Un cambio de piel

Nuestra piel muerta

Natalia García Freire

Tusquets

Barcelona, 2023, 186 pp.

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La literatura es una variante de la nigromancia. Quien escribe evoca a los muertos, pues cada palabra contiene en su interior generaciones y generaciones de usuarios de la lengua que ya han fallecido. Quien lee, en cambio, conversa con los muertos.

Pedro Páramo, quizá la mayor novela del siglo XX escrita en español, trata explícitamente de este tema. El protagonista, un Ulises despojado de todo, regresa a un país desierto para continuar su vida entre fantasmas. En las páginas de Nuestra piel muerta, el narrador se dirige a su padre muerto desde la casa de campo donde creció en la región andina de Ecuador, e intenta encontrar un sentido a su historia. Su historia es el mito de la devastación de un continente, la tragedia del colapso de una forma de vida inadaptada a un mundo indomable.

Se dice que solo hay dos temas en la literatura: 1. Alguien emprende un viaje; 2. Un extranjero llega al país. Lo que los griegos llamaban nostos, la narración del regreso a casa, pertenece al segundo grupo, pues quien abandona su país se convierte en extranjero para siempre, incluso (o, sobre todo) cuando reaparece. Para Lucas, el protagonista de la novela de Natalia García Freire (Cuenca, Ecuador, 1991), el regreso adopta la forma de una conversación con su padre muerto. Es una novela en segunda persona, una sesión de espiritismo en un contexto bucólico de terror. El contexto es la sierra sur ecuatoriana y el páramo, el bosque nativo que conduce a la cordillera.

La prosa de García Freire es rica, densa, sensual, con momentos desgarradores (“No sé si se ha descrito la geografía de un rostro desesperado, pero se parece a una isla volcánica, cuando la lava se enfría y forma elevaciones disímiles, todas ásperas e inhumanas”). La escritura también es sombría e inquietante. Evoca el mundo de las granjas de montaña de la zona de Cuenca, un mundo exuberante y lleno de vida, pero no apto para los humanos.

Las formas de vida que allí florecen son solo plantas y animales. De hecho, los verdaderos protagonistas de la historia son los insectos. Las lombrices que devoran cadáveres, las moscas de los ataúdes, los ejércitos de hormigas que trepan por la pata de palo del Sr. Laszlo, las chinches, la mantis religiosa, los saltamontes verdes, la larva blanca y blanda, los piojos, la reina artrópodo. Es a través de ellos que la humanidad adquirirá la única forma de inmortalidad que le está permitida. “Nada queda de nosotros, padre, más que estos animales minúsculos atraídos por la calidez que rodea la muerte”, resume Lucas. El espíritu entomológico de García Freire recuerda a Maurice Maeterlinck, pero también a Émile Zola e incluso a Patricia Highsmith. Una mirada fría y despiadada que, sin embargo, la autora ecuatoriana consigue domar admirablemente.

Por momentos, el relato llega incluso a ser conmovedor gracias al uso de la segunda persona, cuyo tono sostenido de plegaria, junto con el contexto intemporal y los paisajes casi míticos, crea una atmósfera veterotestamentaria. Las niñeras de la casa tienen nombres de matriarcas judías (Sarai, Mara, Esther). El padre actúa como el Dios de los israelitas, severo, cruel y punitivo; sus hijos son obras en proceso perpetuamente sometidas a su impulso creador. En el recuerdo de Lucas, la caída del paraíso se produce cuando llegan a la granja dos intrusos, Felisberto y Eloy, personajes monstruosos (que el protagonista compara con piojos) que bien podrían simbolizar la propia tierra que recupera la posesión de lo que le fue arrebatado. La trama se vuelve entonces escalofriante y sugiere una hibridación entre “Casa tomada”, la obra maestra de Julio Cortázar, y Perros de paja, la película de Sam Peckinpah. Con una gran diferencia: en el Ecuador profundo, donde se desarrolla la acción, el elemento más amenazador no es el hombre sino la naturaleza. Aunque en sentido estricto Nuestra piel muerta no forma parte del llamado “nuevo gótico latinoamericano”, García Freire comparte un espíritu común con Samanta Schweblin y Mariana Enriquez (Argentina), Fernanda Melchor (México), Lina Meruane (Chile) y con sus compatriotas Mónica Ojeda y María Fernanda Ampuero. Este espíritu proyecta de forma más táctil que visual mundos oscuros y desconcertantes en los que la historia arcaica de la tierra “descubierta” por los europeos interfiere de forma trágica en la vida “moderna” de las protagonistas, que invariablemente aparecen como invasoras inadaptadas a su espacio vital. ~

Traducción del italiano de Aurelio Asiain.
Publicado originalmente en
La Repubblica el 19 de marzo de 2022.

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(Buenos Aires, 1979) es escritor y profesor. Tiene un máster en griego bizantino por la Universidad de Londres y un doctorado en literatura comparada por la Universidad de Carolina del Norte, Chapel Hill. Su libro más reciente es Por qué nos creemos los cuentos. Cómo se construye evidencia en la ficción (Clave Intelectual, 2021).


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