La torre y la cloaca

Siempre ha sido más difícil entender a la derecha radical que a la izquierda radical de Estados Unidos: aglutina a conservadores nacionalistas, católicos, evangélicos, populistas seculares, fanáticos de las armas y un largo etcétera. Aunque carezcan de un objetivo común, es posible diseccionar la ideología de las nuevas derechas y su oferta de un mundo más allá del liberalismo.
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Cuando se busca algo que se ha perdido, cualquier cosa es una señal.
Eudora Welty, “La gran red”

Una mañana nublada a fines de la década de 1980 visité la iglesia que estaba frente a mi departamento en París, cruzando la calle. Tenía curiosidad. La parroquia de San Nicolás del Chardonnet era entonces la sede del arzobispo Marcel Lefebvre, un opositor cismático de las reformas del Vaticano II que acababa de ser excomulgado por el papa Juan Pablo II. Católicos conservadores provenientes de toda la ciudad se apretujaban en la iglesia los domingos para escuchar cantos gregorianos y la misa tridentina recitada en latín. Una experiencia hermosa, prohibida.

Después de la ceremonia, un buen número de congregados se reunieron en el pequeño atrio de la iglesia para conversar y hojear algunos de los libros y periódicos derechistas expuestos sobre mesas plegadizas. Cuando yo rondaba frente a una de ellas, un joven mencionó una tienda donde yo podría encontrar más ejemplares en la misma línea. Arrancó un pedazo de papel y escribió una dirección, diciéndome que la librería no tenía escaparate –hubo intentos por incendiar locales anteriores–, de modo que solo debía tocar a la puerta.

Fui, toqué, me observaron y luego me admitieron. Tras una gruesa cortina roja descubrí un revoltijo de libreros demasiados llenos, que cubrían las paredes de una habitación de buen tamaño. A pesar de las apariencias resultó haber orden en el desorden: la colección había sido dispuesta cronológicamente según las obsesiones históricas de la derecha francesa, en conflicto unas con otras.

El primer librero estaba dedicado al neopaganismo de la Nouvelle Droite (Nueva Derecha), que desde la década de 1960 ha inspirado el escritor y editor Alain de Benoist; su ¿Cómo se puede ser pagano? (1981) se considera uno de sus textos fundacionales. En un sentido, este grupo es, aunque minúsculo, la fuerza más radical de la derecha europea, puesto que sitúa el Edén tan lejos en el tiempo que culpa al advenimiento del cristianismo hace dos milenios de la implacable decadencia de Europa. El siguiente librero, no obstante, contenía historias que enaltecían la victoria cristiana sobre el paganismo y añoraban la simple armonía de la Edad Media monástica. Junto a estos, encontré suntuosos tomos que celebraban la no monástica grandeza de la Casa Católica de Borbón. Unos cuantos libreros se dedicaban después a la catástrofe de la revolución, con hagiografías de los levantamientos contrarrevolucionarios de los chuanes y los vandeanos.

Más adelante en el pasillo figuraban libros fuertemente antialemanes centrados en la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Tras de estos, predeciblemente, había una amplia colección de obras anti-dreyfusard; todas ellas supuestamente probaban que, aun si Alfred Dreyfus no fuera un agente alemán, al menos quienes lo apoyaban sí lo eran. Pero en el librero de al lado encontré biografías filogermánicas de generales nazis como Erwin Rommel y los heroicos colaboradores de Vichy.

Seguían libros iracundos sobre la Argelia francesa, que incluían autobiografías de oficiales de la Organización Armada Secreta que resistió la retirada francesa de su colonia y en represalia intentó asesinar al presidente francés Charles de Gaulle en 1962. El último estante contenía ataques contra los estudiantes rebeldes de mayo de 1968, que también quisieron echar a De Gaulle, aunque por razones muy diferentes. Y al final, en el piso junto a la caja registradora, una cesta de alambre estaba llena de casetes de música de heavy metal racista, de bandas con nombres alemanes.

París era una fiesta de hierbas amargas.

Siempre ha sido más difícil entender a la derecha radical que a la izquierda radical. En el pasado, cuando había librerías serias de izquierda que servían a socialistas activos y no a estudiantes universitarios con tiempo libre, también eran un tanto caóticas. Autores utópicos se codeaban con estalinistas, anarquistas con trotskistas, exégetas de la sabiduría del presidente Mao con intérpretes de la sabiduría del líder albanés Enver Hoxha (una cosa de los setenta).

Cada uno de los movimientos de liberación poscolonial entonces activos figuraba en sus estantes respectivos, incluidos muchos manifiestos escritos por oscuros revolucionarios destinados a volverse infames tiranos. Y, sin embargo, a pesar de la variedad intelectual y geográfica, uno siempre tenía la idea de que los autores imaginaban el mismo objetivo abstracto: un futuro de la emancipación humana hacia un estado de libertad e igualdad.

¿Pero qué objetivo final comparten los de la derecha radical? Eso es más difícil de discernir, puesto que cuando se refieren al presente casi siempre hablan en pasado. La vida contemporánea se compara con un mundo perdido parcialmente imaginado que inspira y limita la reflexión sobre futuros posibles. Puesto que existen muchos pasados que en teoría podrían provocar una nostalgia militante, uno podría pensar que la derecha política sería en consecuencia irremediablemente conflictiva. Esto resulta no ser cierto. Es posible asistir a conferencias de derecha cuyos expositores incluyan a conservadores nacionales enamorados de la Paz de Westfalia, populistas seculares enamorados de Andrew Jackson, protestantes evangélicos enamorados del Muro de los Lamentos, paleocatólicos enamorados de la Iglesia del siglo V, fanáticos de las armas enamorados del Wild West del siglo XIX, halcones enamorados de la Guerra Fría del siglo XX, aislacionistas enamorados del Comité Primero América de la década de 1940, y muchachos con acné ondeando gruesos manifiestos escritos por un personaje absurdo conocido como el Perverso de la Edad de Bronce. Y todos se llevan bien.

La razón, considero, es que esos pasados útiles sirven más a la derecha como jeroglifos simbólicos que como verdaderos modelos para orientar la acción. Es por eso que están en boga o dejan de estarlo de manera impredecible, dependiendo de los cambios en el clima político e intelectual. Lo más que se puede decir es que, entre más a la derecha se encuentre uno, mayor convicción se tiene de que una ruptura histórica decisiva originó el detestable presente y de que la creciente decadencia debe enfrentarse con… bueno, con algo. Es aquí cuando las cosas se vuelven ambiguas.

La vaguedad retórica es un arma política poderosa, como lo entendieron los revolucionarios del pasado. Jesús una vez comparó el Reino de Dios con la “levadura que una mujer tomó y ocultó en tres medidas de harina, hasta que todo quedó fermentado”. No muy esclarecedor, pero tampoco muy polémico. Marx y Engels hablaron alguna vez de una sociedad comunista posrevolucionaria en la que uno podría cazar en la mañana, pescar en la tarde y escribir iracundos manifiestos por la noche. Después de esto abandonaron el tema. Mantener la ambigüedad respecto al futuro es lo que permite a los estadounidenses de derecha, con visiones muy distintas del pasado, compartir en el presente un sentido ilusorio de propósito común.

¿Cómo, entonces, se puede comprender a la derecha radical hoy en día? Antes de la elección de Donald Trump en 2016, la respuesta instintiva de los liberales y progresistas estadounidenses era simplemente no intentarlo. Periodistas que se infiltraron en grupos de extrema derecha, o estudiosos que analizaron sus ideas con seriedad, fueron con frecuencia tratados como agentes provocadores (como puedo atestiguar). Esto ha cambiado. Hoy en día periodistas cubren a muchos de los grupos y movimientos importantes, y sondean con eficacia el fondo más profundo del parloteo de la derecha por internet. Quien quiera saber qué se está diciendo en esos círculos oscuros, en Estados Unidos y alrededor del mundo, puede ahora averiguarlo.

Pero mantenerse al tanto de las tendencias no es lo mismo que comprender lo que significan. Lo que con mucha frecuencia parece faltar en nuestros reportajes es la percepción de la psicodinámica del compromiso ideológico. Los grandes novelistas políticos del pasado –Dostoievski, Conrad, Thomas Mann– crearon protagonistas que exponen argumentos ideológicos coherentes, a los que otros personajes responden con seriedad, pero que también revelan algo significativo sobre su configuración psicológica. (Un ejemplo clásico son las batallas intelectuales de Lodovico Settembrini y Leo Naphta en La montaña mágica.) Estos autores escribieron como los buenos psicoanalistas practican su arte en el consultorio. Los analistas no descartan las razones que damos para lo que sentimos y creemos, que pueden contener mucha verdad. No están solamente tendiéndonos una emboscada para que afloren nuestros motivos “verdaderos” –o sea, bajos– y puedan rechazar las razones que habíamos expresado (una excusa común para no poner atención a la derecha). Nos observan a través de dos lentes diferentes: como seres inquisitivos que en ocasiones encuentran la verdad, y como seres que se autoengañan, cuyas búsquedas son decididamente incompletas, reveladoramente repetitivas, cargadas emocionalmente y con frecuencia autodestructivas. Esta es la habilidad requerida para comenzar a comprender los movimientos ideológicos más importantes de nuestro tiempo, especialmente los de derecha.

A mi modo de ver, la corriente de derecha estadounidense más interesante psicológicamente hoy en día es el posliberalismo católico, a veces llamado “conservadurismo por el bien común”. El “pos” en “posliberalismo” se refiere a un rechazo de los fundamentos intelectuales del individualismo liberal moderno. La atención no está en un conjunto estrecho de principios políticos –como los derechos– sino en una visión moderna que lo abarca todo y que, según los posliberales, valora la autonomía por encima de cualquier otra cosa y que parece indiferente a los efectos psicológicos y sociales del individualismo radical. Semejante visión no solo es hostil a la noción de límites morales a la acción humana, naturales o impuestos socialmente, que también son necesarios para la felicidad de las personas. También ha minado gradualmente los fundamentos intelectuales preliberales de las sociedades occidentales, que en el pasado facilitaban proteger el bien común contra las pretensiones de individuos egoístas. Los posliberales católicos quisieran establecer (o restablecer) una visión más comunitaria de la buena sociedad, una en la cual las instituciones democráticas estarían en cierto modo subordinadas a una visión moral superior, autorizada, del bien humano –lo que para muchos de ellos significa la autoridad de la Iglesia católica.

Desde la pasada década, entre las élites intelectuales de derecha ha ido creciendo el interés por las ideas y prácticas católicas, y no es inusual encontrar a jóvenes conservadores en instituciones de la Ivy League que se convirtieron o renovaron su fe después de entrar a la facultad. Estos estudiantes se reúnen con frecuencia en nuevos centros de estudio fuera del campus, financiados por fundaciones conservadoras y donantes católicos, donde invitan a conferenciantes y leen juntos obras clásicas. Aunque no comparto su fe, he tenido estudiantes como estos y los estimo. La mayoría están buscando honestamente sentido y dirección, y en estos centros han encontrado compañerismo intelectual. De alguna manera me recuerdan a estudiantes estadounidenses de principios de la década de 1960 que querían escapar de la pesadilla climatizada en la que se sentían atrapados y, en busca de alimento espiritual, voltearon hacia importantes autores religiosos del momento, como Thomas Merton y Paul Tillich, un capítulo olvidado en la historia canónica de la década de los sesenta.

Como ellos, los estudiantes que veo sienten el vacío de la cultura contemporánea, ahora agudizado por las relaciones, efímeras pero tensas, que tienen con otros en línea. Así que uno puede comprender su entrega romántica a la noción de la tradición católica y su herencia intelectual, que prometen estructura y profundidad espiritual. (Algo similar ocurre con los estudiantes judíos atraídos por el movimiento ortodoxo moderno.) Es también fácil ver cómo podrían sentirse atraídos por posliberales de derecha, que pretenden revelar que el origen de su desesperación no es la existencia humana en sí –como pensaban Merton y Tillich– sino más bien “el proyecto liberal de modernidad”. Esto los hace altamente susceptibles a los sueños de retornar a las enseñanzas sociales cristianas premodernas, que apuntalarían una sociedad más decente y justa, y vidas personales más significativas para ellos mismos. Esta es una esperanza vana pero no despreciable.

El libro que primero cristalizó la manera de sentir posliberal fue ¿Por qué ha fracasado el liberalismo?, de Patrick Deneen, que causó un gran revuelo tras su publicación en 2018 y recibió la aprobación de Barack Obama. La descripción del pensamiento posliberal que ofrecí arriba proviene en buena medida de ese libro. Deneen se centró particularmente en cómo la idealización de la autonomía ha actuado como un ácido que corroe los fundamentos culturales más profundos heredados de la era cristiana, los que en su concepción sostenían costumbres y creencias compartidas que cultivaban familias estables, un sentido de obligación y virtudes como la moderación, la modestia y la caridad. Ross Douthat resumió bien su argumentación:

Donde antes entregaba igualdad, el liberalismo ahora ofrece plutocracia; en vez de libertad, una apetencia regulada por un estado de vigilancia; en lugar de libertad intelectual y religiosa verdadera, conformidad y mediocridad en aumento; ha reducido ricas culturas a productos de consumo, destruido relaciones sociales y familiares, y nos ha dejado a todos como habitantes, aislados y sospechosos los unos de los otros, de una “anticultura” de la cual han huido muchos bienes humanos genuinos.1

Qué tan persuasiva encuentre uno esta descripción dependerá de si uno comparte la visión sombría de Deneen respecto de cómo vivimos hoy día.2 La mayoría de la derecha posliberal la comparte. Pero también introduce al cuadro preocupaciones que típicamente animan a la izquierda, como la influencia política del capital, los privilegios de una élite endogámica y meritocrática, la devastación del medioambiente y los efectos deshumanizantes de una innovación tecnológica sin fin, todo lo cual Deneen interpretó como los frutos del individualismo liberal. Los posliberales se ven a sí mismos desarrollando una visión del bien común más comprehensiva, que integra la cultura, la moralidad, la política y la economía, lo cual haría al conservadurismo más consistente consigo mismo al liberarlo de la idolatría –tan propia de la era Reagan– de los derechos de propiedad individuales y el mercado.

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Si bien Deneen es católico y profesor en la Universidad de Notre Dame, ¿Por qué ha fracasado el liberalismo? no es un libro explícitamente católico. Para comprender cómo el disgusto respecto del presente liberal podría hacer al catolicismo psicológicamente atractivo, es útil leer los apuntes autobiográficos político-espirituales de Sohrab Ahmari, Fuego y agua. Mi viaje hacia la fe católica. Ahmari, un amigo y aliado de Deneen, nació como musulmán en Irán en 1985 y sus educados padres lo llevaron a Estados Unidos a la edad de trece años. En su relato, casi inmediatamente comenzó a desdeñar el “ecumenismo sentimental liberal” en el que estaba siendo criado. Se volvió entonces un converso serial, una especie conocida para los pastores. Fue primero un entusiasta ateo adolescente, luego un entusiasta nietzscheano, luego un entusiasta trotskista, luego un entusiasta posmodernista y finalmente un muy entusiasta neoconservador (son muchos estantes). Más o menos en ese tiempo sus escritos atrajeron la atención del Wall Street Journal y pronto se incorporó al equipo de la página editorial.

Ahmari considera ahora su revoloteo político una búsqueda inconsciente por llenar un vacío espiritual. Como suele ocurrir en las historias de conversión, se produce una epifanía y las cosas comienzan a cambiar. Víctima del consumo excesivo de alcohol y de una fuerte resaca, entró de casualidad en 2008 a una iglesia en Manhattan donde se celebraba una misa. Cuando las campanas sonaban para la adoración del sacramento, se derritió: “Las lágrimas corrieron de mis ojos y por mi rostro. No eran lágrimas de tristeza y ni siquiera de felicidad. Eran lágrimas de paz.” Le tomó ocho años más convertirse oficialmente al catolicismo y, según su propio recuento, la decisión fue lo mismo política que teológica. “Anhelaba una autoridad estable tanto como la redención”, escribe, y la Iglesia representaba “orden, continuidad, tradición y totalidad. Confianza”. Si ganar eso significaba tener que aceptar incluso la oscura doctrina de la encarnación, que así sea: “Su misma improbabilidad abonaba en mi mente a su favor.”

Ahmari es un autor que desarma. En un punto en su libro pregunta: “¿Había yo encontrado en la fe católica un modo de expresar las aspiraciones reaccionarias de mi alma persa, aunque en clave latina?” Nunca responde esto, pero cualquier lector imparcial podría hacerlo por él: sí. Pero faltaba todavía otra conversión más: del neoconservadurismo al posliberalismo.

Al principio fue crítico de populistas como Donald Trump y Viktor Orbán cuando aparecieron en escena, y escribió en 2017 que “los argumentos para entregarse al iliberalismo político son débiles, incluso dentro del marco social-conservador […] Lo que encomia al liberalismo es la experiencia histórica, no una teoría abstracta”.3En el transcurso de dos años, sin embargo, ya predicaba un sermón distinto, dirigido tanto en contra de los neoconservadores como en contra de la izquierda. Hoy en día Ahmari se presenta como un conservador cultural que admira a Orbán –el Enver Hoxha del posliberalismo estadounidense– y un socialdemócrata económico que admira a Elizabeth Warren. Su último libro, Tyranny, Inc., es un ataque cruento y bastante efectivo contra el capitalismo financiero neoliberal y la “utopía de mercado” de Silicon Valley, y una exaltación de los sindicatos, regulaciones, planes de retiro de beneficio fijo y muchas otras buenas medidas progresistas. Como Deneen, considera a los libertarios de izquierda y de derecha como gemelos malditos engendrados por una clase privilegiada liberal que debe ser derrocada en nombre de la dignidad humana y de una sociedad ordenada que sirva a los que menos tienen. Su proyecto más reciente es Compact, una vivaz revista en línea que cofundó y edita, donde antiliberales de izquierda y derecha –de Glenn Greenwald y Samuel Moyn a Marco Rubio y Josh Hawley– exhiben sus mercancías.

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Adrian Vermeule, un profesor de leyes de Harvard especializado en derecho constitucional y administrativo, fue cortado de otra tela. Él también se convirtió al catolicismo en la década pasada, convencido de que “no hay un terreno estable intermedio entre el catolicismo y el materialismo ateo”. Aparentemente la Virgen María fue importante en esta decisión: “Detrás y arriba de todos los que me ayudaron en el camino, ahí estaba una gran Señora.”4

Vermeule es a la vez más penetrante y más intelectualmente radical que sus amigos Deneen y Ahmari, lo que da a sus escritos una calidad bifronte, como Jano. Sus libros académicos son doctos y bien argumentados, y ocupan un lugar en los debates constitucionales contemporáneos, incluido Los jueces frente al Leviatán. El control judicial del Estado administrativo (2020), que escribió con su colega liberal (y colaborador de la New York Review of Books) Cass R. Sunstein. Cuando escribe en línea, saca a su id de la puerta trasera y se pone a destrozar el jardín. Un poco como los islamistas radicales que hablan de paz en inglés pero de guerra en árabe, Vermeule ha aprendido a ajustar su retórica según su audiencia.

Su libro más reciente, Common good constitutionalism (‘Constitucionalismo del bien común’), argumenta de manera contundente a favor de abandonar las lecturas tanto progresista como originalista de la Constitución de Estados Unidos, y regresar a lo que llama “la visión clásica de la ley”. Esta tradición, enraizada en las obras de juristas romanos y en Tomás de Aquino, consideró a la ley civil como un marco estable para procurar los bienes comunes de paz, justicia, abundancia y solidaridad con la comunidad como un todo. Los derechos importan en semejante sistema, pero solo de modo derivativo, como un medio para alcanzar esos fines. La libertad, en la visión de Vermeule, es “un mal amo pero un buen sirviente”, si se le constriñe y se le dirige adecuadamente. Estas son ideas muy antiguas, pero Vermeule logra infundirles nueva vida de un modo estimulante que sorprenderá a los juristas liberales y conservadores convencionales. Por ejemplo, en una síntesis de la línea argumental del libro publicada en The Atlantic, escribe:

Si elaboramos sobre el principio del bien común de que no existe el derecho constitucional a rechazar la vacunación, la ley constitucional definirá en términos amplios la autoridad del Estado en materia de proteger la salud y el bienestar públicos, y de proteger a los débiles de pandemias y azotes de varios tipos –biológicos, sociales y económicos–, incluso si para hacerlo se necesita invalidar las apelaciones egoístas de individuos a “derechos” privados.

Este es un libro que vale la pena estudiar.

Tal es el Vermeule convencional. Un personaje más iracundo aparece en revistas de derecha como First Things (‘Primeras Cosas’) y en oscuros sitios web de la extrema derecha católica. Ahí opera según una máxima tomada de la tradición reaccionaria católica que va de Joseph de Maistre a Carl Schmitt: “Todo conflicto humano es a final de cuentas teológico.”5 En estos escritos, el liberalismo no es una teoría política y legal equivocada, o incluso un modo de vida social equivocado. Es una “fe evangelista, de lucha”, con su escatología, clero, mártires, pastores evangélicos y sacramentos, dirigidos a combatir a los enemigos conservadores del progreso.6 Su fuego debe ser combatido con el fuego.

Vermeule es un hombre cansado, cansado de esperar el cambio, cansado del “quietismo” de derecha, cansado de ser meramente tolerado por el opresivo orden liberal que dice: “Eres bienvenido a ser un extremista doméstico, con tal de que tu extremismo permanezca domesticado de forma segura”7 (un guiño a Herbert Marcuse). Quiere un movimiento radical contra el liberalismo que “no esté meramente interesado en volver más lento su progreso, sino en derrotarlo, deshacerlo”. En su opinión, solo un catolicismo político consciente de sí mismo, que distinga el poder temporal del espiritual pero en última instancia subordine el primero al segundo, podrá enfrentar el desafío histórico. Tiene la esperanza de que una crisis y una epifanía provocarán una realineación revolucionaria:

El hambre de lo real podrá entonces desesperar tanto a la gente, volverla tan harta de la falsedad esencial del liberalismo, que aceptarán la apuesta de que la Verdad […] prevalecerá, o por lo menos aceptarán la apuesta de entrar en coalición con otras variantes antiliberales.8

Vermeule es un tipo psicológico reconocible de los movimientos revolucionarios: el Acelerador. Los aceleradores actúan como azotes de sus camaradas, cuya cobardía, sostienen, es todo lo que detiene a la revolución. Históricamente han aparecido en la izquierda y la derecha radicales como enemigos de los socialdemócratas y de los reformadores liberales que difunden la ilusión de que es posible el mejoramiento a través de las instituciones democráticas. Los aceleradores se ven a sí mismos como la vanguardia de la vanguardia y se burlan del rechazo de sus aliados a “desatar la mierda”, como reza el mantra de Silicon Valley. Eventualmente se convierten en la imagen especular de sus despiadados enemigos imaginados.

Vermeule aún no llega a ese punto. En vez de eso, adoptó la estrategia de corto plazo de alentar a la gente de derecha a hacer una larga y sigilosa marcha dentro de las instituciones del gobierno (guiño a Rudi Dutschke). “De lo que se trata”, escribe, “es de encontrar una posición estratégica desde la cual quemar la fe liberal con hierros calientes, derrotar y capturar los corazones y las mentes de agentes liberales, apoderarnos de las instituciones del orden antiguo”. Y el mejor lugar desde el cual hacerlo es dentro de la rama ejecutiva, donde en ocasiones es posible subvertir el statu quo sin tener que tratar más directamente con instituciones representativas como el Congreso y las legislaturas estatales. Así como José se insinuó en la corte real egipcia para proteger a los judíos, así los posliberales deberán incrustarse en las burocracias y conducir las decisiones políticas en la dirección correcta, presumiblemente hasta que un faraón antiliberal se haga cargo (otra vez).

Vermeule soltó estas ideas de capa y espada en una reseña crítica de ¿Por qué ha fracasado el liberalismo? de su amigo Deneen, en 2018. En ese libro Deneen aún esperaba redimir el liberalismo apuntalando los fundamentos morales de comunidades locales y educando a los jóvenes en la prioridad del bien común. Vermeule el Aceleracionista lo reconvino, dijo que estaba fascinado por la “mistificación” del orden liberal. La contrarrevolución se acerca: ¿a qué le tienes miedo?

Deneen tomó este reto en serio y responde en su último libro, Cambio de régimen. Hacia un futuro posliberal, que se lee como si hubiese sido escrito por una persona diferente. El tono de ¿Por qué ha fracasado el liberalismo? era de lamento, de llanto incluso por algo valioso que se había perdido. El nuevo libro intenta sonar más radical, pero está tan a medio hacer que por momentos parece una parodia de la literatura comprometida, escrita en un tipo de straussianismo demótico. Deneen hace eco del viejo grito de guerra de los contrarrevolucionarios de “todo esfuerzo por ‘conservar’ debe primero derrocar radicalmente la ideología liberal del progreso”. La buena noticia es que “los muchos” –a los que también llama, sin sombra de ironía, “los demos”– están alcanzando la conciencia de clase, pero carecen del conocimiento y la disciplina para refinar su ira y definir un programa para gobernar. Lo que necesitan son líderes que sean parte de la élite pero se vean a sí mismos como “traidores de clase” listos para actuar como “mayordomos y cuidadores del bien común”. Llama a esto “aristopopulismo” y a sus practicantes “aristoi” (Garbo se ríe). Es una fantasía muy vieja de intelectuales políticos engañados volverse la vanguardia pedagógica de una revolución popular y hacerles ver a sus líderes un destello de la verdadera luz. Imagine a un profesor de Notre Dame que, mientras se pasea por la estoa de South Bend, Indiana, explica al chamán de QAnon la distinción escolástica entre ius commune y ius naturale, y se hará una idea.

Por improbable que parezca la idea de que los aristoi de derecha realicen una larga marcha dentro de las instituciones, circuló en un momento en que los activistas trumpianos utilizaron la misma estrategia y se prepararon para una batalla contra el “Estado profundo”, si es que Trump resultaba reelecto. La Heritage Foundation, por ejemplo, contribuyó con cerca de un millón de dólares a Project 2025, que compiló una base de datos de cerca de veinte mil derechistas confiables que en una segunda administración de Trump podrían inmediatamente ser nombrados a puestos de gobierno. La esperanza no era solamente reemplazar a aquellos que habían sido nombrados por Biden, lo que a menudo exige la aprobación del Congreso, sino establecer una nueva categoría de puestos de servicio civil (Schedule F) que podrían ser cubiertos por leales, lo cual es ilegal bajo la ley vigente. Trump había establecido esta categoría tarde en su presidencia, y la administración de Biden rápidamente la derogó después de la elección de 2020. Pero con bastante facilidad los republicanos podrían restaurarla después de una victoria de Trump, y parecen tener esa intención. Como lo expresa la Heritage Foundation en una declaración de propósitos para Project 2025:

Para los conservadores no es suficiente ganar elecciones. Si vamos a rescatar al país de la sujeción de la izquierda radical, necesitamos a la vez una agenda de gobierno y la gente correcta en su sitio, lista para aplicar esta agenda el Día Uno de la administración conservadora que vendrá.9

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Esta noción de que el cambio social debe provenir de la cúspide es, en la tradición católica, muy papal. En este sentido, los posliberales que escriben hoy día son papistas en espíritu, aunque el actual pontífice no los haya convencido del todo. Es llamativo que en sus obras casi nunca hablan del poder que tendría el evangelio de transformar a una sociedad y una cultura desde abajo transformando en primer lugar la vida interior de sus miembros. Salvar almas es, a fin de cuentas, un negocio de menudeo, no de mayoreo, y no tiene nada que ver con hacer maniobras para obtener poder político en un mundo caído. Semejante ministerio requiere paciencia, caridad y humildad. Significa encontrar a personas concretas en el lugar donde estén y persuadirlas de que otra mejor manera de vivir es posible. Este es el tipo de ministerio que deberían estar realizando los posliberales si toman en serio aquello de querer que los estadounidenses abandonen su individualismo vacío y hedonista, y no estar tramando planes para infiltrar el Ministerio de Educación.

Jesús imploró a sus discípulos ser “prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas” cuando salieron al mundo a predicar la Palabra. Deneen aconseja a los topos posliberales adoptar “medios maquiavélicos para fines aristotélicos” en la esfera política. Este es un mensaje evangélico muy diferente y trae a la mente la sabia observación de Montaigne de que “es mucho más fácil hablar como Aristóteles y vivir como César que hablar y vivir como Sócrates”. Ahmari, siempre incendiario, se dirige a los soldados en un lenguaje más militante, y los exhorta a

pelear la guerra cultural con el objetivo de derrotar al enemigo y gozar de los despojos en la forma de una plaza pública reordenada según el bien común y, en última instancia, el Bien Más Alto […] La civilidad y la decencia son valores secundarios […] Debemos procurar el uso de nuestros valores para imponer nuestro orden y nuestra ortodoxia, no pretender que podrían de algún modo ser neutrales. Reconocer que la enemistad es real es una obligación moral de nuevo tipo.10

La fe podrá mover montañas, pero es demasiado lenta para estos Jinetes del Apocalipsis.

Visto desde cierta perspectiva, los posliberales captan varias cosas acertadamente. Hay un malestar –llámenlo cultural, llámenlo espiritual, llámenlo psicológico– en las sociedades occidentales modernas, que se refleja ante todo en el estado preocupante de nuestros niños, que están cada vez más deprimidos y tienen tendencias suicidas. Y en verdad carecemos de vocabulario y conceptos políticos adecuados para articular y defender el bien común y poner límites necesarios a la autonomía individual, desde el control de armas hasta evitar que la pornografía por internet llegue a los niños. Sobre esto, muchos en el espectro político podrían convenir. ¿Qué liberal o progresista hoy día podría rechazar el argumento de Vermeule de que “un Estado justo es un Estado que tiene amplia autoridad para proteger a los vulnerables de los estragos de las pandemias, los desastres naturales y el cambio climático, y de las estructuras subyacentes del poder corporativo que contribuyen a estos sucesos”?11

Él, sin embargo, tiene una teoría católica de gobierno desarrollada para explicar por qué así debe ser necesariamente. ¿Los liberales y progresistas tienen una hoy día? Yo sé que yo no.

Pero desde otro punto de vista, los posliberales ofrecen tan solo un ejemplo más de la psicología de la histeria ideológica autoinducida, que comienza con la identificación de un problema genuino y rápidamente muta a una sensación de crisis mundial-histórica y a la designación de uno mismo y de nuestros camaradas como los elegidos, llamados a golpear al adversario –de manera literal en este caso–. Como lo formula Vermeule,

parecería que la enemistad más profunda del liberalismo se reserva en última instancia a la Santísima Virgen. Y es así como Génesis 3:15 y Revelaciones 12:1-9, que describen al enemigo implacable de la Virgen, nos dan la mejor pista acerca de la verdadera identidad del liberalismo.12

Se refiere a Satán.

Los posliberales están atorados en la repetición de errores cometidos por muchos movimientos de derecha, que se enredan tanto en su propia retórica hiperbólica y en una dramaturgia histórica fantasiosa, que eventualmente se vuelven irrelevantes. Mientras su prioridad sean las guerras culturales y no difundir la Buena Nueva, estos católicos inevitablemente se decepcionarán en los Estados Unidos seculares posprotestantes, donde incluso los demos de los estados republicanos piden acceso a la pornografía, el aborto y la mariguana. Los posliberales acaso obtengan su propio librero en la biblioteca del movimiento reaccionario estadounidense. Pero el resto de la derecha de Estados Unidos eventualmente se irá, en busca de nuevos símbolos y jeroglíficos para soñar sus sueños.

Me preocupan los jóvenes atraídos ahora por el movimiento. Su descontento con las vidas solitarias, superficiales e inestables que ofrecen nuestra cultura y economía les honra. Pero encontrar el verdadero origen de nuestro desasosiego nunca es un asunto sencillo, para jóvenes o viejos. Es mucho más fácil encantarse con cuentos de hadas históricos y unirse a una secta política partidista que promete la redención del presente, que reconciliarse con el hecho de que nunca va a estar uno completamente reconciliado con la vida o el momento histórico, y voltear hacia su interior. Si yo fuese un creyente y me pidieran que les predique un sermón, les diría que sigan cultivando juntos sus mentes y (por qué no) sus almas, y que dejen Washington a los Césares de este mundo. Y les advertiría que las aguas políticas que rodean a sus montes Saint-Michel conservadores están marcadamente comenzando a oler a cloaca. ~

Traducción del inglés de Andrea Martínez Baracs.
Publicado originalmente en The New York Review of Books.

Patrick J. Deneen
¿Por qué ha fracasado el liberalismo?
Traducción de David Cerdá García
Madrid, Rialp, 2018, 256 pp.

Sohrab Ahmari
Fuego y agua. Mi viaje hacia la fe católica
Traducción de Aurora Rice
Madrid, Rialp, 2019, 238 pp.


  1. “Is there life after liberalism?”, en The New York Times, 13 de enero de 2018. ↩︎
  2.  Para una crítica de la visión de Deneen, véase Robert Kuttner, “Blaming liberalism”, en The New York Review of Books, 21 de noviembre de 2019. ↩︎
  3.  “The terrible American turn toward illiberalism”, en Commentary, octubre de 2017. ↩︎
  4. Madeleine Teahan, “There is no middle way between atheism and catholicism, says Harvard professor who has converted”, en Catholic Herald, 28 de octubre de 2016. ↩︎
  5. “All human conflict is ultimately theological”, en Church Life Journal, 26 de julio de 2019. ↩︎
  6. Véase la reseña de Adrian Vermeule de Why liberalism failed, de Deneen, “Integration from within”, en American Affairs, vol. 2, núm. 1 (primavera de 2018). ↩︎
  7.  “Liberalism’s good and faithful servants”, en Compact, 28 de febrero de 2023. ↩︎
  8. “Liberalism’s fear”, en Integralism and the common good, vol. 1, editado por P. Edmund Waldstein y Peter A. Kwasniewski, Angelico Press, 2021, p. 313.
    ↩︎
  9. Véase Walter M. Shaub Jr., “The corruption playbook”, en The New York Review, 18 de abril de 2024; y el reportaje exhaustivo de Thomas B. Edsall, “Trump’s backers are determined not to blow it this time around”, en The New York Times, 3 de abril de 2024. ↩︎
  10. “Against David French-ism”, en First Things, 29 de mayo de 2019.
    ↩︎
  11.  “Beyond originalism”, en The Atlantic, 31 de marzo de 2020. ↩︎
  12.  “A Christian strategy”, en First Things, noviembre de 2017. ↩︎
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(Detroit, 1956), renombrado ensayista, historiador de las ideas y profesor de la Universidad de Columbia, es colaborador frecuente de The New York Review of Books y The New York Times. Su libro más reciente es El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad (Debate, 2018).


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