Para qué un presidente si puedes tener a un superhéroe

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–¿Estamos haciendo demasiado o demasiado poco?

Wonder Woman a otros superhéroes.

 

Hay algo particularmente perturbador en la gente que quiere amasar el poder, pero hay algo todavía más desconcertante en quienes creen merecerlo. Los cómics y los dibujos animados separan a veces con reveladora franqueza a aquellas personas que han obtenido un poder por azar, por ejemplo: jóvenes estudiantes que tuvieron un encuentro inesperado con la radioactividad, y aquellos que buscan hacerse de más poder, en especial señores calvos con dinero urgidos por encontrar vetas de plutonio. Con cierta regularidad, unos están en el bando de los superhéroes y los otros en el de los supervillanos.

El poder es uno de esos conceptos todoterreno que suelen aparecer lo mismo en las tesis sobre autoficción que en aquellas dedicadas a la extinción de la vaquita marina, por mencionar dos tragedias de este siglo. También es la palabra que más se asocia a Foucault, teórico del biopoder (término que, si hemos de ser honestos, parece un concepto creado por Stan Lee).

Hay memes que utilizan las ideas de Foucault para burlarse de la frase “Yo tengo el poder”,

((Por mucho tiempo se creyó que la frase comenzaba con “Ya tengo”, enfocada en la transición de poder, pero en realidad es “Yo tengo”, centrada en el individuo que lo posee.
))

que pronunciaba He-Man cada que necesitaba concentrar una vasta energía de tipo ancestral a fin de luchar contra los malos. Y, aunque Foucault es sin duda más penetrante al respecto, por ahora me interesa hablar de aquella imagen de un tipo que abandona su condición ordinaria –en el caso de He-Man, un príncipe que deja sus funciones políticas de lado– para volverse un héroe. Pero incluso algo más: subrayar esa idea, común en algunas historias, de que si ansiamos un mundo mejor, el poder debe concentrarse en alguien único y con la suficiente vocación para usarlo en contra de otros poderosos.

Una rápida revisión de cómo actúan y piensan los personajes con poder en las historietas y los dibujos animados debería hacernos sospechar de quienes lo ambicionan. Muchos de esos personajes, en particular aquellos que pertenecen al lado correcto de la historia, tienen algún daño emocional que los marca y, lejos de utilizar sus privilegios, su dinero o sus capacidades extrasensoriales para tomar una terapia, se dedican a alimentar el trauma y alcanzar el punto en que no pueden dar marcha atrás. Y ese momento definitorio llega a menudo con la conciencia del mal –el de los otros, se entiende–, que orilla al héroe a convertir una peculiaridad medio estúpida, como trepar por las paredes o desplazarse a grandes velocidades, en una obligación moral. 

((No menos llamativa es la cantidad de villanos que optaron por cambiarse al bando de los buenos (Hawkeye, Hulk, Wonder Man, Scarlet Witch, Quicksilver, etc.). En Peter Parker, the Spectacular Spider-man número 90 (1984), Vision le dice a la otrora delincuente Gata Negra: “Lo que importa no es quién fuiste ni cómo obtuviste tus poderes… ¡sino lo que eres y cómo los usas AHORA!”
))

La célebre frase que acompañará a Peter Parker (“Todo gran poder conlleva una gran responsabilidad”) adquiere un sentido trágico con la muerte del tío Ben, a manos de un asaltante que Parker, en un principio, no tiene ganas de detener. El héroe aprende demasiado rápido que algo peor que utilizar ciertas habilidades para el mal es no utilizarlas en pos de la justicia. Ganarse la etiqueta de “buenos” implica acción. Si nos ponemos bíblicos, es una responsabilidad similar a la que tendría un apóstol que ha recibido al Espíritu Santo: en la misma frase con la que Jesús promete a sus discípulos que les llegará el poder (la palabra griega es dúnamis) los presiona a actuar en consecuencia (Hechos 1:8).

Sin embargo, una cosa es utilizar un poder concedido y otra buscar incrementarlo. No es posible decir que las cosas salieran bien la vez en que Peter Parker quiso tener mayores poderes de los habituales. Sucedió durante la serie de las Guerras secretas, en una trama demasiado complicada para relatarla en este espacio, pero lo importante es que Parker se hizo de un traje negro, de procedencia extraterrestre, que aumentaba sus habilidades y le evitaba muchos de los inconvenientes de su disfraz anterior. Se suponía que aquel traje leía sus pensamientos y cumplía sus deseos con la eficiencia de un trabajador por honorarios. Pero, poco a poco, esta vestimenta fue adueñándose del héroe y pervirtiendo esos mismos deseos hasta alcanzar niveles francamente sociopáticos, una metáfora transparente de lo que sucede cuando obtienes más y más poder.

Lo que los cómics dejan en claro es que no deberías confiar en las personas que se precian de: a) tener poderes, b) utilizarlos para la justicia. Son inestables, pierden los estribos con facilidad y están obsesionadas con enemigos que se les parecen. Incluso sus peculiaridades más humanas –como la disposición a enamorarse– pueden causar un sinfín de problemas, no por voluntad propia, sino por la posición de poder en la que se encuentran. No obstante, casi siempre concedemos que los superpoderosos existen por un motivo extraordinario: el mundo se ha salido de control y no hay Estado que pueda contener a villanos cuyas capacidades destructivas superan toda proporción. Confiamos en el poder excesivo de los buenos en la medida en que combatir la maldad representa una tarea titánica.

Pero el lado oscuro tiene tantas y tan variadas caras que es muy fácil decir que “nos ha rebasado”: según el guionista Grant Morrison, “los chicos malos de los primeros cómics eran enemigos de la clase trabajadora” –jefes, robots–, a diferencia de la década de los cuarenta, en que pulularon los dementes geopolíticos –el Capitán Nazi, el Barón Gestapo, el Capitán Nipón–, y de los cincuenta, en que la amenaza eran los múltiples fantasmas del comunismo –agentes encubiertos venidos de Europa del Este– y algunos extravagantes ladrones de bancos. Hacia los sesenta los superhéroes ya se peleaban con otros superhéroes, mientras que en la década siguiente se combatía hasta a los drogadictos y en los noventa los villanos formaban parte de un corporativo, para lo cual lucían traje y coleta. En cada uno de esos casos, se necesitó de gente con habilidades excepcionales para combatirlos, acaso porque lo importante era exhibir el poder de los buenos.

Todo lo que he dicho hasta aquí es una simplificación. A pesar de los muy convincentes ensayos sobre las ideas políticas detrás de las historietas, tengo en claro que una cosa son las historias fantásticas y otra nuestra vida política. Y, sin embargo, no pocos episodios protagonizados por superhéroes funcionan como efectivas metáforas acerca de a quién le damos el poder. Pensemos por un momento en que si hubiera una contienda para elegir al próximo superhéroe de la ciudad, no sería con esperanza sino con suspicacia como miraríamos a todos los contendientes. ¿Qué tipo de ser humano tendrías que ser para aspirar a semejante categoría y, sobre todo, para sentir que la mereces?

Lo que más me llama la atención es que cierta concepción superheroica pueda tener arraigo entre la gente seria. Hace algunas semanas leí que un prestigioso historiador había dicho que concentrar el poder en una persona –por poner un ejemplo: un presidente bueno– era una de esas cosas necesarias para lograr cambios importantes. Y que si esa persona tenía una “base electoral amplia y real”, no habría por qué preocuparnos de que desarrollara pulsiones autoritarias. No faltarán quienes imaginen enemigos del tamaño de Thanos

((De hecho, los numerosos simpatizantes que ¡en el mundo real! tiene un villano de ficción como Thanos en su empeño por reducir la población a la mitad comprueban que la base amplia y verdadera no garantiza nada. Invito al lector a teclear las palabras “Thanos was right” en el buscador de Google para comprobarlo.
))

para justificar la concentración de poder, ni quienes afirmen que una vez que empezaste a hacer el bien gracias al poder, ¿por qué no obtener más y más poder para lograr un bien todavía mayor? A mi parecer, la idea misma de que el poder no tiene consecuencias en quienes lo utilizan y que no hay nada de malo en ambicionarlo –en creer que se es el individuo indicado para poseerlo, en desproporción con el resto– parece propia de gente que se engaña a sí misma o peor aún: de quienes no han leído los suficientes cómics ni visto, al menos por encima, los suficientes dibujos animados. ~

 

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es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.


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