Libre de las últimas ilusiones: el humanismo crítico de Merquior

En El estructuralismo como pensamiento radical, un libro que permaneció inédito por medio siglo, José Guilherme Merquior aboga por un humanismo que parta de los límites y las posibilidades de lo humano. Un pensamiento que deje atrás las idealizaciones y los consuelos metafísicos.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

El problema más difícil es asumir la finitud, llegar a comprender que todas nuestras obras son perecederas, sin que por eso sean completamente inútiles. Guiar la acción humana sin esconder nada de sus límites, a través de una sucesión de opciones que no sean absolutas, y menos aún perdurables, ese sería el papel de una ciencia que se pretendiera libre de las últimas ilusiones.
J. G. Merquior en El estructuralismo como pensamiento radical

Una obra inédita de más de cincuenta años

El descubrimiento del manuscrito original del extenso ensayo académico Le structuralisme comme pensée radicale, de J. G. Merquior, es sin duda un acontecimiento editorial y cultural de gran relevancia. La obra llega a los lectores más de medio siglo después de su realización gracias a los esfuerzos de Editora É Realizações y de la investigación a partir de los archivos personales del autor a los que se tuvo acceso por disposición de su hija, Júlia Merquior. La ya firme consideración que tengo sobre el poder especulativo y la transcendencia filosófica del pensamiento crítico de Merquior se acentuó con mi aproximación a este libro, ignorado por todos nosotros hasta hace poco, que el lector puede por fin tener entre sus manos –o en su pantalla.

Hay mucho que decir respecto al proyecto crítico-filosófico –de mucha ambición como de costumbre– de José Guilherme Merquior en El estructuralismo como pensamiento radical. En esta obra encontramos, entre muchas otras cosas, la confirmación del método crítico merquioriano: el ensayista nos coloca, por un lado, entre debates muy amplios de historia de las ideas y, por otro, en medio de recortes conceptuales bastante exactos y enfocados respectivamente a determinadas ideas y autores –todo eso mezclado con síntesis críticas muy personales y siempre propositivas–. Para Merquior, rendir un auténtico homenaje a un pensador (o a una teoría) es leerlo sin dogmatismos y criticarlo con toda nuestra capacidad, no para simplemente demoler su legado, ni mucho menos para repetir lo ya dicho, sino para que esas ideas del pasado puedan ser revitalizadas a partir del choque con nuevos problemas, perspectivas y vocabularios. José Ortega y Gasset decía que, independientemente de su importancia central en la cultura, la filosofía es básicamente el conjunto de todos los errores ya pensados. Creo que el antidogmatismo de Merquior surge de un reconocimiento similar: los errores (hipótesis) del pasado no son del todo inválidos porque nos ayudan siempre a pensar mejor, o por lo menos contribuyen a que las ideas que tenemos sobre el mundo –un mundo que necesita ser repensado de manera continua, revalidado, reconstruido– no permanezcan fijas.

De manera complementaria, cabe resaltar que otra marca de la inteligencia crítica de Merquior, poco abordada por sus estudiosos, me parece central en la construcción teórica de El estructuralismo como pensamiento radical. Se trata de la capacidad analógica, que se revela de manera persuasiva en los momentos en que el ensayista necesita establecer ingeniosamente relaciones de semejanzas entre sistemas intelectuales muy distintos; o, incluso, similitudes insospechadas hasta entonces entre pensadores de diversas épocas y tradiciones intelectuales. En esos casos, el recurso de la pura lógica deductiva y el análisis meramente racional de los conceptos (extrayendo conclusiones apodícticas de las premisas establecidas) no sería suficiente. En este sentido, el humanista valenciano Juan Luis Vives remitía a la agudeza del ingenio como la facultad intelectual más importante, que se relaciona con la profundidad de penetración en un problema concreto, un intento de respuesta a una interpelación existencial particular, temporal y determinada localmente. En otras palabras, la razón abstracta y el ingenio retórico-analógico, bien comprendidos, no son adversarios pues contribuyen al mismo tiempo en la construcción de saberes humanísticos.

A pesar de haber sido escrito entre 1967 y 1968, y de que muchas de las influencias intelectuales de ese momento hayan sido posteriormente abandonadas e incluso renegadas por el ensayista, El estructuralismo como pensamiento radical permanece de pie como un riguroso estudio comparativo de sistemas de pensamiento distintos, y como un intento creativo agudo de síntesis crítica de las ideas y de los pensadores que pocas veces son colocados en un mismo time filosófico, o por lo menos no al mismo tiempo.

De acuerdo con Merquior, el objetivo de su libro es responder a la idea de que el estructuralismo de Claude Lévi-Strauss no pasa de ser una defensa del statu quo disfrazada de rigor científico (una forma velada de neopositivismo) y argumentar en defensa de su vocación verdaderamente revolucionaria: “Nos proponemos examinar la cuestión de la vocación político-social del estructuralismo, pero no a partir de temas aislados –por más relevantes que sean– y sí a partir de un nivel global. Encontrar el nivel global de la visión estructural: eso significa, para nosotros, explicitar su carácter filosófico. Es necesario, por lo tanto, con el fin de determinar la posición revolucionaria de la teoría estructural, señalar su lugar en el conjunto del pensamiento de Occidente.” El primer paso de una larga cadena argumentativa y analógica de Merquior es, de igual manera, el esfuerzo de volver explícito el sustrato filosófico del método estructural lévi-straussiano. Para ello, el ensayista busca hacer algo que es muy recurrente en su práctica crítica: volver transparentes las bases filosóficas generales del método estructural o, en otros términos, entender el estructuralismo en su modo particular de enfrentarse a la pregunta más básica de cualquier actividad intelectual: ¿Cómo conocemos los fenómenos? ¿Y cuáles son los límites de las formas de ese conocer? ¿Y cómo el hombre –el ser que conoce– se coloca en esa ecuación?

A pesar de admitir de antemano que el “estructuralismo lévi-straussiano jamás se presentó como una filosofía” y teniendo en cuenta que “consiste en un método de análisis científico; como máximo, consiste en una teoría de las ciencias humanas”, Merquior justifica su postura de manera convincente, asumiendo que, aun cuando no se trate de filosofía sistemática, “el conjunto de principios epistemológicos y metodológicos del estructuralismo presupone, en cierta medida, una concepción de la realidad”.

En la que representa la parte más sustanciosa e intelectualmente seductora de la obra, Merquior traza una cadena compleja (y no exenta de contradicciones y ambigüedades) de afinidades intelectuales entre pensadores, conceptos y sistemas de pensamiento que muchas veces podrían parecer, a primera vista, irreconciliables. El recorrido, que comienza con una reflexión sobre Jean-Jacques Rousseau, parece atribuir al autor de las Confesiones los méritos de un verdadero giro filosófico a la concepción del hombre como agente o ser moral. Asimismo, Merquior presenta al pensador como el verdadero padre de las ciencias humanas, como influencia imprescindible en la doctrina de Immanuel Kant y como fuente intelectual fundamental para el estructuralismo de Lévi-Strauss. Es importante destacar, en particular, la reflexión del autor con respecto al concepto de “piedad” en Rousseau, que explicaría “el paso triple de la naturaleza a la cultura, de la afectividad a la intelectualidad y del estado animal a la condición humana”; y porque es a partir de él que se puede inferir el impulso integrador humanista entre la búsqueda de conocimiento y la vocación ética. Según Merquior, “el concepto rousseauniano de piedad aparece como un sentimiento capaz de proporcionar la identificación con el otro, estableciendo los primeros lazos que unen a los hombres en comunión. Por medio de ella, el hombre padece frente al sufrimiento del otro, pues se da cuenta de que puede pasar por males semejantes”. Lo más importante, en lo que se refiere a la argumentación de Merquior, es que le correspondería a la imaginación accionar la piedad en ese movimiento de lanzarse fuera de sí. Así, la piedad, aun siendo natural, solo se manifestaría después de la reflexión. Tal concepto, retomado por Lévi-Strauss, interviene tanto en el plano intelectual como en el plano moral. La piedad es el principio dado por hecho en el paso de la naturaleza a la cultura, el fundamento, por tanto, de la posibilidad de las ciencias humanas; pero es también la fuente de toda verdad moral en una época dominada por la exacerbación de la distancia entre el hombre y la vida. En consecuencia, el fundamento de la teoría social es igualmente la base de la ética.

Otro pensador que aparece como fundamental para el argumento del libro es Martin Heidegger. La influencia del filósofo alemán es tan evidente en ese momento que se refleja incluso en la prosa ensayística y en el uso de la jerga filosófica –“mis heideggeraiadas”, dirá, posteriormente, un Merquior más maduro y (auto)irónico–. Sobre la presencia de Heidegger en el ensayo, me gustaría destacar más aún que Merquior parece en ocasiones recaer en el mismo equívoco del pensador alemán, y de muchos antihumanistas del siglo pasado, al sugerir, a partir de la lectura de la célebre Carta sobre el humanismo, que habría una identificación absoluta e inevitable entre la tradición humanística y el pensamiento metafísico de origen platónico.

Nuevos caminos para una idea antigua

No pretendo, en este texto breve, dar cuenta de toda la estructura argumentativa del libro. Mi ambición aquí es más humilde: buscaré continuar con algunas reflexiones sobre el desarrollo de una concepción renovada de humanismo a partir de nuevas hipótesis suscitadas por la lectura de este ensayo.

A mi modo de ver, esta “nueva” obra ya se presenta como una pieza fundamental dentro de uno de los grandes proyectos intelectuales merquiorianos: el intento de una profunda renovación de los estudios humanísticos a partir de lo que él llamó “humanismo crítico” –o un humanismo posible después de la herencia intelectual integradora de Rousseau para las humanidades, del criticismo kantiano como punto sin retorno para entender los límites de nuestro conocimiento de la realidad, de la demolición heideggeriana de la metafísica occidental y de la relación de todo eso con el sustrato filosófico que Merquior inscribe en la antropología estructuralista de su profesor Claude Lévi-Strauss.

La ambición de Merquior en este muy particular ensayo comparativo –y esa misma pretensión atraviesa gran parte de sus obras– es nada más y nada menos que repensar radicalmente el papel y la potencia cognitiva de las humanidades y de la llamada “tradición intelectual humanista”. En El estructuralismo como pensamiento radical, Merquior está ocupado todo el tiempo con el estatuto de las humanidades y su lema tiene invariablemente resonancias humanísticas: ¿Cómo integrar conocimiento y ética o, en otras palabras, plano moral y plano intelectual? Las dificultades frente a ese proyecto, claro, eran enormes, y fueron potencializadas por las circunstancias intelectuales de una época (la suya y, todavía, la nuestra) marcada fundamentalmente por corrientes de pensamiento abiertamente antihumanistas dentro de las humanidades –con el propio estructuralismo incluido en ese medio.

Es necesario intentar comprender el sentido amplio y flexible que la idea de razón toma en su pensamiento en ese primer periodo intelectual (creo que no sucede lo mismo, por lo menos no de la misma forma, en obras de su última etapa). Evidentemente, no pretendo sugerir aquí que su defensa de la razón sea tardía, pero es preciso matizar bien lo que se entiende por racionalidad en cada caso. Leíamos, por ejemplo, la advertencia con que abre su primer libro de crítica, Razón del poema: “Duela a quien duela, sigo siendo un racionalista, aunque esté firmemente convencido de que el único racionalismo consecuente es el que se propone no violentar el mundo en nombre de sus esquemas, sino aprender de sus conceptos, sin rendirse nunca a lo ininteligible, sin declarar jamás lo inefable, la esencia de toda realidad, aun la más esquiva, la más oscura y la más contradictoria.” Para este joven Merquior, la racionalidad se identifica con una amplia capacidad humana, la de volver comprensible lo que –fuera de la perspectiva humana– es en sí caótico e ininteligible. Así, Racionalidad e Inteligibilidad son cosas muy cercanas, tal vez hasta se confundan, y, por tanto, no hay, en esa etapa, una glorificación de una razón a los moldes de un racionalismo más estricto, más objetivista. En el mismo libro, en un breve artículo llamado “Entre lo real y lo irreal”, pontifica: “Entre la estética y la vida hay una distancia, pero no una separación.” Aparece, en esa obra de juventud, una mención a un tipo de “razón poética” (expresión de curiosas resonancias zambranianas) que se configuraría en el reconocimiento de una especie de racionalidad inherente al género lírico.

En el ensayo “Naturaleza de la lírica”, publicado en La astucia de la mímesis, dice: “la poesía es el tipo de mensaje lingüístico donde el significante es tan visible como el significado, esto es, que la carne de las palabras es tan importante como su sentido”. Es posible cotejar lo anterior con la interesante caracterización de cierta tradición del pensamiento latino y mediterráneo que hace Ortega y Gasset en las Meditaciones del Quijote. El ensayista español observaba que grandes humanistas, como Baltasar Gracián o el ya citado Juan Luis Vives, prestaron atención a lo concreto de la experiencia sensible, y desarrollaron una visión de conocimiento y una forma de especulación filosófica diferente del rigor lógico-conceptual y del mirar abstracto de la filosofía racionalista tradicional. Esos humanistas, decía Ortega, eran capaces de “palpar con la pupila la piel de las cosas”. La síntesis entre conocimiento conceptual y la colaboración de la percepción sensible de los datos inmediatos será justo el camino para la formulación posterior del raciovitalismo orteguiano.

Existen otros ejemplos muy interesantes en el mismo sentido, durante prácticamente toda la trayectoria de Merquior, sobre esa misma obsesión teórica: encontrar nuevos caminos para una idea antigua; o, dicho de otra forma, el obstinado ejercicio crítico de redimensionar el concepto de humanismo para que este pueda resistir los nuevos paradigmas filosóficos y el ataque de sus más férreos críticos en el siglo XX.

Humanismo crítico

En un fragmento fundamental de La estética de Lévi-Strauss, Merquior asegura que las observaciones del antropólogo francés, “en su conjunto, parecen ilustrar una concepción mucho más dialéctica del arte y de sus relaciones con la cultura. Tenemos el derecho de preguntarnos si este equilibrio no es, en parte, el resultado de ese humanismo crítico por medio del cual la mirada estructuralista se rehúsa con obstinación a las ilusiones metafísicas del humanismo clásico, y se esfuerza en tener en la cultura una nueva perspectiva sobre sí misma, menos apelmazada por la desproporción entre la hipertrofia del hacer y la atrofia de la sabiduría y de la sensibilidad”. Merquior insinúa que la experiencia estética está marcada por un tipo de interacción bastante compleja entre nuestras facultades intelectuales y sensibles, y que ese proceso debe ser estudiado como una forma genuina de conocimiento y especulación sobre la realidad. Por medio del concepto de “lógica de lo sensible”, sugerido por Lévi-Strauss, Merquior argumenta que no hay dicotomía entre la aprehensión intelectual y la sensibilidad estética. El humanismo crítico, buscado por el ensayista, surgiría, en primer lugar, de reconocer la colaboración fundamental entre el pensamiento abstracto-conceptual y la atención a las formas variadas de nuestra experiencia sensible (estética y artística) del mundo.

En El estructuralismo como pensamiento radical, el tema del humanismo crítico vuelve a aparecer de manera contundente desde la pregunta inicial que conduce a toda reflexión crítica: “¿Podríamos detectar una auténtica vocación moral en el estructuralismo?” En otros términos: cómo vincular el conocimiento científico riguroso a la constatación ineludible de que “el ser atraviesa al hombre y, no obstante, se entrega al hombre. El ser atraviesa el conocimiento finito del hombre y, con todo, si de hecho existe conocimiento, es solo porque el ser se le manifiesta al hombre”. La evidente resonancia heideggeriana de esa fórmula de Merquior nos remite a otro punto fundamental: la necesidad apremiante por superar la idea del cogito cartesiano, abstracto, ideal, fuera de la historia y de la temporalidad. En ese sentido, el ensayista brasileño advierte que “la historia intelectual del siglo XX es en parte la crónica de los intentos por superar el obstáculo del cogito. La guerra al cogito está declarada”.

Para el crítico, era necesario traspasar la visión idealista en que “el cogito, fortalecido en sus privilegios de ente por excelencia, de ente real, se cierra en su contenido verdadero e impide el acceso a la multiplicidad de las experiencias humanas, esto es, al objeto propio de las ciencias humanas”. El fuerte talante humanista (y crítico) que permea todo el ensayo parte de la premisa de que un auténtico humanismo para nuestro tiempo –un humanismo fundamentalmente crítico– debe ser comprendido a partir de los límites y posibilidades de lo humano, para ir más allá de idealizaciones y consuelos metafísicos o utópicos. El ser humano no puede ser definido terminantemente por una naturaleza ideal, por una esencia última (sea esta buena o mala), pues él es un ser que hace en la historia.

El esfuerzo retórico-argumentativo de José Guilherme Merquior busca salvar el estructuralismo de Lévi-Strauss de su base antihumanista radical. El ensayista construye una retórica que reemplaza “un kantismo sin sujeto trascendental” (Paul Ricoeur) por una especie de kantismo con sujeto contingencial. Merquior, desde luego, comprende el enorme desafío de su argumentación, que atenta contra las interpretaciones más fuertemente asentadas sobre el estructuralismo y también contra algunas posturas del propio autor de El pensamiento salvaje. Así, su empeño persuasivo queda en evidencia en aquellos pasajes donde el crítico intenta sortear el antihumanismo declarado de su profesor. Por ejemplo, frente a las formulaciones hechas por Lévi-Strauss en defensa de un objetivismo radical y contra las “ilusiones de la subjetividad”, Merquior plantea que eso no pasaría de un “torneo de frases polémicas, diluido después en el contexto de la teoría estructuralista (donde la relación con el yo, como vimos, lejos de ser descuidada, surge como una herramienta indispensable de la investigación etnológica)”.

Hoy, más de medio siglo después de la elaboración original de esa obra, me parece menos relevante discutir si el intento de Merquior de conciliar el estructuralismo y el humanismo es, de hecho, convincente. Creo que, en ese sentido, el ensayo tiene momentos más persuasivos que otros. Lo que me parece más provechoso, mientras tanto, es comprender en qué términos el propio Merquior, en su papel de pensador original y no solamente como comentador, argumentaba alrededor de una perspectiva humanista adecuada y pertinente a nuestro tiempo. Y esa perspectiva solo se podría asumir en forma de un humanismo crítico, un humanismo de contingencia. ~

Este texto es una versión resumida del posfacio del libro El estructuralismo como pensamiento radical, de José Guilherme Merquior (É Realizações Editora, 2022).
Traducción del portugués de Brenda Ríos.

+ posts

es crítico literario y profesor de literatura y
comunicación en la Universidade Federal de Pernambuco (Brasil).


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: