John Middleton Murry dijo hace unos años que las obras de los mejores escritores modernos –Joyce, Eliot y otros– simplemente demostraban la imposibilidad del gran arte en un tiempo como el presente, y desde entonces hemos avanzado hacia un periodo en el que cualquier tipo de gozo en la escritura, cualquier idea similar a contar una historia por el propósito del puro entretenimiento, se ha vuelto también imposible. Todo lo que se escribe ahora es propaganda. Si, por tanto, trato la novela del señor Comfort como un tratado, solo hago lo que él mismo ha hecho. Es una novela tan buena como son las novelas en este momento, pero el motivo para escribirla no era lo que Trollope o Balzac, e incluso Tolstói, habrían reconocido como impulso de un novelista. Se escribió para propagar el “mensaje” del pacifismo, y fue para encajar ese “mensaje” como se diseñaron sus principales incidentes. Creo también que tengo justificación para asumir que es autobiográfica, no en el sentido de que los acontecimientos descritos en ella han ocurrido de verdad, sino en el sentido de que el autor se identifica con el héroe, lo considera digno de simpatía y está de acuerdo con los sentimientos que expresa.
Este es el resumen de la historia. Un joven médico alemán que ha pasado dos años de convalecencia en Suiza regresa a Colonia para descubrir que su mujer ha ayudado a opositores a la guerra a fugarse del país y está en inminente peligro de arresto. Él y ella huyen a Holanda justo a tiempo para escapar a la masacre que siguió al asesinato de Ernst vom Rath. En parte por accidente llegan a Inglaterra, después de que él haya sido herido de gravedad en el camino. Tras su recuperación consigue un puesto en un hospital, pero cuando estalla la guerra lo llevan ante un tribunal y lo colocan en la clase B de los extranjeros. La razón es que ha declarado que no luchará contra los nazis porque le parece mejor “doblegar a Hitler con amor”. Cuando le preguntan por qué no se quedó en Alemania y doblegó a Hitler con amor allí, admite que no tiene respuesta. En el pánico que sigue a la invasión de los Países Bajos lo arrestan unos minutos después de que su mujer haya dado a luz un bebé y lo retienen mucho tiempo en un campo de concentración donde no puede comunicarse con ella y donde las condiciones de suciedad, hacinamiento, etc., son tan malas como en cualquier lugar de Alemania. Finalmente lo montan en el ss Arandora Star (le dan otro nombre, por supuesto), este se hunde en el mar, el héroe es rescatado y enviado a un campo algo mejor. Cuando al fin es liberado y establece contacto con su mujer, es para descubrir que está confinada en otro campo donde el bebé ha muerto por abandono y desnutrición. El libro termina con la pareja ilusionada por navegar hacia Estados Unidos y esperando que la fiebre bélica no se haya extendido también hasta allí.
Ahora, antes de considerar las implicaciones de este relato, consideremos un par de hechos que subyacen en la estructura de nuestra sociedad moderna y que es necesario ignorar si el “mensaje” pacifista ha de aceptarse acríticamente.
(I) La civilización se apoya en último término en la coerción. Lo que mantiene la sociedad unida no es la policía sino la buena voluntad de los hombres comunes, y sin embargo esa buena voluntad es impotente a menos que la policía esté allí para apoyarla. Cualquier gobierno que se negara a utilizar la violencia en defensa propia dejaría de existir casi inmediatamente, porque podría ser derrocado por cualquier cuerpo de hombres, o incluso cualquier individuo, que fuera menos escrupuloso. Objetivamente, quien no está del lado de la policía está del lado del criminal y viceversa. En la medida en que obstaculiza el esfuerzo bélico británico, el pacifismo británico está del lado de los nazis, y el pacifismo alemán, si existe, está del lado de Gran Bretaña y la URSS. Como los pacifistas tienen más libertad de acción en países en los que sobreviven restos de democracia, el pacifismo puede actuar de forma más efectiva contra la democracia que a su favor. Objetivamente los pacifistas son pronazis.
(II) Como nunca puede prescindirse por completo de la coerción, la única diferencia es entre grados de violencia. Durante los últimos veinte años ha habido menos violencia y militarismo en el mundo de habla inglesa que fuera de él, porque ha habido más dinero y más seguridad. El odio a la guerra que sin duda caracteriza a los pueblos de habla inglesa es un reflejo de su posición favorable. El pacifismo solo es una fuerza considerable en lugares donde la gente se siente muy segura, especialmente en Estados marítimos. Incluso en lugares como esos, el pacifismo de poner la otra mejilla solo florece entre las clases más prósperas, o entre trabajadores que de alguna manera han escapado de su propia clase. La verdadera clase trabajadora, aunque odia la guerra y es inmune al jingoísmo, nunca es verdaderamente pacifista, porque la vida le enseña otra cosa. Para abjurar de la violencia es necesario no tener experiencia de ella.
Si uno mantiene en la cabeza esos datos puede, creo, ver los acontecimientos de la novela del señor Comfort con una perspectiva más verdadera. Es una cuestión de apartar los sentimientos subjetivos e intentar ver dónde te llevarán tus acciones en la práctica y de dónde surgen en último término tus motivos. El héroe es un investigador, un patólogo. No ha tenido mucha suerte, tiene un pulmón defectuoso, gracias al bloqueo británico que se prolongó hasta 1919, pero en la medida en que es un miembro de la clase media, en que hace un trabajo que ha elegido él mismo, es uno de los pocos millones de seres humanos que viven en último término de la degradación del resto. Quiere seguir con su trabajo, quiere estar fuera del alcance de la tiranía y el régimen nazi, pero no actuará contra los nazis de ninguna otra manera al margen de huir de ellos. Al llegar a Inglaterra siente terror ante la idea de que lo envíen a Alemania, pero se niega a participar en ningún esfuerzo físico por mantener a los nazis lejos de Inglaterra. Su mayor esperanza es llegar a Estados Unidos, con otros cinco mil kilómetros de agua entre él y los nazis. Solo llegará allí, te das cuenta, si los barcos y los aviones británicos lo protegen en el camino, y cuando llegue allí se limitará a vivir bajo la protección de los barcos y aviones estadounidenses en vez de los británicos. Si tiene suerte, podrá seguir con su trabajo de patólogo, y al mismo tiempo mantendrá su actitud de superioridad moral hacia los hombres que hacen posible su trabajo. Y por debajo de todo todavía estará su posición como investigador, una persona favorecida que en último término vive de dividendos que cesarían de inmediato sin la extorsión de la amenaza de la violencia.
No creo que este sea un resumen injusto del libro del señor Comfort. Y creo que el hecho relevante es que esta historia de un médico alemán está escrita por un inglés. El argumento implícito todo el tiempo, y a veces declarado de manera explícita, de que apenas hay diferencia entre el Reino Unido y Alemania, que la persecución política es tan mala en un lugar como en el otro y que los que luchan contra los nazis se vuelven siempre nazis, sería más convincente si viniera de un alemán. Hay probablemente sesenta mil refugiados alemanes en este país, y habría cientos de miles más si no los hubiéramos mantenido mezquinamente fuera. ¿Por qué vinieron aquí si virtualmente no hay diferencia entre la atmósfera social de los dos países? ¿Y cuántos han pedido regresar? Han “votado con los pies”, como dijo Lenin. Como he señalado antes, la comparativa amabilidad de la civilización angloparlante se debe al dinero y la seguridad, pero eso no significa que no haya ninguna diferencia. Una vez que se admite, sin embargo, que hay cierta diferencia y que importa bastante quién gane, el habitual argumento a corto plazo a favor del pacifismo se desmorona. Puedes ser explícitamente pronazi sin afirmar que eres pacifista –y hay un argumento muy poderoso a favor de los nazis, aunque no mucha gente en este país tiene el coraje de enunciarlo–, pero solo puedes fingir que el nazismo y la democracia capitalista son Tweedledum y Tweedledee si también finges que cada horror de la purga de junio en adelante ha sido cancelado por un error exactamente igual en Inglaterra. En la práctica eso debe hacerse por medio de la selección y la exageración. El señor Comfort afirma que un “caso duro” es típico. El sufrimiento de ese médico alemán en un país llamado democrático es tan terrible, implica, como para borrar cualquier resto de justificación moral para la lucha contra el fascismo. Sin embargo, uno debe mantener el sentido de la proporción. Antes de chillar porque dos mil internados solo tienen dieciocho letrinas entre ellos, uno podría recordar lo que ha ocurrido en los últimos años en Polonia, España, Checoslovaquia, etc. Si uno se aferra demasiado a la fórmula “los que luchan contra el fascismo se vuelven fascistas”, se ve sencillamente conducido a la falsificación. No es cierto, por ejemplo, como implica el señor Comfort, que haya una amplia obsesión por los espías y que el prejuicio contra los extranjeros aumente a medida que la guerra cobra impulso. Los sentimientos contra los extranjeros, uno de los factores que hicieron posible el internamiento de los refugiados, en buena medida han desaparecido, y ahora los alemanes y los italianos pueden desempeñar trabajos a los que no tenían acceso en tiempos de paz. No es cierto, como dice de manera explícita, que la única diferencia en la persecución política entre Inglaterra y Alemania es que en Inglaterra nadie oye hablar de ella. Y tampoco es cierto que todos los males de nuestra vida puedan atribuirse a la guerra o a la preparación de la guerra. “Sabía”, dice, “que los ingleses, como los alemanes, nunca habían sido felices desde que pusieron su confianza en el rearme”. ¿Eran tan llamativamente felices antes? ¿No es cierto, al contrario, que el rearme, al reducir el desempleo, ha hecho en todo caso a los ingleses algo más felices? A partir de mi propia observación debería decir que, en general, la propia guerra ha hecho a Inglaterra más feliz, y esto no es un argumento a favor de la guerra, sino que simplemente te dice algo sobre la naturaleza de la llamada paz.
El hecho es que el habitual argumento a corto plazo por el pacifismo, la idea de que puedes frustrar a los nazis si no te resistes ante ellos, no se aguanta. Si no resistes a los nazis los estás ayudando y deberías admitirlo. Porque entonces puede plantearse el argumento a largo plazo a favor del pacifismo. Puedes decir: “sí, sé que estoy ayudando a Hitler, y quiero ayudarle. Que conquiste Gran Bretaña, la URSS y Estados Unidos. Que los nazis gobiernen el mundo; al final se convertirán en algo distinto”. Esto es en todo caso una posición que puede sostenerse. Mira hacia el futuro de la historia humana, más allá del término de nuestras vidas. Lo que no puede sostenerse es la idea de que todo lo que hay en el jardín sería estupendo ahora si dejáramos esta malvada lucha, y que luchar contra ellos es justo lo que los nazis quieren que hagamos. ¿Qué teme más Hitler, a la Peace Pledge Union o a la Royal Air Force? ¿Ha hecho mayores esfuerzos para sabotear a alguna de las dos? ¿Está intentando que Estados Unidos entre en guerra o que no lo haga? ¿Se sentiría profundamente angustiado si los rusos dejaran de luchar mañana? Y, después de todo, la historia de los últimos diez años sugiere que Hitler tiene una noción bastante perspicaz de sus propios intereses.
La idea de que puedes derrotar la violencia sometiéndote a ella es simplemente huir de los hechos. Como he dicho, solo es posible para las personas que tienen dinero y armas entre ellas y la realidad. Pero ¿por qué querrían huir, en todo caso? Porque, como odian con razón la violencia, no desean reconocer que es integral a la sociedad moderna y que sus propios sentimientos refinados y sus nobles actitudes son fruto de una injusticia sostenida por la fuerza. No quieren saber de dónde vienen sus ingresos. Por debajo de eso está el hecho áspero, tan difícil de afrontar para muchos, de que la salvación individual no es posible, de que la elección ante los seres humanos no es, por lo general, entre el bien y el mal sino entre dos males. Puedes dejar que los nazis dominen el mundo; y eso es malo; o puedes derrocarlos por medio de la guerra, que también es malo. No hay otra opción, y elijas lo que elijas no saldrás con las manos limpias. Me parece que el texto para nuestra época no es “ay de aquel hombre por quien viene el tropiezo”, sino el que he utilizado para el título de este artículo: “No hay justo, ni aun uno.” Todos hemos tocado la suciedad, todos perecemos por la espada. No tenemos la oportunidad, en un momento como este, de decir: “Mañana todos podemos empezar a ser buenos.” Eso es hacer trampas. Solo tenemos la oportunidad de elegir el menor mal y de trabajar para establecer una nueva forma de sociedad en la que la decencia común vuelva a ser posible. No existe la neutralidad en esta guerra. Toda la población mundial está implicada en ella, desde los esquimales hasta los andamaneses, y, como es inevitable que uno ayude a un bando o al otro, es mejor saber lo que uno hace y calcular el gasto. Hombres como François Darlan y Pierre Laval han tenido en todo caso el coraje de hacer su elección y proclamarla abiertamente. El Nuevo Orden, dicen, debe establecerse a cualquier precio, “il faut écrabouiller l’Angleterre”. El señor Murry parece pensar de otro modo, al menos en algunos momentos. Los nazis, dice, “están haciendo el trabajo sucio del Señor” (sin duda hicieron un trabajo excepcionalmente sucio cuando atacaron Inglaterra), y debemos ser cuidadosos “para no acabar luchando contra Dios cuando luchamos contra Hitler”. Estos no son sentimientos pacifistas, porque si se llevaran a su conclusión lógica no solo implicarían rendirse ante Hitler sino ayudarlo en varias guerras futuras, pero al menos son directos y valientes. Yo no veo a Hitler como el salvador, ni siquiera inconsciente, de la humanidad, pero hay un argumento poderoso para pensar que lo es, mucho más poderoso de lo que imagina mucha gente en Inglaterra. Donde no hay un argumento es en denunciar a Hitler y al mismo tiempo despreciar a la gente que te mantiene lejos de sus garras. Eso es simplemente una variante para intelectuales de la hipocresía británica, un producto del capitalismo en decadencia y el tipo de cosa por la que los europeos, que en todo caso entienden la naturaleza de un policía y un dividendo, nos desprecian con toda justificación. ~
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Una versión de este ensayo apareció originalmente en The Adelphi, octubre de 1941.
(1903-1950) fue ensayista y novelista. Entre sus obras más conocidas están Homenaje a Cataluña, Rebelión en la granja y 1984.