La historia como arma es parte de una trilogía que incluye La polis literaria. El boom, la Revolución y otras polémicas de la Guerra Fría (2018) y Combates por la historia en la Guerra Fría latinoamericana (2024). Con diversas fuentes y focos de interés, los tres giran alrededor de un mismo asunto: la postura de distintos actores de la vida intelectual durante un periodo histórico determinado –con énfasis en Cuba y México, pero sobre toda América Latina– y responden a un interés central en el trabajo y, seguramente, la vida de Rojas: conocer qué fue lo que pasó en su país de origen y en su país de acogida en el pasado, para así explicarse y explicarnos también el presente. Habrá quien, leyendo alguno de estos títulos –el segundo de los cuales estudia las polémicas historiográficas sobre esa cuestión en el siglo XX–, lamente la exclusión de algún grupo en las pesquisas, pero no debe perderse de vista que son parte de un engranaje mayor que ha querido abarcar todas las esferas intelectuales de un periodo que define así en Combates por la historia: “Se entiende por Guerra Fría al periodo que arranca en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial y desemboca en la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS.” Hay quien asegura que la Guerra Fría dio comienzo cuando el senador McCarthy denunció a varios funcionarios norteamericanos de ser espías soviéticos, o cuando, previamente, Whittaker Chambers acusó a Alger Hiss –uno de los fundadores de la ONU y exfuncionario del gobierno norteamericano– de ser también espía de la URSS y aportó las pruebas correspondientes. Ambos habían sido miembros secretos del Partido Comunista norteamericano.
Independientemente del momento preciso en que dio comienzo la Guerra Fría o el contexto que incluye, por supuesto, la construcción de la bomba atómica soviética, el triunfo de Mao en China ese mismo año o la Guerra de Corea, entre muchos otros acontecimientos, a Rojas le interesa lo que ocurrió en América Latina tanto en el campo intelectual o propio de la militancia, pero también en la cultura popular del continente, y considera que algunas de las dinámicas, reflejos y prácticas de la Guerra Fría pueden extenderse en nuestra región hasta nuestros días.
Dividido en nueve breves capítulos, Rojas centra su atención en el “latinoamericanismo”, la importancia del prefijo latino, sus mutaciones teóricas y políticas y pone en el escenario otro tipo de revolución: la de las ideas. Lo mismo atiende la imagen de la región en New Left Review, o el latinoamericanismo soviético (ampliación de un capítulo homónimo en Combates por la historia), que sigue los pasos de esos nombres que, en mi juventud escolar, me fueron impuestos como lecturas obligatorias: Marta Harnecker y Eduardo Galeano, más Vânia Bambirra, quienes constituirían, con Ángel Rama, los autores de cierto tipo de “ensayo social”, encumbrado por la izquierda latinoamericana como la ruta segura –y casi única– de interpretación, pese a sus diferencias o divergencias, bien expuestas por Rojas. De ellos, y quizá por mi desconocimiento de Bambirra –a quien ahora deberé leer– o mi sincero repelús por Harnecker, me resultó en verdad iluminadora la lectura sobre las ideas del mestizaje en Galeano y Fernández Retamar. Pero hay otro aspecto que me interesa aún más. En 1971 –año decisivo para la historia cultural del siglo pasado latinoamericano– aparecieron Las venas abiertas de América Latina, Todo Calibán y la segunda edición de Corriente alterna. Ni Galeano ni Fernández Retamar –quien muy seguramente conoció el libro de Paz, pues el mexicano no solo se lo recomendó para entender sus ideas sobre el porvenir de América Latina y la democracia, sino que prometió enviárselo– mencionan ese libro del poeta. No tendrían por qué hacerlo, pero es justamente ese tipo de ausencias las que se me revelan con toda claridad en el libro de Rojas, no como un defecto, sino como una fotografía, pero también como un síntoma del tiempo que recoge y también de su deriva.
Cuando, ya entrado este siglo, intenté realizar un doctorado con un estudio sobre el proceso de la revelación poética en Elsa Cross y José Luis Rivas, mi protocolo fue rechazado porque en mi bibliografía y en mi escrito aparecían Eliot y muy claramente El arco y la lira de Paz. “Esa lectura no puede ser parte del corpus teórico –me dijeron–. Ese libro ya fue superado.” Habrá a quien le sorprenda que el libro de Rojas no contemple a los grandes escritores latinoamericanos que en el siglo XX propusieron lecturas del cuerpo literario hispanoamericano porque no establecieron una “teoría” explícita –aunque Reyes me desmentiría– o porque leyeron la literatura como un organismo vivo y no como pretexto para el establecimiento de “metodologías”. Esa otra tradición del pensamiento ha sido sistemáticamente desdeñada y ocultada bajo el peso de una concepción hegemónica –aunque se sorprendan sus oficiantes– de los estudios literarios que se olvidó, irónicamente, de la literatura. Hoy mismo, el posgrado de la institución donde laboro está “articulado” desde la perspectiva de Ángel Rama y apenas hace unos días debí defender el protocolo de un estudiante que deseaba estudiar las ideas estéticas de Fuentes, que fueron juzgadas por los colegas como “anquilosadas”. Lamento traer a cuento asuntos propios del claustro, pero es que justamente el libro de Rojas evidencia la batalla que, en la interpretación de la literatura, perdieron los escritores frente a los “teóricos” y los profesores.
“La teoría como casus belli” se llama el capítulo que Rojas dedica al momento –fechado entre las décadas de los sesenta y setenta– cuando ocurrió la disputa intelectual “por el estatuto de la teoría literaria latinoamericana” y que, por obvias razones, es importante para mí. En él, y junto con el capítulo dedicado a Ángel Rama, Rojas expone el nacimiento y auge de ideas acerca de lo literario que aún hoy perviven. En el relato de esa batalla –que inicialmente giró alrededor del tipo de teoría “que merecía la literatura latinoamericana” y que procuraba una construcción “verdaderamente marxista-leninista”– aparecen, como en todo el libro, las posturas de las distintas revistas –aquí, sobre todo, Criterios y Casa de las Américas, o de su director, Roberto Fernández Retamar y su Calibán– y la interpretación de la literatura, ligada siempre a las ideas políticas que los actores defendían, hasta la muy interesante revisión de La ciudad letrada que no incluyó las ideas de Rama a propósito de la Revolución cubana debido a la muerte prematura de su autor. Rojas considera que, de haber podido hacerlo, “Rama habría tenido que girar sobre sus pasos y volver a narrar e interpretar la relación del proceso revolucionario con la intelectualidad latinoamericana”. Reconstruye así los cambios y decepción de Rama alrededor de la Revolución con base, sobre todo, en su correspondencia con distintos personajes o sus artículos en Marcha. Es verdad que Rama criticó la actitud persecutoria del régimen cubano, sobre todo a partir del caso Padilla, pero no dejo de pensar que el uruguayo olvidó que él también había participado en la persecución contra Mundo Nuevo y los intelectuales afines a esa revista pocos años atrás.
La relación de la batalla por las ideas en torno a la teoría literaria hace que, entre otras razones, el libro de Rafael Rojas sea importante. Con la excepción de Alejo Carpentier y su “melancolía”, expone, por su ausencia, esa región de la crítica literaria, política, histórica y social, que ha sido víctima del silencio –o del “insustituible mexicanismo” ninguneo, según lo califica Fernández Retamar en Todo Calibán– y cuyo origen, en la historia de la cultura del siglo XX latinoamericano, Rojas muestra con claridad y pertinencia. ~