Metáforas de lentitud (y una modesta proposición)

La lentitud tiene sus metáforas, y también su gramática. Ramón López Velarde sabía que postergar el gozo no es negarlo, sino elevarlo a visión.
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Ya se trate de contar un chiste, cantar la cólera de Aquiles, contar hasta diez en el juego de las escondidas o contar los besos sin cuenta, todo, todo en la vida es cuestión de velocidad. Si el agua de la alberca está fría, hay que echarse rapidito, sin pensarlo, pero si la bebida es buena y están ahí los amigos, entonces hay que irse despacio, estirando el tiempo como para corroborar que es elástico. Mayor o menor velocidad, según lo pidan las circunstancias.

Y aunque la circunstancia de encontrarse, por quincuagésima vez, completando un viaje alrededor del sol, no es algo que amerite por sí mismo una disminución drástica del paso, en el reloj interior algo se precipita, como si se agolparan frente a uno –en la hora preferida de los espectros, las tres de la mañana– vidas no vividas, amores no cumplidos y verdades no dichas, girando velozmente sobre la testuz del insomne. Estas linduras (los fantasmas) revuelven los sesos con cuchara de palo, cada vez más rápido, y el mejunje que obtienen lo arrojan al pecho en forma de ansiedad. Es como si hubiese mucho tráfico en la psique, y para desahogarlo fuera aconsejable disminuir la velocidad.

Entonces, por algún resorte desconocido de la memoria, nos acordamos de las metáforas de lentitud de Ramón López Velarde. En el poema “La mancha de púrpura”, López Velarde retoma un tópico del amor cortés: la penitencia de amor. Demorar el gozo, nos dice el poeta, multiplica el placer hasta volverlo casi insoportable, cegador. Es una dicha refinada la de ocultarnos, luego acercarnos y, en lugar de mirar el rostro anhelado, posponer el encuentro. Cuando la penitencia de amor por fin se rompe, “en un minuto fraudulento”, la visión nos asombra y anonada.

“Pasa el lunes, y el martes, y el miércoles… Yo sufro / tu eclipse, ¡oh creatura solar!” Es aquí donde vienen las metáforas de la lentitud y la espera. Son cinco, una tras otra, y pongo en itálicas los verbos para invitar al lector a detenerse conmigo en ellos:

mas en mi duelo
el afán de mirarte se dilata
como una profecía; se descorre cual velo
paulatino; se acendra como miel; se aquilata
como la entraña de las piedras finas;
se aguza como el llavín
de la celda de amor de un monasterio en ruinas.

Tiempo que se mide en siglos: se dilata. Espacio que vela y desvela: se descorre. Sabor que gana hondura, plenitud y matices: se acendra. Mineral que se formó en el cosmos y necesita eras geológicas para encontrarse a sí mismo, en el subsuelo: se aquilata. Troquel de imaginación para ajustar la llave que abre por fin la celda: se aguza.

Los cinco verbos nos quedan como revoloteando sobre la azotea, en busca de asociaciones:

Dilatar.- respirar, expandir, ir despacio, demorarse a consciencia.

Descorrer.- descubrir muy poco a poco, evitar la luz cenital, buscar el claroscuro.

Acendrar.- purificar, ahondar, completarse desde dentro, saberse.

Aquilatar.- dejar que la presión y la gravedad nos den forma, aceptar las fuerzas naturales, el paso y el peso del tiempo.

Aguzar.- ejercer más fino, con lupa y pequeñas herramientas, más concentrado, con la precisión que da la paciencia.

Una paciencia especial, que actúa en la incertidumbre de no saber si se cumplirá la profecía; paciencia de gota lenta, lentísima, que avanza desde el centro de la espesura y viscosidad de la miel; paciencia de esperar la excavación en los túneles más profundos de la mina: paciencia del mineral, no del minero; paciencia mortificada entre los gruesos muros nocturnos del monasterio en ruinas.

Esperar, esperar. Soportar la lentitud y luego hacerla parte de nuestra vida. ¿De qué manera incorporar estos cinco verbos a nuestro propio ser, a nuestra manera de actuar y estar en el tiempo? Dilatar, descorrer, acendrar, aquilatar, aguzar.

Se me ocurre, entre otras, una vía práctica y descomplicada, que vale tanto para gente en la madurez de la edad, atribulada por fantasmas, como para los jóvenes, que han nacido en un mundo de inmediatez e impaciencia. Sugiero que las universidades ofrezcan un curso de caligrafía para estudiantes de primer ingreso, pues los exámenes y otros trabajos de evaluación –visto que la inteligencia artificial arroja ensayos académicos en cuestión de segundos– volverán a ser escritos a mano. Sorprendidos al inicio por la exigencia de cursar una asignatura precámbrica, los jóvenes no tardarán en aceptarla y disfrutarla, sentirán que el aprendizaje toma cuerpo, que lo aprendido se asume no nada más en la abstracción de la idea, sino en la postura y la respiración, en el trazo y la soltura. La única manera de reaprender a escribir –y en eso consistirá el curso de caligrafía– es hacerlo lentamente y poco a poco.

Los productos caligráficos volverán a ocupar un sitio especial en el mercado. Se venderán cuadernos, tintas, plumas, papeles hechos a mano. Habrá un nuevo auge en el uso de diarios. Lo que se había volcado en videos de quince segundos para las redes sociales, se recuperará en un cultivo renovado de la intimidad. Los poemas más cursis de la adolescencia volverán a escribirse y entregarse en papel. Retornará el auge lopezvelardiano y los lectores se detendrán a interrogar el jeroglífico de sus poemas, como otra manera de interrogarse a sí mismos: ¿Qué me dices, Ramón? ~


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