En estas últimas semanas en las que se han intensificado las purgas contra supuestos racistas en cualquier esfera, y en las que muchas empresas, asociaciones y todo tipo de instituciones civiles se han comprometido con el antirracismo, con sus correspondientes seminarios, libros y conferencias, me ha venido a la memoria el ensayo de Václav Havel El poder de los sin poder. Habla del dilema de vivir en un mundo en el que la adhesión a una ideología particular se vuelve algo obligatorio. En la Checoslovaquia comunista, esta ortodoxia, con sus cansinos eslóganes y su abuso del lenguaje, debía imponerse de manera brutal por el Estado, con espías e informadores. En Estados Unidos, por supuesto, eso es algo imposible porque existe la Primera Enmienda. Pero quizá por esa razón los estadounidenses siempre han sido tan buenos a la hora de imponer la uniformidad entre ellos. La veta puritana de vilipendiar y amenazar a otros está muy implantada. Este es un país de una libertad política y cultural extraordinaria, pero es también el país del fanatismo religioso, de pánicos morales y cruzadas contra el vicio. Es el país de La letra escarlata y la prohibición y las listas negras de Hollywood y el “terror lila”. La atmósfera asfixiante, sofocante y estresante que evoca Havel es reconocible, de manera escalofriante, en la historia estadounidense y cada vez más en el presente del país.
Esta nueva ortodoxia –lo que el escritor Wesley Yang ha descrito como la “ideología sucesora” del liberalismo– está enraizada en lo que el periodista Wesley Lowery llama “claridad moral”. Lowery le contó al columnista especializado en medios Ben Smith que el periodismo debe reconstruirse alrededor de esa claridad moral, lo que significa acabar con su intento de ver todos los lados de una historia, cuando solo hay uno, e incluso olvidar el intento de alcanzar la objetividad (a pesar de lo inalcanzable que ese ideal pueda llegar a ser). ¿Y cuál es la creencia fundacional en la que se basa esa claridad moral? Que Estados Unidos es un país sistemáticamente racista y un proyecto supremacista blanco desde el principio y que, como dice Lowery en The Atlantic, “el sistema judicial –de hecho, todo el experimento estadounidense– estaba diseñado desde el principio para perpetuar la desigualdad racial.” (Wesley Lowery se quejó en Twitter de esta caracterización de sus opiniones).
En una sociedad abierta y liberal, y especialmente en una con un pasado tan oscuro de terror racial y un presente tan desigual, es necesario airear esta tesis. Pero es una tesis que también merece ser cuestionada e interrogada. Hay parte de razón en ella, y es una verdad que debemos comprender mejor y con la que tenemos que empatizar. Pero también hay otra gran cantidad de verdades que ignora o elude o simplemente niega.
Esta tesis sostiene que Estados Unidos es esencialmente un proyecto de opresión y no de libertad. Considera que, de hecho, todos los ideales sobre libertad individual, libertad religiosa, gobierno limitado e igualdad de todos los seres humanos eran un engaño para cubrir y justificar y extender la esclavización de seres humanos bajo la ficción de la raza. No es que estos valores compitieran con el veneno de la esclavitud, un veneno que finalmente derrotaron, en una guerra civil épica y sangrienta cuyas víctimas fueron abrumadoramente blancas. Es que, según esta tesis, el sistema liberal es en sí mismo una forma de supremacismo blanco, y por eso la desigualdad racial sobrevive y por eso los valores centrales del liberalismo y sus instituciones no pueden reformarse y solo cabe desmantelarlos.
Esta visión del mundo tiene realmente “claridad moral”. Lo que le falta es complejidad moral. Ningún país puede reducirse a un solo prisma y ser juzgado a partir de él. La sociedad estadounidense es mucho más compleja y su historia es más contingente de lo que expresa este relato. Ningún grupo racial es homogéneo y cada individuo tiene voluntad. Nadie es completamente una víctima o completamente privilegiado. Y ya no nos define ser blancos o negros; somos un país que es hogar de todas las razas y etnias, desde Asia hasta África, de Europa a América del sur.
Un país que aspira activamente a atraer inmigrantes que son hoy un 82% no blancos no puede estar definido principalmente por su supremacía blanca. Tampoco un país que ha vivido un crecimiento histórico de una clase media y alta negra, una mejora de la educación y las condiciones de trabajo de las mujeres negras, un presidente negro alabado durante dos mandatos, una intelectualidad negra boyante, alcaldes negros exitosos y gobernadores y miembros del Congreso, una alta cultura y una cultura popular fuertemente influidas por la experiencia afroamericana. Tampoco un país en el que los inmigrantes no blancos están alcanzando rápidamente a los blancos en renta y donde algunas minorías ganan ahora más que los blancos.
Y sin embargo esta cruda hipérbole sobrevive. En una columna reciente en el New York Times había una noticia sobre el intento de purgar a un profesor de economía por no apoyar adecuadamente las protestas de las últimas semanas. Contenía la siguiente frase para explicar las investigaciones que existen sobre la desigualdad racial: “Las revistas académicas sobre economía están todavía llenas de artículos que hacen énfasis en las diferencias en educación, crianza o incluso cociente intelectual en vez de en la discriminación o barreras estructurales.” Pero ¿por qué estos caminos de investigación son mutuamente excluyentes? ¿Por qué la cuestión de la desigualdad racial no puede ser algo complicado, que implica factores sociales, económicos y culturales que operan junto a una discriminación permanente? ¿Y no sería de ayuda centrarnos en esas cuestiones específicas en vez de considerar que todos los problemas a los que se enfrentan los afroamericanos forman parte de una lucha insuperable contra el odio de los blancos?
La crudeza y certeza de este análisis no es cualquier cosa. Es una refutación obvia de la historia de América que contó Barack Obama, la historia de un proyecto en desarrollo que es imperfecto pero inspirador, y que poco a poco va incluyendo a todos y les da las mismas oportunidades, y poco a poco va uniendo a las razas, en vez de polarizarlas. De hecho, hay más dogmatismo en esta ideología que en la mayor parte del catolicismo estadounidense. Y más intolerancia. Si cuestionas una parte importante de ella, se ponen en duda tu integridad moral y tu humanidad. No existe ni siquiera un pequeño espacio liberal en este movimiento revolucionario para el desacuerdo sincero y respetuoso, que vaya más allá de la identidad de cada uno, y ni siquiera se permite la exploración sin prejuicios. De hecho, existe una feroz campaña, cada vez más evidente, para reprimir la disidencia, enfriar el debate y purgar a los que hacen preguntas, y para destruir a la gente que se niega a tragarse entera esta ideología reduccionista.
Esta ortodoxia no solo consiste en suprimir las opiniones disidentes y señalar a quienes las defienden. Insiste en que, de hecho, cualquier cosa que vaya contra ella es en sí misma una forma de violencia contra los oprimidos. La razón por la que los miembros de la redacción del New York Times defenestraron al director de opinión James Bennet es que, según ellos, ponía en peligro las vidas de los periodistas negros del periódico al publicar un artículo del senador Tom Cotton, que pedía el uso del ejército para acabar con los saqueos, la violencia y el caos, si las autoridades locales no podían. Según la ortodoxia, esas palabras en una página tenían el mismo efecto que una amenaza física a la vida; es precisamente el mismo argumento que usan muchos estudiantes en universidades de élite para protegerse a sí mismos de las opiniones que puedan resultarles molestas. Pero, como dije hace dos años, ahora todos vivimos en un campus universitario.
En este mundo maníaco y maniqueo no te permiten ni siquiera un espacio para decir lo que sea. “White Silence = Violence” (El silencio blanco es violencia) es un eslogan que los manifestantes cantan y ponen en sus pancartas. Recuerda mucho a los Estados totalitarios, donde tienes que competir por mostrar tu lealtad a la causa. En las últimas semanas, si no colocabas una especie de eslogan en Instagram o Facebook que mostrara tu conciencia política, te convertías automáticamente en sospechoso. Esa actitud sectaria también se veía en la gente que cortaba todos sus contactos con sus propias familias si no despertaban y veían la verdad y repetían sus fórmulas. Ibram X. Kendi insiste en que en nuestra sociedad no caben la neutralidad o la reticencia. Si no estás haciendo un “trabajo antirracista” eres ipso facto un racista. Y por “trabajo antirracista” quiere decir aceptar completamente esta visión de la sociedad humana y la historia estadounidense, integrarla en tu propia vida, confesar tu propio racismo y mostrar públicamente tu apoyo continuo.
Por eso en las últimas semanas ha habido tantos individuos disculpándose públicamente sobre su vida pasada y prometiendo “hacer los deberes” y desmantelar de manera más activa las “estructuras de opresión”. Por eso la América corporativa se ha sumado rápidamente a esta ideología y la exhibe públicamente para mostrar su lealtad. Si haces eso, y lo haces de manera enfática, puedes exhibir tus virtudes a tus clientes y quizá hasta te dejen en paz. O no. No hay nadie más sospechoso para este movimiento que el individuo insincero, la persona que, según el movimiento, está simplemente escenificando estas promesas públicas y no se las toma en serio. Cualquier aspecto de la vida, cualquier palabra que pronuncies o escribas, cada tuit que envías, cualquier conversación privada que puedas haber tenido, cualquier email que hayas enviado, cualquier amigo que quieras es un ejemplo de tu racismo o de tu antirracismo. Y por eso unos seres humanos llenos de defectos son vilipendiados, acusados y perseguidos públicamente, para así acabar con el mal estructural que representan.
Si argumentas que buena parte de esta ideología es farfulla posmoderna, te conviertes en alguien culpable de “fragilidad blanca”. Si dices que no eres frágil, y simplemente discrepas, eso prueba tu fragilidad. Es el mismo argumento circular que se usaba para quemar brujas. Y tiene el mismo trasfondo religioso. Estar concienciado, woke, es despertar ante la verdad, la verdad cegadora de que la sociedad liberal no existe, de que todo es una forma de opresión o resistencia, y que no existe una tercera opción. O estás con nosotros o te arrojamos a las tinieblas.
Y aquí es donde Havel tiene algo que decir. En su ensayo, cita a un verdulero que ha puesto un letrero en su ventana: “Trabajadores del mundo, ¡uníos!” Si no lo hubiera puesto, le habrían preguntado por qué. Un vecino le podría haber denunciado por falta de entusiasmo ideológico. Un empleado amargado podría haber intentado despedirlo por su reticencia. Y el eslogan se convierte, con el tiempo, no tanto en un mensaje de adhesión como en un intento de protegerse. La gente que vive bajo esta ideología “debe vivir dentro de una mentira. No es necesario que acepten la mentira. Es suficiente con que acepten su vida con ella y en ella. Porque a través de este simple hecho, los individuos confirman el sistema, lo completan, lo construyen, son el sistema”.
Por suerte, somos mucho más libres que Havel bajo el comunismo. No tenemos policía secreta. El Estado no exige una adhesión a su doctrina. Y es verdad que este país tiene que reflexionar profundamente sobre el legado del esclavismo y la segregación. Está bien que este movimiento nos haya hecho más conscientes de la oscuridad del pasado, y ya era hora. Pero al insistir en que estamos completamente definidos por esa oscuridad, adopta la crudeza de una especie de doctrina evangelista, con sus mismas penalizaciones a los desobedientes. Tenemos a compañeros de trabajo deseosos de usar su ideología para purgar a otros trabajadores. Tenemos a empleadores que exigen la asistencia a seminarios y conferencias para promover esta ideología. Tenemos a periodistas (qué sorpresa) que leen con atención el trabajo de otros escritores, o su pasado, para meterles en problemas, para que sean penalizados o incluso despedidos. Tenemos a profesores de universidad firmando peticiones para eliminar de sus departamentos a aquellos pocos que no se han subido completamente al carro. Tenemos departamentos de recursos humanos que han adoptado totalmente esta ideología y la están imponiendo como una condición para la contratación. Y tenemos a turbas en Twitter acosando y sometiendo a la gente.
El liberalismo no es solo un conjunto de reglas. Tiene también un espíritu. Es un espíritu que cree que hay esferas de la vida humana que están más allá de la ideología: la amistad, el arte, el amor, el sexo, el estudio, la familia. Es un espíritu que no busca imponer una ortodoxia sino abrir las posibilidades de la mente y el alma humanas. Es un espíritu que aspira a la claridad moral pero sabe que es una tarea muy dura, que la vida y la historia son complejas; una sociedad realmente liberal necesita comprender esa complejidad para poder avanzar. Es un espíritu que trata con argumentos –no personas– y contrasta esos argumentos a través de la lógica, no del insulto. Es un espíritu que permite que diferentes ideas se enfrenten y evolucionen, y trata a los ciudadanos como iguales, más allá de su raza, en vez de insistir en una igualdad para unos grupos raciales designados. Es un espíritu que a veces se complace en el error, porque le ofrece la oportunidad de descubrir lo que es correcto. Y es generoso, con sentido del humor, y defiende con elegancia su amor por el debate y la discusión. Es un espíritu que te proporciona un espacio para pensar y reflexionar y deliberar. Twitter, por supuesto, es la antítesis de esto, y su tendencia a la turba y la intolerancia, combinada con el pánico moral, es algo, sinceramente, aterrador.
“No nos da miedo confiarle a la población estadounidense hechos incómodos, ideas nuevas, filosofías extrañas y valores competitivos”, dijo una vez el presidente Kennedy. “Porque un país que tiene miedo de permitir que sus ciudadanos juzguen la verdad o falsedad en un mercado abierto es un país al que le da miedo su propia gente.” Mantengamos ese mercado abierto. No nos dejemos intimidar por aquellos que quieren cerrarlo. ~
Traducción del ingés de Ricardo Dudda. Publicado originalmente en New
York Magazine.