Graciela Iturbide: más allá de su contexto

La obra de Graciela Iturbide desafía etiquetas y discursos: es un testimonio vivo de tradiciones y modernidades, donde la cámara es un instrumento de complicidad que revela lo cotidiano sin exotismos.
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Si hay una palabra que acompaña el trabajo de Graciela Iturbide, sus procesos y vivencias, es complicidad. Una cualidad que requiere tiempo, escucha activa, empatía y respeto hacia la otredad. Quizá es por ello que sus fotografías, a años de ser capturadas y estudiadas, siguen siendo enigmáticas: los encuadres cercanos y la sensación de una mirada desde el interior, poco o nada tienen que ver con un gesto desinteresado, acostumbrado a exotizar la vida ajena. El trabajo de Iturbide, en cambio, acorta distancias y, como ha mencionado en múltiples entrevistas, utiliza la cámara como pretexto para conocer el mundo y generar un puente entre dos realidades: la de quien mira y la de quien la vive. A sus piezas también las acompañan anécdotas personales como cuando narra que no recuerda haber tomado la foto Mujer ángel durante una caminata en el desierto de Sonora, pero es justo en esos espacios, entre la intuición y la confianza en el oficio, que sucede su fotografía. Lo que hay es una labor de reconocimiento mutuo sin caer necesariamente en géneros como “periodístico”, “documental” o “ficticio”.

Graciela Iturbide (Ciudad de México, 1942) es una de las fotógrafas más reconocidas de América Latina, su obra ha explorado cuidadosamente las tensiones entre tradición y modernidad en la cultura mexicana. Inició su formación en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) de la UNAM, allí estudió cine, pero fue en la fotografía donde encontró su medio expresivo principal. Fue asistente y alumna de Manuel Álvarez Bravo de 1969 a 1972 y, para fortuna de ambos, construyó su propio lenguaje fotográfico rápidamente; por ejemplo, nunca heredó de su maestro el uso del trípode para la cámara. A lo largo de su trayectoria, Iturbide ha documentado rituales, paisajes y formas de vida que revelan una mirada íntima y respetuosa hacia las comunidades indígenas y populares, particularmente en entidades como Oaxaca y Sonora. Su enfoque combina el rigor del documental con una poética visual cargada de símbolos, lo que le ha permitido construir una obra que existe más allá de su propio contexto para consolidarse en apuntes sobre México, su gente, sus tradiciones y sus ensoñaciones. En esencia, apuntes sobre la vida íntima de nuestro país. Recientemente se le otorgó a Graciela Iturbide el Premio Princesa de Asturias de las Artes, en honor a su trayectoria e impacto cultural, por lo que las teorías y textos críticos sobre su labor han vuelto a salir a la luz. Cabe mencionar que es la primera fotógrafa latinoamericana en ganarlo y hay mucho que celebrar de esta trayectoria.

El reconocimiento al trabajo de la fotógrafa no solo se basa en sus imágenes, sino en su capacidad para plantear asociaciones imaginarias pues, aun en las capturas más realistas, hay un aura como de ensueño que escapa a toda explicación. Creo que este es uno de los motivos que ha interesado más a la crítica y a los espectadores: en busca de verdades, se construyen las leyendas. Si esta foto fue creada o es natural, si es una imagen llena de secretos o que nos habla en primer plano, si forma parte de tal o cual tradición.

“No concibo las imágenes en términos de proyectos específicos”, comentaba en 1993, “son situaciones que vivo y fotografío; las imágenes las descubro después”. Es muy interesante recuperar la manera en la que ella misma se relaciona con su obra, pues percibo que en muchos textos se le ha catalogado como una artista distinta a la real. Hay escritos que hablan sobre el realismo mágico en su trabajo, por ejemplo, pero Iturbide insiste en que eso no es lo que sucede en sus imágenes y que tampoco es una tradición a la que pertenece. La labor de la fotógrafa se construye gracias a su sensibilidad y a entender el uso de la cámara como una relación recíproca. De estos vínculos es que han nacido algunas de sus obras más icónicas. En 1979, por ejemplo, Francisco Toledo la invitó a pasar una temporada en Juchitán, Oaxaca, y fue ahí donde la fotógrafa desarrolló una fuerte relación con la comunidad, su organización social y estilo de vida previo a siquiera sacar la cámara. Durante seis años hizo viajes a esta ciudad con largas estancias, generando un vínculo distinto al del fotoperiodismo y estableciendo su verdad: estar dispuesta a dejar pasar una foto con tal de seguir con una conversación.

La idea del “instante perfecto” en el trabajo de Iturbide cruza su intuición, como un parpadeo hecho imagen, como cuando queremos guardar en la memoria un momento y cerramos conscientemente la mirada para que la impronta atraviese cuerpo y corazón. Hay ciertas fotografías que no proponen respuestas directas, donde predomina lo simbólico y el desconcierto, pues en su obra parece que el extrañamiento es una forma –informe– del conocimiento, de ver el mundo, de aprehenderlo. Sus imágenes son como postales, los encuadres son un tanto extraños porque justamente corresponden a una mirada despreocupada de la imagen y atenta a los estímulos de la realidad. Ella habla mucho de hacer las cosas de manera inconsciente; en una entrevista le decían que el cortar partes del cuerpo contribuía a la sensación de enfoque desde adentro y ella respondía que en realidad lo hacía todo inconsciente, “a lo mejor corto la cabeza porque si no los pollos van a quedar demasiado chiquitos, son cosas así”, menciona.

Hay un contraste único entre el tiempo de la fotografía tradicional y el tiempo de Graciela Iturbide: el primero es inmediato, el segundo requiere de relaciones humanas largas, pausadas y profundas, de viajes y visitas a lo largo de los años, para que, pasado cierto tiempo, la imagen aparezca más como una pulsión que como la composición de una fotografía de estudio. “Hay tiempo”, se lee en muchas entrevistas de Iturbide al hablar de la enseñanza que heredó de Manuel Álvarez Bravo, hay tiempo para las pláticas, para las visitas al mercado y para volverse invisible dentro de una comunidad.

Me gustan los encuadres de sus fotografías –como el atrevimiento de cortar el cuerpo– porque, en realidad, nuestra mirada recorre así el mundo: por secciones, imaginando el resto. Comprobando, de pronto, y volviendo a lo fragmentado después. Me gusta que sea una fotografía por partes, como quien comparte la mirada antes que el deber ser de la imagen. De sus fotografías podemos estudiar el efecto del blanco y negro, de las relaciones que establece con quienes son fotografiados, pero hemos de cuidar los efectos y los afectos de sus obras para dejarlas ser en su totalidad sin insistir en la teoría.

He de confesar que hay un mal contemporáneo en la escritura: querer historizar todo para contextualizarlo y catalogarlo desde la academia. Pero, en ocasiones, el arte y la pulsión creativa escapan de ello. Y qué bueno. Porque una artista como Iturbide va a defender su modo de ser en el mundo sin discursos ni explicaciones. Hay muchas leyendas alrededor de ella, pero es importante escucharla hablar en primera persona o a través de quienes han podido estar cerca. Lo mismo diría Olaya Barr, quien ha estudiado el trabajo de Iturbide durante muchos años: los “académicos que se ocupan de la obra de Iturbide frecuentemente tienden a basar sus interpretaciones en una codificación que convierte las imágenes en algo homogéneo, previsible, simple. Limitan la comprensión de sus imágenes a fuerza de enfatizar aspectos superficiales”. Creo que es importante defender el derecho a la contemplación antes que a la explicación. Quitar las etiquetas y dejar a la obra ser, especialmente en el trabajo de una fotógrafa que nos habla desde el simbolismo y lo sublime. ~


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