Penúltimos duelos de la memoria chilena

El golpe y la posterior dictadura marcaron de modo traumático el último medio siglo chileno. Los actuales debates en torno a qué sucedió hace 50 años y cómo interpretarlo ponen en juego no solo la figura de Allende sino la política de la memoria del gobierno de Boric.
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Como en Cuba una década antes, la Guerra Fría latinoamericana alcanzó en Chile, entre 1970 y 1973, sus tonos mayores: un gobierno democrático de izquierda, un golpe militar, una dictadura de veinte años y un saldo de tres décadas democráticas, que no lograron encauzar de manera satisfactoria las demandas de memoria, justicia y verdad. La experiencia chilena posee una intensidad plural, aludida por una cultura del duelo, en la que se superponen múltiples voces en pugna.

Un diálogo reciente entre dos intelectuales críticos del régimen pinochetista, el sociólogo Manuel Antonio Garretón y el escritor Patricio Fernández, reveló esa crispación diferida que se apodera de la memoria chilena. Ambos llevan décadas condenando el golpe del 11 de septiembre de 1973 en ensayos referenciales o números de colección de la revista The Clinic, dirigida durante muchos años por Fernández.

Pero el simple reconocimiento de que emerge una nueva historiografía revisionista sobre el golpe militar y que, a pesar de no compartirla, debe sumarse al debate, desató una reacción furiosa del Partido Comunista y varias organizaciones de derechos humanos, involucradas en los actos conmemorativos por el medio siglo del 11 de septiembre. La reacción fue tal que condujo a la renuncia de Fernández, designado por el presidente Gabriel Boric para organizar los actos oficiales.

Unos días antes de la conversación entre Garretón y Fernández, el presidente había elogiado el ensayo Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular (Taurus, 2023) del joven intelectual de derechas Daniel Mansuy. La recomendación del presidente no pudo ser más equilibrada, ya que, así como invitaba a la lectura del libro revisionista de Mansuy, llamaba a continuar leyendo ensayos clásicos, bien posicionados en la biblioteca de la izquierda como los de Joan Garcés y Tomás Moulian.

De hecho, el libro de Mansuy –junto con una reconstrucción exhaustiva de la línea del tiempo que desemboca en el golpe militar (asesinato del general Schneider, crisis económica, alejamiento de la Democracia Cristiana, divisiones de Unidad Popular, paro de octubre del 72, comicios parlamentarios de marzo del 73, intento de integrar las fuerzas armadas al gabinete…)– contiene una valoración claramente positiva de las interpretaciones históricas producidas por intelectuales de izquierda como Garretón, Moulian y Garcés.

La crítica de Mansuy se dirige, fundamentalmente, no contra aquellos análisis de fines del siglo XX, que partían del reconocimiento de errores del gobierno de Unidad Popular, sino a un tipo de mitología o apologética allendista, producida a partir de la época de los gobiernos de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, a principios del siglo XXI, que difuminó la autocrítica de izquierda. De acuerdo con esa narrativa, que Mansuy lee en textos de Jorge Arrate o Mario Amorós, entre otros, la explicación del golpe estaba, exclusivamente, en la reacción de la derecha, el anticomunismo católico y militar y la intervención de Estados Unidos.

Tiene razón Mansuy al asociar esa simplificación narrativa con el ascenso de los gobiernos bolivarianos en el primer ciclo progresista de América Latina. A pesar de que los presidentes de la Concertación siempre mostraron distancias con el bloque fidelista y chavista, mucho del maniqueísmo discursivo de aquella corriente pasó a las bases de la propia izquierda democrática chilena. Las tensiones que se observan en el actual Frente Amplio y, específicamente, dentro del gobierno de Gabriel Boric, provienen de aquella mutación populista de la izquierda latinoamericana.

Tanto en el relato del golpe como en la crítica historiográfica se echan en falta antecedentes históricos importantes y una mayor atención a investigaciones académicas como las de Tanya Harmer o Marcelo Casals. Estos historiadores han documentado, más allá del papel de los militares, la Iglesia o la derecha organizada, la importancia de las clases medias y el conservadurismo popular en el derrocamiento de Salvador Allende. También inquieta el enfoque psicologista de la personalidad del presidente, aunque atina Mansuy al cuestionar las dificultades de sectores intelectuales de la izquierda latinoamericana para asimilar su suicidio en La Moneda.

De ese enfoque se deriva el equivocado énfasis en la “responsabilidad” de Allende en aquel trágico desenlace. Es comprensible que se debata sobre los “errores”, la “derrota” o el “fracaso” de Unidad Popular, pero de ahí a argumentar alguna responsabilidad de Allende, un presidente democráticamente electo, en la asonada militar que lo derrocó, va un trecho injustificado y, sobre todo, injusto.

Decíamos que el objetivo de la crítica de Mansuy es, fundamentalmente, el discurso histórico neoallendista de la izquierda chilena, especialmente en sectores comunistas de la coalición gobernante de Gabriel Boric, lo cual es no solo legítimo sino necesario. La mitologización del pasado desde el poder, por lo general, alienta compromisos frágiles con la democracia y no contribuye a la creación de ciudadanos activos. Pero en su ejercicio de historia pública, el ensayista carga la mano sobre el propio Allende, que no fue sino una víctima del anticomunismo autoritario de la Guerra Fría.

A partir de su lectura de Moulian, Mansuy hace una interpretación cristiana del suicidio del presidente chileno, sugiriendo un “paralelo con el siervo doliente de Isaías”. Para un médico masón, marxista y ateo como Salvador Allende, y en términos de su último discurso en La Moneda, tiene más sentido asociar aquel gesto con la tradición republicana, cuyo antecedente en el suicidio de José Manuel Balmaceda, a fines del siglo XIX, era recordado por el propio mandatario socialista.

La parte central del libro de Mansuy –a mi juicio, la más acertada y valiosa– se dedica a escudriñar el entramado de diálogos y mediaciones, fricciones y rupturas al interior de Unidad Popular (socialistas, comunistas, socialdemócratas, radicales, MAPU, MIR) y entre esta alianza y la oposición, fundamentalmente, la Democracia Cristiana, con mayoría parlamentaria, y el Partido Nacional, que reunía a la derecha más conservadora y anticomunista.

Un mes después de la publicación del libro de Mansuy, la editorial Debate puso a circular en Santiago de Chile las memorias póstumas del expresidente Patricio Aylwin, una de las figuras centrales de la Democracia Cristiana chilena durante el gobierno de Allende. Tituladas La experiencia política de la Unidad Popular (1970-1973) y escritas y rescritas entre 1974 y los años que siguieron a la conclusión de su presidencia en 1994, estas memorias ofrecen un cuadro más completo aún del gobierno de Unidad Popular y de la reacción nacional e internacional que suscitó.

Hay diferencias notables entre los dos libros, a pesar de que ambos autores autorizan el legado de la oposición antiallendista, y no necesariamente porque Aylwin fuera actor protagónico de los eventos y Mansuy un joven intelectual nacido después del golpe. Mansuy da mucha relevancia al llamado “gambito de Frei”, es decir, el amago del candidato derechista Jorge Alessandri de renunciar a su candidatura ante el Congreso, para promover una reelección de Eduardo Frei Montalva, ante la falta de mayoría de Allende. Aylwin sostiene que la Democracia Cristiana nunca respaldó la operación y siempre estuvo dispuesta a reconocer el triunfo del socialista, con la condición de un estatuto de garantías constitucionales.

El líder demócrata cristiano hace un retrato elegante del presidente de Unidad Popular, aunque no oculta críticas, como la referida al papel de Allende en el aliento a la campaña oficial contra el Partido Demócrata Cristiano (PDC) en medios como ClarínNoticias de Última Hora La Nación. Tampoco es condescendiente Aylwin con la prensa extremista conservadora, como Tribuna Pura Sepa, y hace distinciones pertinentes entre estas y medios democristianos como La Prensa o comunistas como El Siglo.

Su cuestionamiento de acciones del gobierno como la estatización de la banca, la nacionalización del cobre, el intento de control de las universidades o los ataques al poder judicial va cambiando de tono conforme la posición de la Democracia Cristiana se endurece. Durante los dos primeros años de Unidad Popular, según Aylwin, su partido trató de ejercer una oposición leal y una mediación práctica con los actores más dialogantes o moderados del gobierno, que ubica claramente en el Partido Comunista, no en el Socialista, y en el propio presidente Allende.

La mayor diferencia entre ambos libros reside en que en las memorias de Aylwin no hay un tratamiento de los errores de Unidad Popular o las contradicciones de Allende como “responsabilidad” en el golpe. El líder democristiano entiende el golpe como la consecuencia de un “país dividido”, al borde de una “guerra civil”, donde se malogra una “solución concertada” entre julio y agosto de 1973. En sus últimos diálogos como presidente del PDC, la principal fuerza opositora y legislativa, Aylwin intentó encontrar soluciones al conflicto no solo con Allende sino con el ministro del Interior Carlos Briones y el de Defensa Clodomiro Almeyda.

De aquel diálogo, en el que la Iglesia católica tuvo un papel más destacado del que se reconoce, salió la propuesta de armar un gabinete cívico-militar con el general Carlos Prats en Defensa, el almirante Raúl Montero Cornejo en Hacienda, César Ruiz Danyau en Obras Públicas y Transporte, y José María Sepúlveda en Tierras y Colonización. Aquel “gabinete de seguridad nacional”, como le llamó Allende, contó con el apoyo de la Democracia Cristiana y de los comunistas, pero no de todos los socialistas, ni de los polos más extremos de la derecha y la izquierda chilenas. Para unos significaba el aseguramiento militar de un régimen marxista; para otros, una claudicación ante el conservadurismo golpista.

El último diálogo de Aylwin con Allende, en el que participó también el cardenal Raúl Silva Henríquez, fue el 17 de agosto, tres semanas antes del golpe. Según su testimonio, Aylwin habría tratado de convencer a Allende de que tomara algunas medidas de flexibilización en la política económica y social, para evitar que el gabinete cívico-militar fracasara por la presión extremista de la derecha y de la izquierda. Además de elogiar el encuentro entre un marxista y varios católicos, el presidente habría proyectado un control de la situación, que ya no tenía.

Pocos días después de aquel encuentro colapsó el gabinete, aunque Allende buscó recomponer otro, también, con presencia de militares. Hasta el mismo día del golpe, la Democracia Cristiana, según el relato de Aylwin, se mantuvo en conversaciones con el ministro Carlos Briones e intentó practicar, desde el Congreso, una oposición leal. En las páginas finales de su libro, el primer presidente de la transición chilena define la dictadura iniciada el 11 de septiembre de 1973 como una “etapa en la vida nacional, dura, cruel y dolorosa para muchísimos chilenos”.

Así como no señala responsabilidad de Allende en el golpe, Aylwin admite cuestionamientos para su propio partido, cuando apunta que los demócratas cristianos “no fueron capaces de encontrar un camino eficaz para hacer prevalecer” el orden democrático, con el que siempre estuvieron comprometidos. Niega que la Democracia Cristiana haya intervenido de cualquier forma en el golpe, pero piensa que el “único que tal vez habría podido revertir ese cuadro y evitar el quiebre institucional” era el presidente.

Si bien contrafactual, la frase es dura. La autocrítica de Aylwin la compensa y ayuda a entender mejor los pasajes del libro que se prestan a confusión. En algún momento, el demócrata cristiano decía que su propósito era contribuir a deshacer una “imagen distorsionada de la realidad”, según la cual lo que sucedió en Chile fue que “el gobierno de Allende había intentado hacer una revolución socialista por los medios de la democracia y había sido derrocado por fuerzas reaccionarias, apoyadas por el imperialismo norteamericano y por una parte de la Democracia Cristiana”.

Al concluir el libro queda clara, como sostuvo Michelle Bachelet en la presentación del volumen en la Universidad Diego Portales, la realidad, y no la distorsión, de aquella imagen, salvo por el injusto cargo de que la Democracia Cristiana fue cómplice del golpe. Aylwin logra reconstruir con evidencias el comportamiento de su partido durante el mandato de Allende. Aun así, no faltarán quienes persistan en su culpabilización y quienes, sin pruebas, asuman como golpista a toda la oposición al gobierno de Unidad Popular.

El asalto a La Moneda, la muerte de Allende y la dictadura de Augusto Pinochet fueron experiencias tan traumáticas que los duelos de la memoria involucran todo el último medio siglo de la historia de Chile. En esos debates no solo está en juego la figura del presidente socialista y el artero golpe en su contra sino la propia transición democrática y la política de la memoria del actual gobierno de Gabriel Boric.

Esos duelos no terminarán a cincuenta años del golpe. Continuarán en el futuro próximo y no solo a través de la historiografía o los testimonios, el campo intelectual o la esfera pública. También se harán visibles en la lucha política diaria, donde cada actor se ve impelido a asumir una posición sobre aquel evento decisivo. Libros como los de Aylwin y Mansuy, Harmer y Casals, ayudan a perfilar el mapa plural de una memoria en disputa. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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