La ciudad vista a un metro de altura

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Inspirado por la convicción explícita de que “la interacción con el entorno es buena, de que para eso es la ciudad, y de que esa es la forma en que las personas se convierten en ciudadanos”, el escritor y arquitecto anarquista inglés Colin Ward emprendió la escritura de El niño en la ciudad, publicado originalmente en 1978 y revisado y ampliado en una edición de 1990. La editorial Pepitas de calabaza publica ahora la versión en castellano con una introducción del antropólogo Manuel Delgado que lleva el estimulante título de “Los últimos salvajes” y presenta la figura de Ward, “exponente destacado de la teoría urbana y la pedagogía ambiental de la última mitad del siglo XX”, explicando el alcance de su trabajo y sus investigaciones y propuestas.

A lo largo de su vida, Ward publicó muchos libros de títulos muy sugerentes, dedicados a la manera en que nos hemos organizado para vivir. Copio aquí unos pocos que darán una idea de sus intereses y enfoque: Housing, an anarchist approach, o When we build again: Let’s have housing that works!, o Sociable cities: The legacy of Ebenezer Howard New town, home town. Sin embargo, la publicación de su obra en España es reciente y por el momento escasa, repartida en editoriales como Gallo Nero, Katakrak y Enclave. Pepitas publicará próximamente El niño en el campo.

Ward investiga aquí cómo los niños se relacionan con el entorno urbano. Tiene en cuenta que, en primer lugar, los niños están condicionados por su tamaño, por su poca experiencia, por su percepción poco mediada del mundo y por la parcial autonomía con la que se pueden mover, pero también por las circunstancias económicas y sociales de sus familias (los que la tengan, porque también se dan casos de niños huérfanos, abandonados, fugados). Por su parte, el entorno, circunstancia ineludible, a menudo y por muchas razones puede resultar hostil. Veremos entonces con él qué pueden hacer esos ciudadanos tan particulares (“los últimos salvajes”) en ese medio misterioso y de difícil franqueo, características que lo pueden convertir en mágico y a la vez en peligroso.

Ordenado en una veintena de capítulos (“¿El paraíso perdido?”, “Cómo ve la ciudad el niño”, “La niña en segundo plano”, “El juego como protesta y exploración”, “Una tarde suburbana”, “El tráfico y el niño”, etcétera), el estudio es ordenado y riguroso, pero no tiene la aridez de un texto académico. Como Ward escribe muy bien, lo cual se distingue en la estupenda traducción de Enrique Alda, y como parece ser una persona sensible y atenta, la lectura es muy entretenida además de instructiva. Es cierto que Ward escribe en la década de 1970, y desde entonces las ciudades y la sociedad han cambiado mucho. La sociedad que formaban los niños parece haberse disuelto en los últimos años, por el cambio de costumbres y el mayor control al que se ven sometidos, al menos en los países más ricos. ¿No se dice que la invención de la infancia tuvo lugar durante el victorianismo? En tal caso, esa civilización parece estar ahora desmoronándose también dentro de la nuestra, solo que con menos aspaviento porque los niños ni votan ni tienen dinero. Además a todos nos acaban expulsando de ese club.

Como ejemplos de lo que cuenta, Ward recurre tanto a recuerdos propios como a testimonios de otras personas. El relato de las aventuras que podían correr aquellos niños en aquellas ciudades inglesas, campando a sus anchas por solares y vertederos o agarrándose a los carros que traqueteaban por las calles adoquinadas los leemos ahora como una novela. Y a pesar de eso, a lo largo de los capítulos resiste la idea fundamental de que es siempre desenvolviéndonos más allá de las paredes de nuestra casa como podremos convertirnos en adultos, crecer, conocer a los demás y a nosotros mismos. Los descampados de antaño ya no son tan accesibles, las pandillas de niños como bandadas de gorriones son más raras de ver, pero no ha desaparecido de nosotros la pulsión exploradora y dispuesta al asombro que es propia de nuestra especie. El niño es el padre del hombre, como dijo Wordsworth, pero vive en un entorno diseñado por otros; no tiene más remedio que adaptarse, lo que muchas veces significa contorsionarse para caber en los huecos despistados. También implica que el niño advertirá esos huecos mucho mejor que un adulto, y en cosas como esta el libro, aunque no se desvíe del tema del título, alude silenciosamente a la naturaleza especial de la infancia.

El buen ojo de Ward para elegir las citas y los testimonios personales que ilustran su estudio le dan a este un aire emocionante y muchas veces divertido, un tono que trasciende lo sociológico. No es solamente un repaso de unos modos de vivir que están desapareciendo, además de una propuesta sobre cómo podrían mejorar las cosas. Estremecen las historias de niños sin tutela, que tienen que buscarse la vida en oficios de toda calaña, pero divierten los relatos de las aventuras como de isla del tesoro y las artimañas que idean los niños para vivir y expresarse. La bibliografía es muy variada e interesante, y después de leer este libro, darán muchas ganas otros tantos. Para acabar, y aunque no es totalmente representativa del libro completo, no me resisto a copiar la explicación tan graciosa que tiene a bien hacerle un niño a una encuestadora que le ha preguntado por sus juegos: “Vamos por el muro hasta una azotea de la casa del párroco y entonces este sale y nos persigue, saca el perro, que aúlla para distraerte, y el párroco baja unas escaleras por detrás del muro y te atrapa. Y cuando subes allí hay una ventana, y una vez estaba rota −la arregló él−, pero seguía rota, así que cuando alguien se casaba, mirábamos por ella y veíamos lo que hacían cuando firmaban el libro, y nos quedábamos espiando.” Qué enorme regalo que un niño te espíe. ~


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