Propongo al lector que recuerde una escena en el cine reciente en la que un hombre negro mate a tres blancos y el espectador se alegre por él. Verá que no es fácil.
De una década o dos para acá, productores y directores evitan secuencias del tipo para no ser acusados de reforzar estereotipos nocivos (en este caso, el del hombre negro violento). Si se invirtieran las razas, podría mostrarse a un blanco matando a tres negros pero sería impensable pedir a la audiencia que estuviera de su lado. No importaría que el personaje tuviera razones válidas o que el guion lo pidiera a gritos. El temor a las connotaciones terminaría pesando más.
La crítica se encarga, entre otras cosas, de articular subtextos. Por tanto –también desde hace unos años–, se ha convertido en una especie de semáforo ideológico. En el interesante ensayo “Hot takes and ‘problematic faves’: The rise of socially conscious criticism”, Jaime Weinman expone los pros y contras de “aprobar” películas con agenda progresista y de castigar a las que no la cumplan. Por un lado, dice Weinman, la ficción perpetúa valores –positivos y negativos– y es importante estar atentos a ello. Por otro, la crítica que solo se enfoca en temas sociopolíticos condiciona a los cineastas a hacer cine de “mensaje”. Señales de que una película fue concebida bajo ese mandato son las tramas victimistas y el tono de solemnidad.
La primera razón por la que ¡Huye! es extraordinaria es porque su director y guionista, Jordan Peele, devuelve al cine un derecho perdido: divertir al público no “a pesar” de su tema difícil, sino a propósito de él. La dimensión de este logro puede calcularse en números: filmada con un presupuesto de 4.5 millones de dólares, en solo dos meses recaudó 183 millones.
Construida como cinta de horror, ¡Huye! desmiente el mito de que Estados Unidos vive una era posracial, libre de discriminación (basta ver los casos recientes de violencia policiaca contra la población negra). Un buen número de ficciones y documentales han hecho lo mismo, pero ¡Huye! sobresale entre ellos por su simple cambio de blanco (valga el mal juego de palabras): en vez de acusar a los sospechosos de siempre –segregadores, supremacistas, racistas asumidos–, la película asigna responsabilidad a los liberales “buena ondita” que creen que es posible ser negro por asociación. En el cuento aterrador de Peele, los blancos no solo quieren parecerse a sus hermanos de color sino, literalmente, convertirse en ellos. Lo suyo es un grado extremo de apropiación cultural.
El protagonista es Chris (Daniel Kaluuya), un fotógrafo negro que ha sido invitado por su novia blanca a pasar el fin de semana en casa de la familia de esta. A Chris le preocupa que Rose (Allison Williams) no haya puesto sobre aviso a sus padres de la diferencia de razas, pero ella le asegura que no hay de qué preocuparse: su padre es el tipo de persona “que habría votado una tercera vez por Obama”. En el camino, la pareja atropella a un venado. Aunque Rose conducía el auto, el policía de caminos insiste en ver la identificación de Chris. Es de los pocos guiños de la cinta al racismo institucional con base en la realidad.
Los padres de Rose, Dean y Missy Armitage, parecen los anfitriones perfectos. Ella es una psicoterapeuta alivianada y él un neurocirujano que llama a Chris “My man”. La bienvenida se vuelve incómoda cuando aparecen un jardinero y una empleada doméstica negros. Dean le explica a Chris que cuidaban a sus padres y la familia no quiso dejarlos desamparados. “Odio la impresión que da”, dice apenado.
Durante su estancia, Chris es objeto de comentarios halagadores, todos en relación con su raza (y, por tanto, no halagadores). El hermano de Rose le dice que “con su estructura genética” podría ser una bestia del jiu jitsu, y los invitados a una fiesta le aprietan los bíceps, le hablan de Tiger Woods y lo felicitan porque, hoy, ser negro “está de moda”. Ante todo, a Chris le intriga el comportamiento raro de los empleados de la casa y del único otro negro invitado a la fiesta: alguien a quien conocía de otro tiempo y con otro nombre. En su primer acto, ¡Huye! parece ser solo una comedia sobre los clichés racistas que pasan por cumplidos, pero pronto estas conversaciones se revelan como pistas de un esquema siniestro. Es el caso de la escena en la que Dean le muestra a Chris una foto de su propio padre: un atleta que fue eliminado en las rondas de calificación para Berlín 1936, nada menos que por Jesse Owens. Que luego Owens, un atleta negro, ganara la medalla de oro frente a Hitler hizo que el abuelo Armitage superara su propia derrota. “O casi”, remata Dean. Volver a esta escena tras ver la película hace apreciar la genialidad del guion.
La mordacidad del humor racial de ¡Huye! puede rastrearse en los sketches de Key & Peele, la serie creada por el director y por Keegan-Michael Key para Comedy Central. Por ejemplo, aquel en el que hablan de la experiencia de ser el único negro en la fiesta –y, por ello, ser tratado como el factor “diversión”–. Cuando ambos comediantes fueron invitados a otro programa, jugaron a analizar si ciertos comentarios racistas hechos por celebridades habían sido deliberados o simple producto de su insensibilidad. En ¡Huye! esta incertidumbre se traduce en suspenso. De la misma manera, mientras que en Key & Peele hay sketches que muestran a negros que perciben racismo en donde no lo hay (y la situación es cómica), en ¡Huye! se sugiere que las sospechas de Chris ante la amabilidad de sus anfitriones podrían ser simple paranoia o señal de un peligro mayor. La ambigüedad es un recurso clave en el género de horror, pero Peele también la usa para describir la desconfianza mutua en las dinámicas raciales de hoy. Doblemente perturbador.
Tan astuta es esta cinta que, a pesar de ser una crítica feroz al racismo encubierto, está blindada contra los elogios como “instructiva” o “inspiradora” (es decir, comentarios como los que harían los personajes de la película). Imposible revelar el espléndido desenlace, pero hay que aplaudir a Peele el haberse negado a mostrar a Chris como víctima eterna del sistema. Ha dicho que pensó en hacerlo (e incluso filmó un final optativo) pero que prefirió dar a su público goce y catarsis. Un final oscuro habría sido más realista –y con mayor trasfondo social– pero habría convertido a ¡Huye! en una película que, como tantas, hacen que los biempensantes muevan la cabeza de un lado al otro, culpen a los malos obvios y pasen al siguiente tema. Los dardos de ¡Huye! se dirigen a ellos. Peele, por fortuna, no los deja escapar. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.