Mary Wollstonecraft y Mary Shelley: Rebeldes y monstruosas

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Charlotte Gordon

Mary Wollstonecraft/Mary Shelley. Proscritas románticas

Traducción de Jofre Homedes Beutnagel

Barcelona, Circe, 2018, 600 pp.

Es refrescante hallar, en un libro que aborda de forma exhaustiva la vida de dos prominentes personalidades literarias, un párrafo como este: “Es muy posible que si Mary [Wollstonecraft] hubiera visto cómo intentaba trabajar su esposo en medio de un caos semejante le hubiera dado un poco de pena, pero también algo de risa […] Ahora que ocupaba el sitio de su esposa, empezaba a descubrir lo ciertas que eran las palabras de Wollstonecraft sobre las múltiples interrupciones de la vida doméstica. Justo cuando se sentaba a escribir, Fanny intentaba hablar con él. La doncella y la cocinera tenían dilemas que por lo visto solo podía resolver él. Los comerciantes mandaban mensajeros para reclamar dinero. Venían operarios para reparar las ventanas.” Escenas similares abundan en la biografía doble que Charlotte Gordon escribió alternando un capítulo sobre Mary Wollstonecraft, autora de Vindicación de los derechos de la mujer (1792), y otro sobre Mary Shelley, pergeñadora de Frankenstein o el moderno Prometeo (1818). Las intenciones de Gordon son claras desde el inicio: crear el relato biográfico partiendo de un marco feminista. Para conseguirlo, había que hacerse las preguntas adecuadas: ¿Quién se encarga de la cena mientras se escriben los poemas y las historias? ¿Cómo obtuvieron estas dos madres tiempo y tranquilidad para poder leer y escribir? ¿Qué vías novedosas hallaron para el amor (y el desamor) a partir de los discursos políticos que cada una enarboló?

En el caso de esta dupla madre-hija, no hay detrás de un gran hombre hay una gran mujer que valga: desde que ambas creadoras estaban vivas fueron reconocidos su talento y su importancia en la esfera intelectual de sus respectivas épocas (los hombres célebres con los que compartieron la vida, William Godwin y Percy Shelley, fueron de los primeros en hacerlo). Y sin embargo, lo que la biografía de Gordon revela al poner sobre la mesa estas cuestiones es que ninguna de las dos pudo escapar de esos confinamientos reservados para las mujeres: la responsabilidad casi absoluta de la administración del hogar, la crianza, el cuidado físico y emocional de toda la familia, la participación en la economía hogareña no solo a través del trabajo doméstico y reproductivo sino también del intelectual; servir de copistas, tesoreras, intermediaras e incluso como garantía de prestigio para los prestamistas… Como resultado, las aportaciones de Wollstonecraft y de Shelley producen más asombro y respeto al tomar en cuenta las condiciones materiales en que fueron desarrolladas. La mayoría de los lectores conoce la leyenda literaria de Villa Diodati, esa que cuenta cómo Lord Byron, William Polidori, Percy y Mary Shelley (de apenas diecinueve años), inspirados por las tormentas eléctricas del “Año sin verano”, dedicaron una noche a producir trabajos literarios que serían inmortales. Gordon nos hace reconfigurar que Mary ya era madre de su hijo William, y que muy probablemente lo tuvo en el regazo mientras garabateaba las primeras líneas de Frankenstein en aquellas noches legendarias y durante el arduo trabajo de los meses siguientes en los que terminó el primer borrador de la historia, de la que Gordon, por cierto, también ofrece otra lectura. En lugar de considerar a Frankenstein como advertencia en torno a los peligros que entraña “jugar a ser dios” a través de la tecnología, lo interpreta como “una parábola acerca de cómo sería una vida sin madres, sin mujeres, y un mundo sin la influencia y la solidez que proporcionan las relaciones íntimas, cercanas” (puede leerse en una entrevista que ofreció para Flavorwire.com en 2015). Al demorarse un poco más en la relación madre-hija que no pocos estudiosos suelen desestimar por “inexistente” (habiendo muerto Wollstonecraft once días después de dar a luz a su hija), es claro que en la obra de Shelley sí hay muestras de la honda carencia que ella sentía por la, sin embargo, omnipresente Wollstonecraft, pese a que William Godwin se esforzó por ser un buen padre para ella y para sus hijastras.

Otro de los aciertos del trabajo de Gordon es el reconocimiento de la influencia que ambas autoras tuvieron en el pensamiento de la época y sus protagonistas. Las Cartas escritas en Suecia, Noruega y Dinamarca (1796) de Wollstonecraft, que proponían una conexión emocional con la naturaleza y abogaban por la expresión auténtica de los sentimientos, fueron leídas con fascinación por Coleridge y Wordsworth, autores que reconocieron en esa obra la inspiración para su propuesta. Lord Byron se conducía de una manera muy distinta a su papel de womanizer en sus intercambios con Mary Shelley, a quien también respetaba y admiraba, no solo por ser hija de la rebelde Wollstonecraft (su estilo de vida libre y radical era una razón más que le granjeó muchos seguidores), sino por su riqueza intelectual y la originalidad de sus ideas. No es banal recuperar esta noción de autoridad conferida a autoras que sí la tenían hasta que fueron consignadas de forma muy distinta en las historias de la literatura (o bien como excepciones, o como autoras de solo un libro, pocas veces como influencia o creadoras de corrientes y escuelas). Tampoco lo es el esfuerzo que Gordon hizo por ubicar las relaciones intelectuales, familiares o amistosas que las Marys mantenían con otras mujeres. Así vemos que aparecen nombres como el de madame Roland, cuya frase célebre “¡Oh Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!” pocas veces se le atribuye a ella misma, o el de Maria Reveley (o Maria Gisborne), amiga de Mary Wollstonecraft que después ayudó en Italia al joven matrimonio Shelley, pero que también compartió con ellos conversaciones y lecturas. Ella, precisamente, fue testigo de cómo los caprichos de Percy Shelley le costaron a Mary la pérdida de su hija Clara al obligarlas a viajar mientras la niña tenía fiebre. Una idea constante a lo largo del libro es lo poco capacitados que estos genios artísticos estaban para el cuidado de sí mismos y de las personas que los amaban, algo que no se “cura” con el progreso ni el paso del tiempo: lo demuestra el hecho de que Mary Shelley tuvo que obligarse a vivir hacia el final de su vida como una buena mujer victoriana para limpiar el monstruoso nombre de ella y de su esposo, luego de que Wollstonecraft fuese una reconocida intelectual que renegó del matrimonio y la maternidad.

Aunque Gordon especula sobre las posibles reacciones y pensamientos de las dos Marys en todo momento, no cede a la tentación de enunciar respuestas fijas. Basta su minucioso trabajo de documentación y la intuición fina, de novelista, que la hizo articular con delicadeza probabilidades, causas y consecuencias para ofrecer no el paisaje decimonónico de dos vidas, sino una suerte de emocionante holograma con el que estas mujeres adquieren una dimensión que en lugar de permanecer estática, bajo las luces cenitales de un museo, despide un resplandor capaz de iluminar áreas de su entorno para advertir en él nuevos matices. Como esos momentos cotidianos reflejados en las notas garabateadas sobre papelitos que Mary Wollstonecraft y William Godwin se pasaban del estudio a la casa, una tregua para la ternura y la complicidad, pero también un reflejo de esa búsqueda de justicia y libertad en las relaciones románticas que comparten con las autoras de hoy: “Dijiste que íbamos a tener una relación igualitaria y que ibas a compartir conmigo los quehaceres domésticos, y aun así he tenido una mañana horrible porque tuve que lidiar con el plomero mientras tú trabajabas en tu oficina. Creo que mi tiempo es tan valioso como el tuyo.” Más que un lamentarnos por notar, una vez más, lo añeja que es la búsqueda por esa justicia, la biografía de Chalotte Gordon inspira a realizar una suerte de experimento a la Frankenstein, y resucitar con una poderosa corriente eléctrica a Mary Wollstonecraft y Mary Shelley. Aunque sea solo a través de las palabras que nos dejaron. ~

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(Ciudad de México, 1979). Narradora y ensayista, periodista de cine y literatura. Pertenece al colectivo de arte y ciencia Cúmulo de Tesla.


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