La rendición de la torre de marfil

En 1913 la filosofía parecía haber alcanzado un grado de rigor y precisión solo comparable a los de la ciencia empírica, a costa de alejarse de la sociedad. A la par de trazar la historia de esta tensión entre el aula y la plaza pública, el presente ensayo hace una defensa de la filosofía analítica, que supo apostar por la racionalidad en medio del caos.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

El siglo XX despertó con una urgencia filosófica: arraigar en el conocimiento verdadero; es decir, al modo de la ciencia. Y había dos caminos: la ciencia empírica y la lógica y matemáticas. Dicho de otra manera: hay dos modos válidos de conocimiento: empírico y formal. ¿Otra formulación? Sintético y analítico. Uno habla del mundo, los hechos, los objetos, y es verificable mediante observación y experiencia; el otro muestra las formas necesariamente verdaderas, por el significado mismo de sus términos: una operación aritmética es igual en todo tiempo, en todo lugar, y no depende del tiempo ni del espacio. Pero hay que articular ambos modos, analítico y sintético que, siendo verdaderos y necesarios, tendrían que concordar. Lo demás es metafísica, una enfermedad de la que es preciso curar a la humanidad. A eso se dedicaron, por ejemplo, el Círculo de Viena, y los filósofos de lengua inglesa, que la tradición dio en llamar “analíticos”.

En 1913, Einstein anuncia que trabaja en la teoría del campo unificado y Bohr publica su modelo del átomo; Freud, Tótem y tabú, que sigue todavía bajo la indagación al modo científico. En ese año también se publica el tomo tercero, final, de una obra mayúscula que señalaba la gran confianza en el conocimiento: los Principia mathematica, de Bertrand Russell y Alfred N. Whitehead.

Aquel grandioso optimismo duró muy poco. El conocimiento científico no solo no nos exime de nuestra bestialidad sino que, al año siguiente, en 1914, estalló la Primera Guerra y el resultado del conocimiento objetivo se precipitaba en bombas y gases venenosos. El jardín de la ciencia vuelto lodazal y los frutos, cadáveres. De ahí surgía una desconfianza radical en la propia humanidad. El absurdo, el surrealismo, las vanguardias estentóreas y, en filosofía, la sospecha y el resentimiento. Además, desde adentro, los deliquios analíticos y las confianzas entre la lógica formal y las matemáticas se vienen abajo en un par de teoremas de Kurt Gödel. Poco después, Werner Heisenberg da por terminados los escarceos matrimoniales de los campos unificados, y Wittgenstein deja boquiabierta a la comunidad filosófica con su Tractatus logico-philosophicus… y los límites del conocimiento colindan con los del significado, lo que se puede decir y lo que no, y la final futilidad. Más de un grande creyó que la filosofía se había acabado.

Pero el camino recorrido por los empiristas y los lógicos era demasiado valioso, aunque fuera de difícil subida. Los llamados filósofos analíticos y su cauda han dado a la historia de la filosofía su tradición más perfeccionada y, con frecuencia, más aburrida. Pero han sido los defensores del conocimiento válido, en contra de un río caudaloso donde flotan fantasmas, resentimientos, ideologías, de pronto un refrigerador o una vaca muerta.

La historia es complejísima, pero para trazar una línea, digamos que unos, los analíticos, son hijos del 13. Los otros serían entonces vástagos del 14. Y aquí dejamos fuera a casi todos los mal llamados “continentales” (los no analíticos), muchos de los cuales siguen dedicándose a formas más tradicionales de filosofía: fenomenología, existencialismos, filosofía política… Ellos son la continuidad. Las rupturas que marcan al siglo XX y lo que va de este siglo están en las otras dos tradiciones: la analítica y aquellas otras formas que suelen ir con pronombres o prefijos (pos, anti, neo, etc.). Y son rupturas de modo distinto. Los analíticos rechazaron activamente todo aquello que no saliera de las búsquedas lógicas o científico-experimentales. Lo demás pasaba al arcón de Historia del pensamiento o al frasco de la Metafísica: un frasco tan tóxico, que había que enseñar a las moscas a salirse. Las otras formas de filosofía –principalmente francesas, pero pronto copiadas, mal y de malas, por las universidades estadounidenses– saltan del tronco tradicional, para conformar una federación del oscurantismo… Ambas son difíciles. Una, por su obsesiva precisión y su discipulado científico; la otra, por su vaguedad, casi siempre impulsada por la queja, el resentimiento y las ganas de notoriedad cultural, llena de bombas retóricas: Dios ha muerto; el Hombre ha muerto, la filosofía ha muerto; no se puede escribir poesía después de Auschwitz. “Despatarrar burgueses” fue una aspiración de poetas en la segunda mitad del siglo XIX. Parece retomada por los hijos del 14, hasta hoy, con enorme éxito entre burgueses universitarios.

Parecía que, al menos, los analíticos mantuvieron su castillo fuera de las invasiones de los vástagos del 14, pero es posible afirmar que no solo no fue así, sino que los mismos defensores del castillo fueron responsables de entregar las llaves y rendir la plaza.

Regresemos a 1913, el año del soberbio optimismo cognitivo, con un ejemplo incidental. Russell y Whitehead dedican ochenta páginas a demostrar que 1+1=2 y las coronan con una elegante sonrisa: “la proposición anterior es ocasionalmente útil”. Es el año de la física (el conocimiento sintético, experimental, empírico) y la identidad consistente entre lógica y matemáticas (el conocimiento analítico). Se veían a unos pasos de la perfecta racionalidad. Pero en esa demostración hay algunas deslumbrantes conclusiones: esa suma parece desde luego ser un enunciado analítico (su verdad está dada en sus puros términos), pero demostrarla implica que también puede ser tratada como enunciado sintético (puede verificarse empíricamente). No era solamente un espectáculo de la inteligencia sino una postura filosófica de hondo calado: hay una continuidad entre el empirismo, la lógica y las matemáticas. A Russell y Whitehead les interesaba mostrar la continuidad consistente entre lógica y matemáticas. Primero, lo lograron; después, Gödel, Wittgenstein y otros les tiraron el tinglado, pero dejaron una marca profunda y un oficio filosófico lleno de recursos arduos y valiosos. Y una caja de Pandora.

Carnap, Russell y muchos otros filósofos parecen en camino de lograr en la filosofía una línea paralela a la de los físicos en las mecánicas de partículas. De pronto, los filósofos se vieron sobre un camino nunca antes recorrido: la ciencia avanza y abandona sus certezas anteriores, mientras la filosofía sigue cargando sus mismos problemas de siempre. La metodología científica y la lógica prometían ese salto que habría de poner la filosofía a la par con la ciencia: progresar y abandonar los falsos problemas. Son asuntos nodales, pero de calibre finísimo y de alta técnica. A cada paso la filosofía se queda con menos interlocutores habilitados. Los lectores son cada vez menos y cada vez más especializados. La filosofía abandona el dominio público.

El camino es empírico y lógico. Juntos, el conocimiento de las cosas y la mecánica de las verdades. No era el más armonioso de los matrimonios, pero era necesario y parecía suficiente. En 1951, Willard Van Orman Quine, nacido en Ohio, discípulo de Carnap, publica un paper: “Dos dogmas del empirismo” y abolla la confianza que venía construyéndose. Primero, muestra que la distinción entre lo analítico y lo sintético es, cuando menos, borrosa. No la destruye, “pero he estado insistiendo en que dicha diferencia es solamente de grado”. Menudo problema cuando una línea metodológica regresa al lugar donde también habitan la opinión y la imprecisión. Es un agujero en la certeza y un nuevo desafío. Segundo, también torpedea otra confianza epistémica: la intercambiabilidad es un mecanismo perfectamente funcional y necesario en la lógica simbólica y, por supuesto, en el álgebra. Pero funciona de manera infiel cuando se intenta en el lenguaje y el habla. No pueden ser equivalentes la sustitución de una variable por otra, que el uso de sinónimos. La lengua del habla no se sabe portar de modo consistente y los sinónimos no pueden reducirse a una función denotativa. El debate abierto por Quine fue retomado por Carnap y por muchos otros, hasta hoy. Goce de iniciados, como hay otros en el mismo ámbito de la precisión semántica y la necesidad de afianzar el conocimiento y arrancárselo a la vaguedad. Pero el pragmatismo norteamericano había dado un golpe muy duro a las aspiraciones del empirismo. La filosofía se veía precisada a volver sobre sus pasos mientras la ciencia seguía su camino de progreso.

La aridez del conocimiento se recluye en sus publicaciones especializadas. La obra de los hijos del 13 se compone, en su mayoría, no de ensayos o libros sino, como los científicos, de papers. Y sin meternos en nudos, sirva de ejemplo el tono. No se puede comparar un enunciado como “El hombre es una pasión inútil” (Sartre) con algo como “La nieve es blanca si y solo si la nieve es blanca” (Tarski), o “Todo soltero es no casado” (Quine). Las grageas filosóficas tienen su goce desde siempre. Pero los analíticos nunca buscaron ese mercado. Lo despreciaron y, a veces, lo temieron. Su búsqueda de conocimiento, repito, se parece más a la investigación científica que a la búsqueda de ningún público ni sus aplausos. Hay que agradecerlo: mantuvieron el conocimiento fuera de escándalos e ideologías. Pero la reclusión tuvo costos. Mientras, otros grupos de filósofos, los vástagos del 14, hacen exactamente lo contrario: enturbian sus aguas y se solazan chapoteando en subversiones lodosas, reclamos contra la historia, y una como rabia contra la claridad. Otros más perseveran en el viejo camino de la filosofía ancha: política, ética, la historia, la estética… Pero ya son grupos que no dialogan entre ellos. Se fue acabando el mestizaje.

Era necesario un giro. Antes de recuperar el paso paralelo con la ciencia física, era preciso atender este ámbito de irreparable vaguedad que no deja de ir metido en el lenguaje, el habla y la escucha. Al rescate, uno de los más notables discípulos de Quine, otro estadounidense: Donald Davidson. Por falta de espacio y herramientas, tengo que faltar a la justicia. Quine y Davidson son mucho más que sus resúmenes. Pero digamos que a los dos borrones que le propinó Quine a la confianza empirista, antes de avanzar, había que darle un empujón más enérgico a la pretensión cientificista. Y Davidson adelanta la imposibilidad de distinguir clínicamente entre “esquema conceptual” y “contenido empírico”. Ahí observaba Wittgenstein, como diciendo: “se los dije”: “comprender una proposición significa comprender un lenguaje”. Lo digo desde muy otro lado: uno puede dominar un lenguaje, siempre y cuando uno mismo, y lo dicho, pertenezcan a esa lengua.

Aquí es donde el pragmatismo se convierte en un recurso admirable. No tiene la belleza del empirismo clásico, pero sabe reparar máquinas productivas. Quine hace su parte, pero es su discípulo, Donald Davidson, quien retorna a la dignificante búsqueda griega. No solo por sus traducciones para la ópera Las avispas, sobre la comedia de Aristófanes, con música de Leonard Bernstein, sino porque retorna a la filosofía como conversación. Eso era: podemos concebir un intercambio de dos modos: bajo la especie de pólemos, cuando el disenso es pleito y el objetivo es ganar una batalla, o como ágape, conversación, donde el disenso es una ayuda mutua para entender mejor. ¿Es el disenso un elemento del conjunto de la conversación, o el inicio de la hostilidad? La pregunta es epistémica, pero también moral.

Cuando los pragmatistas recogieron la estafeta de los empiristas, quisieron o, mejor, requirieron regresar a la búsqueda del habla común de la plaza pública. La sensatez de Davidson es de un orden superior. No es lo mismo una suposición que una proposición. Nadie duda de que 1+1=2; otra cosa es demostrarlo. La de Davidson se parece mucho a la sensatez simple y mundana, pero carece de toda inocencia: ni siquiera tiene caso intentar el entendimiento, a menos que propongamos ciertos requisitos. Sin ellos, no queda sentido ni significado ni nada: “El pensamiento es, necesariamente, parte de un mundo público común. No solo pueden otras personas llegar a saber lo que pensamos al advertir las dependencias causales que dan contenido a nuestros pensamientos, sino que la posibilidad misma del pensamiento exige patrones compartidos de verdad y objetividad.” La vulgata bautizó el trabajo filosófico de Davidson con un buen nombre, que él mismo aceptó: “Principio de caridad”. Se trata de una breve serie de requisitos necesarios, ya no solo para el conocimiento sino para algo aún más básico: el entendimiento.

Y claro, si uno quiere acabar con cualquier discusión de ideas, basta con moler acerca del significado de las palabras: ¿qué entiendes por tal y tal? Y luego repetir la pregunta con cada nueva explicación. De ese modo suceden dos cosas: el interlocutor se transforma en adversario y queda restringido al retroceso de explicar los recursos con que explica. O, con las iteraciones suficientes, toda explicación o definición se vuelve circular; es decir, tautológica; es decir: inútil. El sujeto queda separado de su lengua, inutilizado, como detrás de un vidrio: no se oyen sus palabras, aunque se lo vea hablar.

El camino que se quiso paralelo entre el avance científico y el filosófico ya no solo se separó: la filosofía tuvo que desandar, regresar sobre sus pasos y volver al primer escaño: la pregunta sobre el lenguaje. Y aquí aparece otro pragmatista norteamericano, discípulo de aquellos dos: Richard Rorty. Por un lado, puso buena parte del gran embrollo en un camino nuevo, productivo. Lo llamó El giro lingüístico. Dice: “La historia de la filosofía está puntuada por revoluciones contra las prácticas de los filósofos precedentes y por intentos de transformar la filosofía en una ciencia” y solo para terminar con el mismo tipo de problema: “cada revolucionario filosófico queda expuesto al cargo de circularidad o de haber prejuzgado la cuestión”. Y esto porque “el método filosófico es en sí mismo un problema filosófico”. El lugar de la filosofía es la lengua, no el mundo, no la ciencia. La verdad y su establecimiento no dependen de la filosofía.

En el que quizá sea su mejor libro, Contingencia, ironía y solidaridad, Rorty asume que la circularidad lógica es inevitable. Es nuestro “léxico último”, pero si no podemos prescindir de ella, podemos, al menos, tener en cuenta nuestra propia e inevitable limitación. Esto nos convierte en ironistas. Los metafísicos creen, insisten en valer su propia circularidad como si fuera conocimiento. No lo es y no podría serlo. Pero si la verdad objetiva del conocimiento queda fuera de nuestros alcances, podemos ser solidarios y entender que nos edificamos en las grandes conversaciones.

Harto de la impotencia epistemológica, Richard Rorty abandona la facultad de filosofía de Princeton y se va a la Universidad de Virginia a fundar la escuela de “Estudios Culturales”. Es como si el último habitante de la torre de marfil hubiera ido a las cuevas de los vástagos del 14 para entregarles las llaves. Cierto: en defensa de Rorty, tuvo la capacidad irónica de leer y tomar en serio a Derrida, a Heidegger y la literatura. Pero es una generosidad peculiar.

Así, y por otros caminos, la filosofía más perfeccionada de la historia desembocó en un juego igual al “gato”, por más sofisticado que fuera. Después de un par de derrotas, todo mundo aprende y no quedan sino empates, nadie gana y ambas partes pierden el tiempo.Pero el aburrimiento no es lo peor. De hecho, Heidegger considera el tedio como estado necesario para que comience la filosofía. La melancolía, el tedio, el aburrimiento se vuelven productivos en algún momento, y filosóficos. Lo peor es la insignificancia, no de uno sino del lenguaje mismo. A fin de cuentas, todo termina en “de lo que no se puede hablar, mejor callarse”.

Tal vez el de los analíticos haya sido el periodo filosófico más alto de la historia. El conocimiento objetivo, las verdades demostradas y las evidencias en un laboratorio de los grandes. Carnap, Frege, Tarski, Russell, Wittgenstein, Popper, Quine, Davidson y dos decenas más. La torre de marfil está repleta de filósofos importantes, incluso indispensables. Y no queda sino agradecerlo: mantuvieron la columna vertebral de la racionalidad en medio de un caos creciente, rodeados por el justo reclamo y el resentimiento de la Escuela de Frankfurt, los franceses adictos a los prefijos, las modas estentóreas y el pulular de gurús oscurantistas. Lista la fiesta: los que ya no pueden hablar junto a los que no saben callarse. Muecas y contorsiones, pero nadie conversa.

Pareciera que se murió la filosofía. Otra vez. Pero no: contra la catatonia y la cacofonía, surgen llamados repetidos a la sensatez y el sentido común. Y con una diferencia: ya no es un grupo cerrado sino una dispersión que no depende de geografías, ni lenguas (aunque el inglés sigue siendo la lingua franca)… y son intentos, búsquedas de restaurar el sentido dialógico y original de la filosofía.

Al revés del catastrofista, parece que la filosofía, antes que desaparecer, abunda. Y tanto que la dificultad actual consiste en cómo diablos organizar, antologar, editar, tantas participaciones. No hay gigantes filosóficos, pero tenemos cientos de participantes con cosas valiosas por entregar y transmitir. El problema no es la ausencia, sino la abundancia y la dispersión.

Quizá se parezca a otros dos siglos, tan abundantes en filosofía que mejor se dejan fuera del currículum de la enseñanza: El siglo I (en realidad desde Cicerón, Séneca, Pablo de Tarso, Plutarco, Apuleyo, Luciano, Orígenes, hasta Plotino y Porfirio) y el Renacimiento, cuando fuera de las universidades comenzaron las academias y adquirieron el griego y la geometría y terminaron siendo la base de Occidente. El siglo XXI parece revuelto, infinitamente complejo, y confundimos nuestra incapacidad de interpretar con la de la historia. Son distintas. Apuesto a que, después de la Segunda Guerra, más bien quedará en la historia una diáspora que la Civilización se tardará en antologar. El tiempo actual necesariamente parece más estúpido. El ruido, las insignificancias, tardan en disiparse. Pero no hay modo de suponer que la filosofía hubiera muerto cuando lo que tenemos es una abundancia abrumadora, y nuestra capacidad de entendimiento no ha crecido nada desde las cavernas. Hoy está de moda algo que llaman “modestia epistémica”. Qué bueno. ~


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: