen organizado no puede existir pues requiere de su asistencia –que obtiene por medio de la colaboración, la cooptación o la coerción– para continuar extrayendo rentas. Ese ecosistema de colaboración entre agentes estatales y organizaciones criminales es conceptualizado por los autores como una zona gris de la criminalidad.
Cuando el régimen político cambia, los equilibrios de la zona gris también lo hacen y eso genera violencia. Bajo esta lógica, Trejo y Ley establecen tres grandes hitos de los conflictos criminales en México vinculados al cambio político. Primero, el de la llegada de los gobernadores de oposición, en los noventa, que llevó a los cárteles a construir milicias para enfrentar la incertidumbre producida por los reacomodos gubernamentales y para incursionar en otras entidades donde se abrían oportunidades. Segundo, el del sexenio de Felipe Calderón, cuando los conflictos partidistas (entre el PAN y el PRD) minaron la capacidad de coordinación del Estado y generaron oportunidades de expansión del crimen organizado. Finalmente, el tercer hito es el de la decisión de los cárteles de intervenir directamente en los ciclos electorales para fortalecer sus redes de protección a nivel municipal, pues la atomización criminal detonada por la “guerra contra las drogas” incrementó sus incentivos de influir a nivel local.
Antes de abordar las consecuencias analíticas de este estudio, hay que marcar algunas precauciones sobre la evidencia y los supuestos sobre los que está construido. En primer lugar, los datos de homicidios vinculados al crimen organizado que utilizan para demostrar su tesis fueron obtenidos a través de un análisis de los periódicos de los años noventa e inicios del siglo XXI y difieren en su tendencia de las cifras oficiales de homicidios del INEGI. El estudio asume que, aunque los homicidios dolosos (INEGI) disminuían en aquellos años en algunos estados con alternancia, los vinculados al crimen organizado (detectados en fuentes periodísticas) estaban en aumento. No obstante, datos oficiales de años posteriores muestran que la cifra total de homicidios dolosos y la de aquellos vinculados al crimen organizado suelen moverse en el mismo sentido. De ser cierta la anomalía estadística que plantean los autores, confirmaría hasta cierto punto la teoría de Felipe Calderón para desatar su “guerra contra las drogas”: según el expresidente, aunque la violencia no presentaba un alza antes de 2006, los conflictos criminales sí estaban en una etapa de expansión.
Por otro lado, el estudio asume que el motor de la violencia criminal en los años noventa fue la alternancia en las gubernaturas ya que los mandatarios de oposición desmantelaron las estructuras priistas de cooperación criminal. Para sostener esta idea se basan en los testimonios obtenidos de los propios gobernadores de oposición. No obstante, no exploraron otras explicaciones relacionadas con el cambio político: falta de coordinación con la federación, inexperiencia de las nuevas autoridades o incluso alianzas político-criminales que de hecho empujaron la alternancia. Cualquiera de estas explicaciones mantiene la relación entre cambio político y violencia criminal, pero sus consecuencias analíticas podrían ser distintas.
Si damos por buenos los datos de Trejo y Ley y que en efecto la competencia política es un detonador de la violencia criminal, estamos ante un problema muy grave pues en democracia, a diferencia de un régimen autoritario, el cambio político es la regla y no la excepción. Lo anterior nos pone ante un predicamento: si el problema es el constante cambio y la pluralidad política, ¿podemos recuperar la paz sin abandonar la democracia?, ¿o es acaso la centralización y la reconstrucción de una hegemonía autoritaria, como la del viejo pri, lo único que puede domar al mundo criminal para reducir el conflicto?
El propio texto aporta una pista en contra del camino regresivo. El régimen centralista de partido único, más que ser exitoso en contener la criminalidad organizada, habría sido el que, en primer lugar, dio pie a que existieran los cárteles de las drogas. Es decir, el ecosistema autoritario –ese que fomenta la arbitrariedad y la impunidad– es el que produjo los arreglos necesarios para la creación de la zona gris. La alternancia habría sido tan solo la chispa que detonó el incendio causado por una fuga de gas creada por el autoritarismo. Como establecen Trejo y Ley, se requiere atender el aspecto crítico y ausente de nuestra transición democrática: reducir la zona gris de complicidad entre el crimen organizado y el Estado. Hacerlo implica construir un nuevo tipo de hegemonía basada en instituciones y controles democráticos, para lo que es necesario una profunda transformación de las corporaciones de seguridad y de procuración de justicia a nivel federal, estatal y municipal.
Si bien los autores apuntan en la dirección correcta al insistir en poner fin a los espacios de colusión en los sectores de seguridad y justicia para evitar que el cambio político genere violencia, la realidad es que la respuesta pareciera insuficiente ante el estado de los conflictos criminales posterior a la “guerra contra las drogas”. De hecho, esa es una deficiencia del libro: que mete con calzador el sexenio de Felipe Calderón al marco que explica la competencia política como principal motor de la violencia. Para los autores, Calderón utilizó de manera facciosa el aparato del Estado para beneficiar a gobiernos panistas y dejó en desamparo a sus enemigos perredistas, generando que fueran atacados por el crimen organizado. Lo anterior no está relacionado con la explicación original de la alternancia ni se sostiene del todo, en particular si se recuerda que fue a petición de un gobernador perredista que Calderón lanzó su primera ofensiva en contra del crimen organizado.
Hay explicaciones más convincentes sobre por qué con Felipe Calderón se detonó la violencia de forma tan abrupta. Benjamin Lessing establece que fue el “uso incondicional” de la fuerza represiva del Estado, es decir usar toda la fuerza contra todas las organizaciones criminales, lo que generó incentivos para que estas contraatacaran a las autoridades y oportunidades para que combatieran entre ellas. De tal manera, entre más se intentó hacer avanzar al Estado a través de la acción punitiva de las corporaciones federales, más se atomizaron las organizaciones delictivas; comenzaron a competir y a buscar influir aún más en el Estado, particularmente en los municipios. Ese ha sido el dilema desde entonces: entre más hemos pulverizado al supuesto enemigo, más corrosivo se ha vuelto para las instituciones.
Aun dando por bueno el análisis de Trejo y Ley sobre la transición, no toda la explicación de nuestra violencia criminal proviene de la competencia política y por tanto tampoco puede ser así su solución. Además de desmantelar la zona gris, es necesario también revertir la atomización del crimen organizado que se detonó a partir de 2006. Esto implicará un uso más estratégico y disuasivo de la capacidad punitiva del Estado para equilibrar nuevamente el mapa criminal y reducir el número de conflictos. Requerirá hacer del Estado un árbitro y no un competidor más en las pugnas criminales; establecer barreras que eviten las incursiones criminales a nuevos territorios y marcar líneas rojas que las organizaciones no puedan cruzar sin sufrir consecuencias punitivas. Conllevará, además, focalizar los esfuerzos judiciales en los segmentos de las organizaciones criminales que generan la violencia, como sus milicias armadas y grupos de sicarios, y no en aquellos que se dedican a actividades como el cultivo, la producción y el trasiego de drogas.
El reto de nuestros tiempos es extirpar las prácticas del viejo régimen autoritario que dieron origen al crimen organizado al tiempo que corregimos las fallas en las estrategias de seguridad que hemos emprendido en nuestra joven democracia. Nuestro fenómeno de la violencia se ha complicado cada vez más y un solo marco teórico difícilmente puede explicarlo. Tanto en la academia como en los gobiernos, hace falta integrar las distintas aproximaciones al problema de la violencia para atacar las diversas causas que lo generan. De lo que podemos estar seguros es que cualquier solución pasa por el fortalecimiento institucional de los tres órdenes de gobierno y, fundamentalmente, por consolidar nuestro régimen democrático, no revertirlo. ~
Politólogo por la UNAM. MPA en Seguridad y Resolución de Conflictos por la Universidad de Columbia.