Hiperliderazgo: ¿De qué estamos hablando?

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Los cambios sociales y políticos globales de los últimos años han convertido en caduco parte de nuestro vocabulario. Nuevos términos y locuciones pueblan la discusión global, intentando con más o menos éxito captar nuevas realidades. En demasiadas ocasiones, aun así, se ha hecho poco esfuerzo por acotar de manera precisa los límites de tales conceptos. La discusión sobre qué son el populismo o el extremismo son claros ejemplos. Explicar el cuestionamiento transnacional y transversal de modelos de organización del poder público y de la función de la política como ordenadora de prioridades sociales nos fuerza a la búsqueda de nuevos conceptos o de nuevas definiciones para viejas locuciones.

El propósito de este artículo es ofrecer una definición funcional de hiperliderazgo que nos permita aproximarnos a un fenómeno importante pero difuso en la escena política global. El término hiperliderazgo apela a un modelo de liderazgo político que, si bien como veremos no es necesariamente nuevo, se ha popularizado recientemente. Parece existir por tanto una intuición compartida de la existencia y consolidación de un nuevo tipo de manera de ejercer el poder político cuyos límites están todavía por fijar. El reto por delante es ofrecer una descripción que nos permita diferenciar el hiperliderazgo de otros conceptos relacionados, principalmente el populismo y el autoritarismo.

El hiperliderazgo es un fenómeno político democrático. Una respuesta que se ofrece desde el liderazgo de un gobierno a los desafíos y retos que plantean situaciones de urgencia decisionista o, como sucede ahora, momentos de crisis estructural del modelo democrático.

Estamos, por tanto, ante una respuesta personalista y carismática que no cuestiona la democracia ni pretende alterarla en sus ejes de legitimidad. Respeta sin tapujos la institucionalidad liberal, los principios formales y la complejidad de la organización descentralizada y racional del poder que acompaña su funcionamiento. Cree en todo ello, aunque desde la consciencia pragmática de que la democracia liberal, al estar sometida a urgencias excepcionales, necesita un plus de liderazgo que supla las disfuncionalidades operativas y los déficits de respuesta que la institucionalidad arrastra de acuerdo con sus modelos de gestión más o menos burocratizados.

Un ejemplo que menciona Paul Virilio en La administración del miedo puede ayudarnos a entender mejor el fenómeno que analizamos. Cuando en mayo de 1940 Churchill reúne su gabinete de crisis en medio del desastre de Dunkerque, pide a los jefes de su estado mayor una nota que respondiese a la pregunta sobre qué hacer. El primer ministro inglés no quería nada más que una cara. Cuando el primer lord del Almirantazgo le entrega su respuesta en una hoja escrita por las dos caras, Churchill le reprende y le dice: “He sido también lord del Almirantazgo. Le he pedido una cara. Quiero su nota en un cuarto de hora”.

La actitud que Winston Churchill muestra aquí es la de un hiperlíder. Alguien que es plenamente consciente de la responsabilidad que tiene que desempeñar como jefe de un gobierno democrático. Un líder que sabe que está afrontando un momento decisivo para la supervivencia de Gran Bretaña y su democracia. Confía en la competencia deliberativa de sus subordinados, pero los coordina y supervisa con la intensidad carismática de quien, respetando la competencia de los expertos, no delega en ellos sino que es consciente de que a él le corresponde, en última instancia, acertar o equivocarse en el manejo de situaciones que pueden comprometer la estabilidad final del país.

Este ejemplo nos permite mapear el perímetro esencial del hiperliderazgo y ver que en sus aspectos más básicos no es nuevo, aunque en la actualidad ha evolucionado y se ha adaptado a los retos que mencionábamos al principio. En este sentido, hiperlíderes han existido en otros momentos de la historia de la democracia. Ya hemos visto a Churchill en ese papel, pero también podríamos mencionar a otros en la historia de la democracia de los dos últimos siglos que reúnen algunos de los rasgos que analizaremos al definirlo con más precisión: Lincoln, Clemenceau, Ebert, Azaña, Roosevelt, De Gaulle, Adenauer, Kennedy, Thatcher, Soares, Kohl, González, Blair u Obama.

Hablamos siempre de un fenotipo democrático. Un perfil de liderazgo que marca diferencias con el populista, el cesarista y el demagogo, que participan de una legitimidad democrática de origen pero que, sin embargo, su personalidad y su gestión acaban comprometiendo. La razón está en que, llevados por una agenda más o menos explícita de cambiar o sustituir la institucionalidad liberal a su antojo o provecho, el desenlace es siempre el mismo: dañan la normalidad institucional de la democracia al forzar los ejes de su legitimidad y fundamentación. Inyectan en ella toxicidades que acaban desfigurando el imperio de la ley o la separación de poderes; cuestionando el modelo de representación, la vigencia de los derechos o el pluralismo; o degradando la atmósfera de libertad y tolerancia que organizan la convivencia.

Pero el hiperlíder también se distingue de líderes democráticos fuertes, con una visión personalista que proyecta rasgos psicológicos más o menos autoritarios que eluden la deliberación y descuidan la confianza en la institucionalidad, aunque no pretendan cuestionarla o reformarla. Se autointerpretan con rasgos carismáticos que denotan ciertas inestabilidades de carácter que salvan con sobreactuaciones de liderazgo que acaban dañando su gestión. Se sobrerrepresentan las capacidades del líder frente a las de cualquier otro partícipe del proceso de toma de decisiones. Ante ideas que quizás no son suyas, o ejerce capacidad de veto o se las atribuye. Hablamos de políticos como Aznar, Schröder, Sarkozy, Reagan, Menem o Bush Jr.

El hiperlíder quiere parecerse a una especie de superhéroe democrático. Sabe que la democracia está amenazada por la presión de los populismos y por dislocaciones sociales que proyectan malestares, tensiones e incertidumbres que requieren decisiones rápidas y empáticas que frenen las constantes hemorragias de legitimidad que desestabilizan la institucionalidad liberal. Por seguir con el ejemplo, es un superhéroe que quiere combatir a los villanos con eficacia pero sin ser ni convertirse en uno de ellos. Por eso, se aproxima a los métodos del cesarismo o el populismo e, incluso, incorpora golpes de efecto demagógicos o autoritarios, pero sin rebasar nunca las líneas rojas que impugnan la democracia ni asumir los fenotipos políticos que acabamos de mencionar.

La actualidad del hiperliderazgo está relacionada con el escenario posmoderno que vivimos. El estallido de la emocionalidad, el descrédito de la política formal, la fragilidad de los partidos, la pixelación de los electorados, la debilidad de las formas tradicionales de comunicación de mensajes y la eclosión de las redes sociales resignifican la idea de hiperlíder. Le atribuyen un contenido espectacular y condicionado por la experiencia del tiempo real que implica una serie de rasgos que analizaremos a continuación.

El hiperliderazgo tiene cierta tendencia a la simplificación de los problemas políticos y sociales, que permea además en las soluciones que propone. La simplificación del pensamiento es consecuencia de la primacía de la tesis de McLuhan de que el medio es el mensaje. La política hoy requiere soluciones directas y rápidas que desactiven los problemas sin formulaciones complejas. El hiperlíder no pretende explicarse sino comunicar bien. Esto significa no enredarse en un pensamiento que obligue a análisis o razonamientos profundos. El hiperlíder simplifica los mensajes porque facilita la comunicación y contribuye a que los ciudadanos sientan que la política que encarna les resulta próxima, aunque no resuelva nada. Pero la simplificación no está reñida con la ausencia de ideas ni con la falta de pensamiento o relato. Las ideas se esgrimen en sus términos más básicos y directos para facilitar la cercanía y evitar filtros de intermediación que alejan los mensajes de la gente. En algunos casos, incluso, un aumento en la frecuencia y profundidad de la actividad comunicativa viene a sustituir la acción de gobierno o, como mínimo, a situarla en un dudoso segundo plano. La audiencia comunicativa –fundamentalmente la digital– es a la que le prestan mayor atención: encuentran allí factores legitimadores de su acción más personalista de gobierno y les sirve como el mejor punto de toma de presión de los problemas sociales.

El hiperlíder transmite emociones, aunque sin abusar de ellas. Es consciente de que en la comunicación posmoderna es fundamental ser emocional si se quiere proyectar veracidad y sinceridad. Hace de ello un factor diferencial: la comunicación emocionalizada orbita alrededor de la prioridad que es la construcción y consolidación de la marca personal. Los sentimientos y la forma en la que se manifiestan son una seña de identidad para él o ella. El hiperlíder nunca puede ser ajeno al dolor y al malestar de quienes constituyen el pueblo. Tampoco al entusiasmo. Ha de mostrarse humano y relajar la formalidad y el distanciamiento. La piel de la política es la emoción y exponerla al tacto de la gente es esencial si se quiere comunicar bien. Cómo se administre será fundamental para no caer ni en la demagogia ni en el populismo.

El hiperliderazgo se apoya en intuiciones que se explican dentro de un proceso de racionalidad carismática. Decimos racionalidad porque no se trata del cultivo de la genialidad irracional propia de las artes, sino de ese don del que hablaba Isaiah Berlin en El sentido de la realidad, que es “un don particular de usar su experiencia y la observación para adivinar con fortuna cómo resultarían las cosas”. En este don el hiperlíder encuentra un aliado que refuerza su perfil carismático y lo desliza hacia la percepción por parte de quienes le rodean de que existen en él dotes de genialidad que, incluso, pueden ser heredadas, tal y como sucede con hiperlíderes que son hijos o familiares de sagas políticas. La política se transforma en un ejercicio de brillantez que, en cierta forma, reduce el espacio para que colaboradores y otros actores políticos ofrezcan opiniones disonantes. La racionalidad carismática integra todo tipo de pareceres en su evaluación pero, una vez el hiperlíder las evalúa y decreta unilateralmente el curso de acción adecuado en base a su genialidad, todo elemento contrario es tachado de incorrecto o inapropiado.

No hay hiperliderazgo sin una estética que acompañe la puesta en escena que rodea siempre la espectacularidad de sus decisiones. En el hiperlíder siempre hay interpretación porque todo en él es comunicación. Y si se quiere comunicar bien hay que delimitar unas coordenadas plásticas que acompañen los mensajes y refuercen la confianza que se busca suscitar en sus receptores. Mensaje y medio van de la mano en él a la perfección. Especialmente porque el carisma del hiperlíder despliega un lenguaje y una imaginería posmoderna que lo sitúa por encima de la imagen de sus rivales o del común de los mortales que se desenvuelven en la política. La gestualidad y su estilo son parte del texto, del mensaje del hiperlíder. El estilo joven y desenfado, aunque con elegancia en las maneras, le confiere una sobriedad que refuerza la sensación de estar ante un líder distinguido pero no atildado ni envarado.

Los hiperlíderes suelen estar encantados de serlo y disfrutan de la liturgia asociada al poder. El liderazgo no se ejerce de manera discreta y mucho menos desde la sombra: el poder se vive y así se muestra cada vez que hay oportunidad. Se recrean en la parte más visual del ejercicio del poder: vocación discursiva, participación en acontecimientos de marca de estatus, etc. Además, el esteticismo se manifiesta también en la gran importancia que adquiere el gesto frente a la acción/decisión. Toman prioridad los asuntos en la agenda que son fácilmente traducibles en victorias comunicativas y performances de gran impacto. Incluso cuando se toman decisiones, se opta recurrentemente por gestos de naturaleza simbólica que no necesariamente responden a la voluntad de una gestión efectiva del problema en cuestión.

De todo lo dicho hasta aquí puede deducirse que el objetivo principal del hiperliderazgo no es la gestión política conforme a un relato que interprete cómo resolver eficazmente los problemas del país de acuerdo con un programa de gobierno vinculado a unas siglas de partido. No, su objetivo principal es gestionar la complejidad del momento por el que transcurre la crisis decisoria de la democracia sin que esta colapse y se bloquee la acción, que muchas veces es más un control de daños que una acción propiamente dicha. El hiperlíder ve en la pasividad y la lentitud políticas actitudes perjudiciales para las exigencias que plantea la democracia. El hiperlíder busca la acción y espera acertar con ella. Sin embargo, se cuida de no pasar por eficiente y sí por responsable. De ahí que ante la sensación que prende en la opinión pública de que las democracias arrastran cada vez más un lastre de parálisis inoperante el hiperlíder, precisamente, lo suple con su activismo y con una predisposición emocional a exponerse a un cuerpo a cuerpo con los problemas de la sociedad. Esto le permite, aunque no acierte en la solución, transmitir a la opinión pública que él está en sintonía con ella al palpar sin intermediarios sus dificultades.

Es aquí donde se acerca al populismo. En una aproximación casi teológica al poder, el líder se presenta a sí mismo como excepcional y al resto de actores políticos como caducos y corresponsables de esa crisis decisoria de la democracia. Él o ella ha descubierto la fórmula mágica para hacer frente a los problemas político-sociales y pretende evitar toda rémora que se interponga en el camino de aquello que es necesario hacer. El hiperlíder se convierte así en el gestor necesario en un estado de excepción. Si el sistema democrático está amenazado, su salvaguarda exige que se pueda llevar la gestión política a sus límites en un clima de urgencia. Una vez corregida la situación, y superado el desafío existencial, el hiperlíder pierde su razón de ser.

El hiperlíder desarrolla así también muchos de los rasgos que han acompañado a los liderazgos fuertes en la historia de la democracia pero los readapta al lenguaje político de hoy. Eso hace que no sea autoritario, pero sí intenso. Adapta, como hemos visto, el modelo carismático weberiano a la posmodernidad y a sus exigencias de narrativas emocionales basadas en la imagen. Y así, nos encontramos ante un liderazgo fuerte e intenso que respeta la institucionalidad liberal pero que comprende que hay urgencias decisionistas y estrategias de comunicación que han de abordarse sin demasiada complejidad y con altas dosis de personalismo para hacerse más creíbles ante la opinión pública.

Finalmente, hay un vector que opera transversalmente sobre muchos de los razonamientos que se han esgrimido aquí y que es la relación que tiene el hiperlíder con el tiempo. Sobre todo porque una de las claves que pesan sobre él es que necesita, para ejercer el hiperliderazgo con éxito, que transmita que es confiable de forma constante. Algo, por cierto, que debe construirse en tiempo real. Esta circunstancia hace que viva dentro del perímetro de una inmediatez agotadora y estresante de la que no puede salir. La obsesión por el tiempo lo fuerza a vivir en un eterno presente. Se trabaja para conseguir éxitos rápidos, uno tras otro en sucesión interminable, ya que la aceleración de la política renueva continuamente la agenda de temas ante los que reaccionar. Las victorias políticas, además, al ser caducas, han de ser constantemente renovadas. El hiperlíder entiende que su crédito y legitimidad son efímeros y por tanto no puede dejar pasar ninguna oportunidad para su renovación. Está siempre de guardia, agotando a sus equipos y forzándolos a una urgencia decisionista que no da tregua. ~

El artículo original forma parte de la publicación Hiperliderazgos editada por CIDOB e Ideograma.

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(Santander, 1966) es consultor, escritor y profesor universitario. Su libro más reciente es 'El liberalismo herido' (Arpa, 2021).


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