El torpedo que golpeó al Lusitania era de última tecnología. A pesar del costo y el diseño –un giroscopio para impedir desviaciones, una mezcla potente de explosivos– la probabilidad favorecía al barco. Según cálculos de la Marina alemana, solo cuatro de cada diez torpedos disparados por sus submarinos alcanzaban el blanco. Este, el antepenúltimo de los siete que cargó el submarino U-20 al inicio de su patrullaje, impactó casi debajo del puente de mando.
Un ejercicio no del todo ocioso es categorizar las efemérides. Las hay monumentales, observadas con rigor y días de asueto. Hay otras más modestas y limitadas a lustros, décadas y siglos. Otras más son eventuales. Sirva esta digresión simplemente para proponer al hundimiento del trasatlántico Lusitania como parte de las modestas efemérides de década y siglo.
A las 2:10 de la tarde del 7 de mayo de 1915, el estallido del torpedo G6 inició un desastre marítimo de vastísimo alcance. No solo alteró de manera radical la vida de los más de dos mil pasajeros y tripulantes, parientes y conocidos. El saber popular le ha endosado al hundimiento del Lusitania el crédito de haber precipitado el involucramiento de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Si bien la causa era justificada –entre los 1,198 pasajeros muertos, 128 eran ciudadanos estadounidenses– el efecto demoró un par de años en llegar, el 2 de abril de 1917. Un acto cruel en tiempos de guerra fue para el káiser un triunfo celebrado puertas adentro; para casi todos los demás, una cobardía y un regalo propagandístico.
Esta efeméride no siempre fue modesta. A un año del hundimiento, Winsor McCay y sus asistentes ya estaban dibujando en papel arroz las veinticinco mil imágenes para su cortometraje animado The sinking of the “Lusitania”. Doce minutos de la animación más moderna hasta ese momento para contar la historia de la perfidia alemana, la justa indignación y la necesidad de participar en la guerra. McCay –parte de la pandilla de caricaturistas empleados por Randolph Hearst, autor de la tira emblemática Little Nemo in Slumberland y pionero de los cortos animados– pagó de su bolsillo la inversión. (La taquilla, sin embargo, no correspondió del todo a su entusiasmo.) Seis minutos más y su cortometraje habría durado lo mismo que duró el hundimiento del barco. Dieciocho minutos tardó el más rápido de los buques de la empresa Cunard, cargado con más de treinta mil toneladas, en perderse a unas diez millas de la costa irlandesa.
Otro barco pesado y pretendidamente indestructible, el Titanic, por ejemplo, tardó dos horas con cuarenta minutos. De las dos tragedias, la del iceberg es la más recordada, quizá porque el Lusitania fue el daño colateral de una guerra. En otras palabras, al mismo tiempo que el barco se hundía en las cercanías de Ypres iniciaba la segunda batalla por hacerse del pueblo belga. Al final del mes que duró ese enfrentamiento ambos bandos sumaban más de cien mil heridos, muertos y desaparecidos. La urgencia de los 1,198 muertos por el hundimiento fue quedando enterrada por las decenas de miles de soldados que caían cada mes.
Hace unas semanas se publicó el formidablemente investigado Dead wake, de Erik Larson. La efeméride modesta recupera algo del brillo porque Larson deja en claro que el caso del Lusitania es cinematográfico y trepidante. Hay una flotilla de submarinos que rondan como tiburones las costas británicas; hay comunicaciones interceptadas, telegramas imprecisos e instrucciones equívocas que complican todo para ambos bandos; hay incluso una amenaza aparecida en diarios neoyorquinos el día en que zarpa el barco: “los barcos que ondeen la bandera británica o la de cualquiera de sus aliados son sujetos de ser hundidos”, advertía la embajada imperial alemana a los pasajeros.
La reconstrucción del último trayecto del Lusitania se lee como un juego de Batalla Naval: cada milla náutica es la posible casilla en la que el torpedo y la quilla se encuentran. Los pasajeros, según cuentan los sobrevivientes en diarios y memorias, iban del tedio a la angustia. Entre estos, personajes secundarios en la trama, hay un heredero de la oligarquía Vanderbilt, una arquitecta y amiga de Henry James, un estudiante canadiense que viajaba en segunda clase con el que todos parecían estar encantados. (Nunca recuperaron su cuerpo, pero su madre se dio a la tarea de pedir a los sobrevivientes señas y recuerdos de su hijo; el resultado, una colección de misivas entrañables conocidas como las Cartas Prichard, disponibles en el Imperial War Museum.) Según la lista de pasajeros también viajaban dos mexicanos: Diego Olivar –de cuarenta y seis años, pasajero en tercera clase y cuyo cuerpo no se recuperó– y Federico Padilla, cónsul general de México en Gran Bretaña –al recuperarlo, identificaron su cadáver como el 175.
El villano de esta historia no siempre es el comandante del U-20, Walther Schwieger –condecorado por el imperio por haber hundido más de cuarenta buques, el sexto mejor cazabarcos alemán durante la Primera Guerra y muerto al rozar su U-88 contra una mina británica cerca de la costa holandesa–, también el capitán William Thomas Turner fue acusado de incompetente y negligente. Sobrevivió gracias al chaleco salvavidas, fue enjuiciado y absuelto, vivió amargado, sin mencionar el incidente y acompañado por un odio tenaz a las gaviotas después de verlas atacar a los cadáveres flotando en el agua.
El recuerdo de la trágica anécdota de un trasatlántico hundido en esta era de las aerolíneas de bajo costo y los planes para hacer turismo suborbital hace que la del Lusitania sea una efeméride modesta. Quizá esta fascinación temporal y aniversaria sirva para recordar que el tiempo pasado no fue mejor. ~
(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.