La literatura diaspórica venezolana –como llamamos con bíblica elegancia a aquella que se está produciendo fuera del país– genera un problema y un colapso material, a espaldas de aquello que se metaforiza a través de textos narrativos, poéticos, ensayísticos o dramatúrgicos. Más allá de ese patrimonio escritural se encuentran los archivos de los escritores: los de quienes se han desplazado, pero también los de quienes se han quedado y están –estamos– a expensas de las grandes y pequeñas catástrofes del país. De esos archivos me interesa la irreparable fractura del patrimonio íntimo de los autores y, por tanto, de la memoria e historia de la literatura venezolana.
Cuando hablo de archivos hablo de los repositorios más personales. Aquellos que quizás atesora cualquier ciudadano común, pero que en el caso de los escritores son parte indispensable de su obra, pues llegan a ser la obra misma. Fotografías, manuscritos, epistolarios, diarios, cuadernos, libretas, recortes de periódicos o revistas, informes médicos, documentos en los que constan premios, participación en eventos, papelitos con anotaciones, objetos que son huellas de una vida (lentes, radiografías, los primeros zapatos, un mechón de cabello).
En Venezuela no hemos sido recolectores cuidadosos de las minucias de la literatura. No hay archivos que curucutear (o, si los hay, son privados e inaccesibles) ni casas de escritores por visitar (pienso en la de Ramos Sucre en la ciudad de Cumaná y no recuerdo otra; la del poeta Elías David Curiel se desplomó en la ciudad de Coro). Siempre creímos que eso era asunto del porvenir, de hijos o nietos, de institutos abocados al patrimonio, o de nadie, por aquello de que hay que vivir el presente y de que solo archiva a conciencia quien se sabe vecino de la enfermedad y la muerte.
Me detengo en la idea que ha desarrollado el académico y escritor venezolano Javier Guerrero en su libro Escribir después de morir. El archivo y el más allá (Metales Pesados, 2022), al señalar que el archivo “excede su condición funeraria y en él pueden producirse formas de vida y permutaciones somáticas capaces de desafiar la tajante división entre vivir y morir, inclinadas a emancipar la coincidencia entre el fin material del autor y el cese de su escritura”. Es decir, los archivos siguen dando testimonio aún después de la muerte del autor y más allá de su obra. Por eso Guerrero habla de “morir de archivo”, que es “justamente organizar una nueva vida a distancia, es procurar deshacer la clausura de la tumba, es permitirse postergar las formas que no eran posibles, por muchas razones, durante lo que hemos denominado y seguimos llamando vida”.
Los escritores migrantes no siempre pueden detenerse en poner a buen resguardo su archivo personal. Es tan hondo el quejido de sus bibliotecas abandonadas a la fuerza y el exigente dolor que de por sí significa partir –“partir / es siempre partirse en dos”, escribió Cristina Peri Rossi– que el archivo raramente cabe todo en cajas y maletas, se extraña o necesita mucho después de la migración, cuando es tarde o, peor aún, cuando ya es puro olvido.
Pero ¿de qué archivos hablamos cuando hablamos de escritores venezolanos, migrantes o no?, ¿quién se preocupa por ordenar su propio archivo para que no sean otros los que dispongan qué va o no a la basura?, ¿cuándo es el momento preciso para temer el caos, la persecución final, el colapso?, ¿quién, si no piensa migrar, consigue una vida libre de papeles inútiles?, ¿cuántas familias o albaceas de escritores buscan preservar su legado y cuántas lo hacen bien? Pocas. Poquísimas. Y no siempre con bondades genuinas. Ya ni hablemos de políticas públicas, de una biblioteca que preserve manuscritos y objetos personales contemporáneos, una fonoteca que resguarde la voz de los poetas, un archivo más allá de la historia oficial o la gran historia fundacional.
Para escribir estas páginas hice un sondeo entre algunos escritores amigos que han migrado en la última década, cuyos testimonios comparto a continuación. A la mayoría le costó comprender que solo preguntaba por su archivo personal y hablaron de inmediato de sus bibliotecas rotas y desamparadas. Es comprensible, toda biblioteca es autorretrato. Y duele.
Leonardo Padrón, poeta, narrador y guionista, hoy en Netflix, viajó en 2017 a Miami por diez días y nunca más pudo volver. No llevaba ni siquiera su laptop: “Todo se me quedó en Venezuela. Progresivamente he ido recuperando algunas cosas. Siempre pensé que las tendría conmigo en un mes, en dos meses, en ocho meses, el año que viene, y eso se ha ido alargando de una manera absolutamente inquietante. He ido pasando de la desazón y la nostalgia a la desesperanza y la resignación. El ser humano está hecho de pérdidas y pequeños y grandes duelos, pero después vino un duelo del tamaño de un país y un hábitat emocional. Entre ellos está el duelo por los fragmentos que también hacen a un escritor. Lo he asumido con el mismo estoicismo con el que he asumido otras pérdidas aún más significativas. Trato de no pensar mucho en todo lo que quedó en alguna libreta Moleskine, de las que soy fanático: semillas de poemas, embriones garrapateados de alguna historia para la televisión, artículos de opinión pincelados. Supongo que algún día los recuperaré y no sé si ya el tiempo los habrá convertido en pésimas ideas que se quedaron donde tenían que estar o, por el contrario, me encontraré con el germen de poemas, historias, ensayos que merecen volver a vivir.”
El poeta Alexis Romero, que está en Buenos Aires, cargó con algunos documentos y el resto lo echó al fuego. ¡Al fuego!, me aclara: “De cada diez documentos, nueve fueron cenizas. Los CD de la música que siempre me acompaña los arrojamos a la basura. Mi colección de revistas quedó en cajas en la puerta de la casa, y en la noche el camión de la basura se las llevó. Todo muy raro, porque ese camión se llevó mucho de mí. Así ando. No es nostalgia, apego; son los materiales que me han permitido ir siendo más humano, más persona que va labrando su dignidad.”
El narrador y poeta Fedosy Santaella, desde Ciudad de México, explicó que pudo llevarse todo su archivo más personal: “Es curioso que una de las cosas más importantes de tu vida, la que da constancia del sentido de tu vida, quepa en una sola caja.”
El narrador y gerente cultural Antonio López Ortega, residenciado en las islas Canarias, consiguió la gran excepción de donar todos sus libros y el gran tesoro de su epistolario a la biblioteca de la Universidad Católica Andrés Bello. El resto del archivo se lo ha ido llevando poco a poco cuando ha vuelto a Venezuela: “Extraño todos los días cosas de ese archivo: unas líneas de José Saramago, las primeras cartas que recibí de Eugenio Montejo cuando yo vivía en París. Para los escritores, que estamos acostumbrados a guardar una memorabilia, esto es muy difícil.”
La poeta Eleonora Requena, desde Argentina, contó que se llevó algunos manuscritos y cuadernos; los recortes de prensa los escaneó como mejor pudo y los subió a la nube. También se llevó sus propios libros y antologías donde está incluida su poesía: “Las emociones de pérdida las comencé a manejar desde el momento en que empecé a empacar mis cosas y tuve que escoger qué traer y qué no. Luego aquí en Buenos Aires he hecho memoria sobre el archivo, y sobre la biblioteca en sí, y siempre faltan un libro o un dato irrecuperable.”
La poeta y editora Claudia Noguera Penso migró a Miami hace ocho años y pudo llevarse consigo todo lo que quiso. Confiesa que, de todas maneras, no ha vuelto a abrir sus archivos: “Siento que esas cajas forman parte de una vida pasada irrecuperable, pero al mismo tiempo siento tranquilidad por tenerlas cerca. De los archivos que quedaron en Venezuela me he ido desprendiendo con los años de exilio, a veces me cuesta recordar qué se vino y qué se quedó.”
El narrador Gustavo Valle cuenta, desde Buenos Aires, que no se llevó nada porque no sabía que iba a estar tantos años lejos y porque cree que la emigración debe hacerse ligero de equipaje y pensando en construir nuevos archivos. Sus cosas siguen en cajas en casa de su madre en Caracas: “No los he vuelto a mirar al menos hace veinticinco años. Me emociona pensar que aún están ahí, y me imagino que el día (si es que llega) en que me siente a revisarlos, lloraré como un niño.”
Las mudanzas van dejando huecos en nuestra psique, en el tejido social y en la ciudad, esa osteoporosis urbana de la que habla Lorenzo González Casas y que es, además, una metástasis de la desesperanza. Las ciudades venezolanas están salpicadas de habitaciones detenidas en el tiempo. Vuelvo a Javier Guerrero: “El archivo, por lo tanto, se abre más allá de los controles nacionales, las ansiedades locales y se ubica por fuera de las condiciones que amenazarían su materialidad, y sus potenciales sobrevidas. El archivo es un amparo desterritorializado, cuenta con la posibilidad de gestarse al margen de su negación vernácula.”
¿Qué archivos hablarán de nosotros si no estamos construyendo compendios personales ni públicos?, ¿qué preservar si la política orientadora en Venezuela es destruir y pasar página?, ¿qué archivo será capaz de salvarnos de lo efímero, lo irreal, el asedio, el olvido?, ¿qué importa un archivo si lo fundamental –yéndonos y también quedándonos– es sobrevivir a un presente inmediato y maltratador, a los sobresaltos del alma, al cada vez más amenazante y borroso futuro? ~