El segundo sexo a los cincuenta, de Simone de Beauvoir

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El segundo sexo cumple cincuenta años. Ahora que soy una persona madura he leído de nuevo este libro después de treinta años de reflexión y de sentir el gran ascendiente de su presencia constante entre nosotros, y la pregunta que me hago, al voltear sus hojas, no es: "¿qué tal se deja leer?", sino más bien: "¿cómo fue posible escribirlo?"
En la edición de Vintage de 1989 de El segundo sexo, la biógrafa de De Beauvoir, Deirdre Bair, narra que en el otoño de 1946, cuando Sartre era objeto de un constante ataque verbal en París… [De Beauvoir] se consideró capaz de defender las posiciones [de Sartre]… escribiendo un ensayo en el que se definiría personalmente como mujer y filosóficamente como existencialista. Su intención era relacionar ambas cosas con el sistema de Sartre, que había aceptado incondicionalmente como propio… Para defender los que consideraba principios universales de Sartre tenía que comenzar con lo específico y lo individual, que en este caso era su papel en el sistema del filósofo… Del pensamiento de la autora comenzó "a surgir con cierta reiteración" una idea. La condujo a "la conciencia muy profunda y asombrosa" de ser diferente de Sartre "porque él era un hombre y yo sólo era una mujer".
En una conversación de 1982, prosigue Bair, "la autora explicó por qué decía 'sólo'":Todavía no había llegado a la idea de mujer como el otro, eso vendría después. Aún no había concluido que la suerte de la mujer fuera inferior a la del hombre en esta vida. Pero, de alguna manera, comenzaba a formular la tesis de que a las mujeres no se les había otorgado igualdad en nuestra sociedad, y he de admitir que fue un descubrimiento en extremo perturbador para mí. Así es en realidad como comencé a proponerme seriamente escribir sobre las mujeres, cuando finalmente me di cuenta de la desigualdad de nuestras vidas en comparación con los hombres. Pero [en 1947] no tenía claro nada de eso. En 1947 no tenía claro nada de eso. Tenía 39 años. Desde hacía veinte años era compañera de Sartre. Conocía a todo el mundo, iba a todas partes; se percibía como una persona que hablaba, pensaba y se movía con libertad. Pero ahora, al proponerse escribir un sencillo análisis de su vida que demostrase la verdad de la filosofía de Sartre, chocaba contra un obstáculo que al principio no parecía fácil de rodear, y luego imposible. A fin de cuentas comprendió que antes que nada, y sobre todo, era una mujer. Esa realidad cincelaba casi todo lo que se proponía demostrar. Violentamente se percató de que esa condición pesaba más de cuanto antes hubiera querido o podido reconocer. A lo largo de la historia, ahora lo comprendía, las personas que eran mujeres sistemáticamente habían tenido menos poder, una posición inferior, menos definición. Eran, en realidad, lo que el existencialismo denominaba "el Otro". La condición original en la que ella misma había nacido era el aspecto individual y determinante más fuerte que daba forma a una vida consignada a una subordinación organizada. No verlo, esta "otredad" de la propia vida, para una mujer, era vivir en un estado permanente de fantasía.
De Beauvoir se enfrentó a ser mujer en buena medida tal como James Baldwin —ese mismo año, en la misma ciudad— se enfrentó a ser negro. Aunque Baldwin se había burlado de las tormentas intelectuales de la Europa de la posguerra —después de todo, ellos se lo habían buscado, ¿no?—, era imposible vivir en París en 1948 y no absorber la infinita discusión de las categorías existencialistas. Baldwin también comenzó a ver que él era "Otro"; y entonces se dio cuenta de que la idea del "Otro" era algo que podía aprovechar, ajustada aquí y allá para concentrarse mejor, con mucha mayor precisión, en lo que significaba ser negro. Por el contrario, De Beauvoir había comenzado sólo queriendo utilizarse para defender el existencialismo, pero había terminado con una perspectiva radicalmente transformada que también se concentraba en su propia "otredad". En el caso de Baldwin, esta aplicación del "Otro" dio lugar a algunos de los ensayos más extraordinarios de la literatura estadounidense. Con De Beauvoir, condujo a una obra monumental de redescubrimiento que, veinte años después, contribuiría a reanimar la segunda oleada de feminismo occidental.
La historia de la redacción de El segundo sexo es en sí un prototipo de cómo ha procedido el feminismo moderno para utilizar —cada cincuenta años más o menos, en los pasados doscientos años— la experiencia de la conversión de una "brillante excepción" tras otra, comenzando por Mary Wollstonecraft en Inglaterra, pasando por Elizabeth Cady Stanton en los Estados Unidos, y llegando luego a Simone de Beauvoir en Francia. Cada una de estas mujeres inició su vida de reflexión como partidaria ardiente de algún movimiento social vigoroso conectado con alguna gran guerra (la Ilustración, el movimiento antiesclavista, el existencialismo), y las tres, con una existencia exaltada en el seno de la política visionaria que había detonado su ser intelectual, llegaron, a su vez, a darse cuenta de que "sólo eran mujeres". La aportación que hicieron entonces al conocimiento feminista se convirtió, en consecuencia, en una aplicación del conocimiento interno del movimiento con el que estaban comprometidas. Wollstonecraft instó apasionadamente a que las mujeres se convirtieran en seres racionales; Stanton a que todas las mujeres ejerciesen el gobierno de su propio ser inviolado; De Beauvoir a que las mujeres dejaran de ser "Otro".
Una vez que De Beauvoir lo entendió, se obsesionó talentosa, comprensivamente: mientras más leía, más reflexionaba; mientras más cavilaba, más leía. Su investigación fue formidable, su concentración no tuvo paralelo. La imagen se ampliaba y se hacía más profunda, retrocediendo en ocasiones hasta épocas bíblicas, y avanzando hasta el final de su propio siglo. Cómo "la mujer se hizo mujer" comenzó a abarcar anchas nociones del destino, la historia, la creación de mitos, así como otros análisis más amplios de las mujeres en nuestros tiempos como grupo de personas preparadas desde el nacimiento para convertirse en la Deseada y la Protegida, pero jamás en la que Actúa Independientemente. No se había dado, observó, una época en que la historia social de la raza humana no colocara al hombre como actor central en el esce- nario de la vida y a la mujer como comparsa.
¿Por qué?, se preguntaba repetidamente; pero no podía encontrar una respuesta adecuada. Nada, ni la biología, ni el materialismo, ni el psicoanálisis, podían explicarle a satisfacción por qué la mujer se había convertido en subordinada permanente del hombre. Por fin llegó a la conclusión de que la respuesta yacía en la índole "imperialista" de la conciencia humana, que anhelaba subordinación. Siempre y en cualquier lado que pudiera, creaba al "Otro" para oprimirlo. Explicación tan buena como cualquier otra para lo que nunca puede "explicarse", que la condujo a un mar de observación ante el cual, hasta la fecha, no nos cansamos de reaccionar. Con agradecimiento o indignación.
La versión en inglés de El segundo sexo tiene más de setecientas páginas, la original muchas más (es consabido que la edición inglesa está abreviada). El libro es una magnífica obra de obsesión en gran escala: toda obsesión arrinconada una y otra vez. ("Pocas veces he leído libros que formen círculos concéntricos como éste —comentó Alfred Knopf—. Todo se repite tres o cuatro veces pero en distintas partes del texto".) Al mismo tiempo, el libro está escrito en un tono que toma extraordinaria distancia. La autora de El segundo sexo se empeña en poner distancia entre sí misma y el tema. Conoce la condición de que habla íntimamente, pero que no se equivoque el lector, no la comparte. Las mujeres —en esta obra escrita por una mujer brillante e indignada— claramente son "ellas" y no "nosotras".
El agravio, para De Beauvoir, era lo que consideraba la colaboración de las mujeres en su propio destino. Los negros se sometían, pero las mujeres habían acatado. Lo que le parecía intolerable era la complicidad. A lo largo de la historia se habían acomodado como gatos en la subordinación; más que relajarse, habían suscrito el acuerdo, participado en la conspiración, estúpidamente felices de permanecer como esclavas. Ella no podía participar. Todo eso le disgustaba. Tanto como a Doris Lessing, cuyo Cuaderno dorado —la otra obra importante sobre las mujeres escrita en la primera mitad del siglo— es un catálogo de resentimientos y odio a sí misma también presentado con una voz de airada burla que separa a la que escribe de aquellas de las que se escribe. (Al respecto, Mary Wollstonecraft, que escribió en 1796, también se indigna con aquellas cuyos derechos por tanto tiempo negados se ha propuesto reivindicar.)
Pero ¿de qué otra forma hubiera podido ser? Para las mujeres como Lessing y De Beauvoir, el gueto intelectual era los derechos de las mujeres. Ya es muy sorprendente que se dedicaran a esas explicaciones enciclopédicas de la condición de su propio sexo. Situar los materiales de la vida de una mujer en el centro de obras intelectuales serias y de gran sensibilidad era de por sí asombroso.
Pero es interesante e importante señalar que la única pensadora visionaria estadounidense de igual estatura intelectual que las europeas, Elizabeth Cady Stanton, escribiera de "nosotras" y no de "ellas" desde el primer instante en que llevó la pluma al papel —hasta convertirse "ellas" en "nosotras" no se forma un movimiento— y por eso el feminismo pertenece a los Estados Unidos. Por mucho que hayan detestado su condición de segunda, era imposible que las intelectuales europeas, desde Wollstonecraft hasta De Beauvoir, renunciaran a su abrumador deseo de aceptación en el mundo de los hombres (tal era la fuerza interiorizada de la cultura europea). Ese deseo —erótico por su capacidad de apremiar— las condenó en cuerpo y alma a una escisión de la voluntad que las lisiaba. Las visionarias estadounidenses, por otra parte, endurecieron su corazón ante la atracción romántica de la mundanidad, y erotizaron el feminismo (tal fuerza entrañaba la promesa democrática ultrajada). Los derechos de las mujeres se convirtieron en su única pasión. Esto permitió que estuvieran incomparablemente menos divididas en su búsqueda de igualdad, y que fueran sin comparación más revolucionarias. Así pues, aunque el feminismo hunde sus raíces intelectualmente en Europa, sólo en los Estados Unidos prende y se transforma en movimiento.
En 1947 comenzó la hoy famosa relación de De Beauvoir con Nelson Algren. Esa relación fue una revelación para ella. Con Algren, afirmó, el corazón, el alma y la carne eran uno y lo mismo. Sus sentidos palpitaban como nunca antes. Era la clase de sentimiento por el cual la mayoría de las personas "dejan todo" con gusto. Pero Simone de Beauvoir no era la mayoría de las personas.
A pocos meses de iniciada la relación Algren le pidió que se casara con él y se fueran a vivir a Chicago. De mala gana, lo rechazó y explicó: La razón por la cual no me quedo en Chicago es precisamente esta necesidad que siempre he tenido de darle a mi vida un sentido a través del trabajo. Tú tienes la misma necesidad, y es una de las razones por las cuales nos entendemos tan bien. Quieres escribir libros, libros buenos… yo también. Quiero comunicarle a las personas la forma de pensar que es la mía y en la que creo. Dejaría de viajar y todo tipo de diversiones, dejaría amigos y la dulzura de París con tal de poder seguir contigo; pero no sería capaz de vivir sólo para la felicidad y el amor, no podría dejar de escribir en el único lugar donde lo que escribo y mi trabajo pueden tener un sentido.
De una forma u otra repitió estas palabras diversas veces con el paso de los años, y al hacerlo a menudo parecía estar diciendo: "¿Dejar París? ¿Dejar la lengua francesa? ¿Dejar a Sartre?" Sus críticos más severos se abalanzan sobre esta afirmación, como si probara que la feminista más famosa del siglo, a fin de cuentas, no fuera sino otra mujer sometida a un Gran Hombre. Me parece indignante esta interpretación. Lo cierto es que es difícil separar esas frases. Para ella, me parece, en realidad eran una sola cosa. En conjunto significaban una definición de su ser orientado al trabajo.
No eran buenas personas, ni ella ni Sartre —cruelmente ensimismados, depredadores sexuales, siempre con necesidad de ejercer su poder sobre los que estaban a su derredor—, pero eran unos apasionados de la vida del espíritu y, para ambos, escribir era religión. Cuanto le haya hecho Sartre o hubiera hecho por ella, la asociación con él estaba irrevocablemente sujeta a la idea del trabajo. En efecto, su presencia en la vida de ella era icónica, y ella a menudo parecía idolatrar al hombre mismo. Pero no creo que lo hiciera. Para decirlo con crudeza, en el intento de ser independiente de una mujer nacida en Francia en 1908, la devoción a un hombre prometía alegría del cuerpo; la devoción a otro hombre, alegría del espíritu. Era lo mejor que podía encontrar. Optó como tenía que hacerlo, la opción que la caracterizó.
Y me parece que la colocó en una posición mucho mejor elegir el trabajo en vez del amor como valor primordial. La hizo un mejor ser humano (no se puede decir lo mismo de Algren, un hombre quisquilloso, fácilmente humillado, capaz en su poquedad de un furor cruel e imprudente). En las cartas que le escribió a Algren, De Beauvoir nunca gimotea, suplica, amenaza ni insulta; no importa lo que pase entre ellos, las cartas empiezan con amor y terminan con calidez. En ellas puede intuirse la mujer que se aplicó a la investigación y redacción de un informe de la condición de su propio sexo con tan apasionada constancia que transformó una polémica en uno de los libros más grandes del siglo. –— Traducción de Rosamaría Núñez
© Dissent

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