La intervención francesa desde dentro

Resistir es vencer. Historia militar de la intervención francesa, 1862-1867

Héctor Strobel

Grano de Sal

Ciudad de México, 2024, 416 pp.

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Caracterizar el siglo XIX mexicano como un siglo de “inestabilidad política”, “conflicto crónico” y “guerras intestinas” –por tomar expresiones usuales de la época– es un lugar común. Adentrarse en el día a día de ese malestar es la tarea que el libro de Héctor Strobel nos devela a partir de una coyuntura muy particular: la historia militar de la intervención francesa, que transcurrió entre 1862 y 1867.

Con Resistir es vencer, Strobel se suma a diversas tradiciones historiográficas. De la historiografía militar más clásica, recupera el modo de narrar la sucesión de las grandes batallas: las Cumbres de Acultzingo, el primer y memorable sitio de Puebla, la batalla en Barranca Seca y la Ceiba, el segundo y funesto sitio de Puebla, y el modo en que alterna y contrasta las decisiones de cada parte militar, el imperialista francés y el republicano mexicano, dialogando con la historiografía y discutiendo sobre estrategia y táctica militar con sus grandes hombres: Lorencez, Forey, Bazaine de un lado; Zaragoza, González Ortega o el mismo Juárez del otro.

Esta obra se suma a otra tradición historiográfica que incorpora a la historia militar una perspectiva social con la que se mira la guerra en su cotidianidad y no solo a través de sus grandes hombres y sus grandes batallas. Para llamar la atención del lector, el relato se inicia con una serie de detalles sobre la actualidad de la tecnología militar: las balas empleadas por los franceses tenían un alcance de 250 m, mientras que las mexicanas, por lo general más rudimentarias y de generaciones previas, alcanzaban apenas los 100 m –por lo menos hasta que lograron adquirir mejores armas una vez que los estadounidenses salieron de su guerra de secesión–. Los cañones rayados franceses alcanzaron hasta 3.5 km, mientras que los lisos, más comunes entre los mexicanos, llegaban apenas a 1 km.

Además de interpelar a los interesados en la industria militar, los detalles de este tipo sirven de apertura al escenario de profundas asimetrías en las que se libró esta guerra que, por supuesto, no solo se reducen a tecnología militar. Las más obvias son las numéricas: la diferencia en el número de bajas por muertes y por deserción de unos y otros es abismal (además de que el 16% de las bajas francesas fueron en combate y el 84% por enfermedad, según un dato que Strobel retoma de Jean Meyer). También lo son las condiciones en las que unos y otros viven la guerra: lo que comen, lo que visten, lo que ganan, el equipo militar con el que cuentan, el entrenamiento que reciben… Con dificultad, la mitad de las tropas mexicanas contaban con armas, a pesar de las fábricas que improvisaron en la producción artesanal de armas de fuego para sostener el aprovisionamiento: varios cañones nacieron gracias a la fundición de las campanas de las iglesias.

La perspectiva cultural que también incorpora esta “nueva historia militar” es notable, por ejemplo, en el lugar que otorga al lenguaje como ventana a los universos políticos e ideológicos de quienes participaron en la guerra y de las violencias que encubre. No solo se destaca la asimetría conceptual, por ejemplo, en el modo en que los franceses designan su campaña como “la expedición mexicana”, ocultando el carácter intervencionista y colonialista de su empresa, sino que se interesa por otras dimensiones culturales, como las concepciones en torno a la idea de masculinidad (contra las de cobardía y traición) del mexicano y sus “deberes” como patriota (contra la apatía atribuida a los indígenas y campesinos), la serie de conceptos en torno a la modernidad política como patrialibertadnaciónindependenciademocracia, que circularon entre la tropa, en las proclamas, en los vivas y los mueran, en las arengas con las que se buscaba subir la moral de la tropa. Strobel también pone atención al lugar que tuvieron los prejuicios en la toma de decisiones y sus costos a largo plazo. Los prejuicios se suman por supuesto al cúmulo de asimetrías materiales e ideológicas que, para los intervencionistas, justifican la supremacía blanca y europea.

Una de sus más destacadas contribuciones comprende el modo en que el autor devela el extenso crisol étnico, lingüístico y social de los soldados de ambos bandos. En el ejército francés se habla de soldados afrocaribeños de Martinica y Guadalupe, que, mejor acostumbrados al clima, resguardaron las costas; argelinos temerarios y aparentemente “resistentes” para combatir en climas extremos; también los que formaron las tropas de élite como los zuavos; los contingentes sudaneses y otros más que se insertan en la macrocategoría de “africanos”, además de los contingentes de “extranjeros” o de las legiones belga y austriaca que llegaron más tarde con el emperador Maximiliano de Habsburgo.

Este paisaje social nos lleva a imaginar las tensiones, fricciones, malentendidos en los que vivieron estos soldados; por ejemplo, se puede uno imaginar al oficial francés Maréchal en sus intentos por ocupar el sotavento veracruzano (otro crisol multiétnico indígena y afromexicano) al mando de ciento veinte sudaneses, cien austriacos y treinta jinetes mexicanos. Además de imaginar a los aventureros, como el grupo de treinta belgas que optaron por desertar, cambiándose al bando republicano para después quedarse a vivir en el sur de Michoacán, sin hablar de aquellos que se fueron desprendiendo del contingente de extranjeros con la intención de migrar hacia Estados Unidos.

Entre las tropas mexicanas, la diversidad étnica, social y lingüística fue igualmente inmensa. En primer lugar, no se puede hablar de los soldados sin abordar el papel de las mujeres con las que convivían día y noche. Encontrar a las mujeres en las fuentes documentales del periodo no es fácil, mas aquí parecen estar por todos lados (aunque concentradas únicamente en el primer capítulo): como enfermeras, cocineras, compañeras de placeres, soldaderas y oficiales, grado al que unas pocas lograron ascender por su destreza en las armas. Por otro lado, en una población aproximada de 8.8 millones de habitantes, que al terminar la guerra descendió casi medio millón, por lo menos, el 40% o el 50% de la población hablaría alguna lengua indígena, por lo que no sorprende la cantidad de veces que el autor menciona la participación “indígena” en esta historia.

Pero ¿quiénes son las personas que se incluyen en esta otra categoría borrosa? ¿Quiénes son los 69 mil 454 “indígenas” enviados por los jefes de los distritos de Cholula, Huejotzingo y Atlixco para servir por ocho días por un real diario? ¿Los ochocientos “indígenas” enviados por el gobernador de Tlaxcala por un mes? ¿Los líderes “indígenas” de Chicontepec, Zacualtipán, Calnali y la Sierra de Huayacocotla que voluntariamente se aliaron a los republicanos? ¿Los doscientos “indígenas” contratados por los imperialistas para construir trincheras y parapetos velozmente en el sitio de Puebla?

En ocasiones, el autor nos ofrece información concreta: nos habla de comandantes “tarascos” que movilizaron a comunidades a favor de la república, de “zapotecos” de la Sierra Norte de Oaxaca que sostuvieron a Félix Díaz cuando el resto del estado había sido ocupado por los imperialistas. El bando conservador e imperialista estableció alianzas estratégicas con mixtecos de la parte baja de Oaxaca, yaquis de Sonora, tarahumaras de Chihuahua, coras de Nayarit, huastecos de Tamaulipas y Veracruz, mixtecos y tlapanecos de Guerrero, nahuas de diversas regiones, o con pueblos afromexicanos que decidieron desertar de las filas dirigidas por Juan Álvarez en Guerrero por “despótico”. Sin embargo, en ocasiones omite por completo el uso de esta categoría sin que el lector se entere de que el general Tomás Mejía era “indígena” otomí o que el mismísimo presidente Benito Juárez era “indígena” zapoteco, dos de los más grandes protagonistas de esta historia, el primero como general del ejército conservador, el segundo a la cabeza de la resistencia republicana. Este panorama multiétnico nos lleva entonces a imaginar la diversidad de idiomas que se hablaron en las filas de los ejércitos mexicanos y la suerte de sus hablantes, cuyos nombres han quedado olvidados y ocultados.

Trabajos recientes en torno a los liberalismos y conservadurismos populares han sugerido nuevas coordenadas para pensar la diferencia cultural y la política en las guerras nacionales. Si bien Strobel no retoma estas perspectivas y agrupa a indígenas y campesinos como “clases subalternas”, lejos de “carecer de interés político”, de “sentimientos de patria o de identidad nacional” o de ser “apáticos y desinteresados” –como a veces sugiere el autor y lo reiteran los documentos de la época–, el complejo panorama socioétnico que reconstruye en su libro nos abre la posibilidad de comprender mejor la política de los pueblos: las motivaciones y los objetivos que los llevaban de manera voluntaria –y no solo por coerción– a tomar las armas, las condiciones que imponían, las formas en las que negociaban y se organizaban, y de hacer un balance sobre las pérdidas y los logros en el corto y largo plazo, en un momento en que estaba en juego el lugar que los pueblos originarios ocuparían en el proyecto político de la nación. Por otro lado, este panorama también devela la complejidad de la política a nivel regional y la necesidad de pensar la política más allá de la ideología. Como lo argumenta Strobel, la adhesión a la causa republicana o imperialista por parte de los mexicanos de ese tiempo pudo derivar de múltiples causas que preceden al conflicto: una riña personal, una lucha de poder entre familias, disputas de larga data por tierras, alianzas regionales tejidas con otros conflictos, etc., cuyas narrativas terminarían siendo revestidas con las retóricas del liberalismo o el conservadurismo conocidas gracias a las proclamas de la época.

Otro sector protagónico en esta historia y sobre el que esperamos se produzcan futuros trabajos lo componen las decenas de miles de personas sin nombre, arrancadas por la fuerza de sus hogares y que formaron parte del horror que debió ser la leva. En el curso de las batallas que se describen en el libro, los números en las tropas bajan y suben a una velocidad angustiante: miles de personas obligadas a pelear sin armas, con un enemigo cambiante (reclutados por un bando y luego por el otro), contra el tifus, la fiebre amarilla y la sífilis, contra el hacinamiento y a punta de fusil. Primero vagabundos, “mal afamados”, desertores, luego indígenas y prisioneros, hasta finalmente abarcar todas las capas de la sociedad, sin distinción de color o clase social. Solo en la Ciudad de México, el 10% de la población masculina fue tomada por la leva; Guillermo Prieto denunció incluso el reclutamiento de un niño de nueve años. La práctica de la leva estaba tan integrada en los usos y costumbres de los altos mandos militares mexicanos que los franceses no pudieron más que resignarse a aceptarlo y fue tanto causa como consecuencia de muchos de sus males: del desabasto de granos, carne, tocino y manteca, de la falta de hombres voluntarios, del “desinterés y de la apatía” ante la causa republicana. Campesinos, ganaderos, mujeres, niños: todos corrían ante el grito “ahí viene la leva”que resuena en la cultura popular. Fueron breves los periodos en los que la deserción descendía –cuando se les aseguraba una ración de alimento diario, un real diario (jornal mínimo reglamentado) y algunas gratificaciones– pero, dado que las condiciones mínimas eran difícilmente sostenibles, la deserción fue una constante, incluso en desbandadas masivas (en un solo acto, huyeron hasta ochocientos).

De las grandes batallas y los grandes hombres de guerra retratados en la obra, Héctor Strobel no puede disimular su predilección por narrarla desde el punto de vista de los republicanos (de los imperialistas mexicanos nos habla menos) y, sin embargo, su pluma fina y clara nos introduce en el universo de los que viven y sufren el día a día de las guerras junto con los que las dirigen y las deciden, con lo que muestra que aún hay mucho que decir e investigar sobre los actores que participaron en este episodio hipernarrado de la historia. Con Resistir es vencer, el autor se suma a una estimulante tradición historiográfica: con La otra rebelión de Eric Van Young (2006) y La marcha fúnebre de Peter Guardino (2018) se han ido desenterrando los rostros sin nombre de quienes pelean las grandes guerras. Sin duda, esta obra se suma y abona a una mejor comprensión sobre este duro y doloroso siglo XIX en el que la única manera de vencer en una guerra de tantas y profundas desigualdades era, y aún es, resistiendo. ~

+ posts

es doctora en etnología y antropología social por la École des Hautes Études en Sciences Sociales. Es investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM.


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: