Pueden ser mellizos, pero de ninguna manera son gemelos. Portugal y España comparten el espacio geográfico de la península ibérica. Comparten también mucha historia y cultura: el catolicismo y el colonialismo, la dificultad de encontrar estabilidad política y modernización económica a lo largo del siglo XIX, dictaduras longevas y aislamiento de las corrientes europeas durante gran parte del siglo XX, una democratización casi sincronizada a partir de los años setenta, la entrada al euro y los avatares del siglo XXI, con austeridad y populismo. A pesar de todo esto, las diferencias entre los dos países son más grandes de lo que parece. A menudo el análisis comparativo dice mucho sobre los prejuicios del analista. Pero es un ejercicio que, por más escurridizo que pueda parecer, no carece de interés.
Evidentemente, un contraste importante lo constituyen las circunstancias de la transición a la democracia. En España fue pactada entre sectores reformistas de la dictadura y una oposición convertida en moderada por su larga derrota. En Portugal fue producto de la Revolución de los Claveles, un incruento golpe dirigido por “los capitanes”, unos oficiales de las fuerzas armadas principalmente de rango medio, que después de coqueteos con el comunismo dieron paso a una democracia parlamentaria bastante convencional.
Algunos académicos españoles de izquierda, como Ignacio Sánchez-Cuenca, hasta hace poco argumentaron que la raíz revolucionaria de la democracia portuguesa le otorgaba una superioridad de origen y que la falta de una ruptura afín en España permitía el surgimiento de Vox. La realidad pronto los desmintió: Chega (“Basta”), un partido de derecha dura populista, irrumpió en la escena portuguesa en 2019 y avanzó rápidamente para conquistar en la elección del pasado mayo un 23% del voto (frente al pico del 15% de Vox, logrado en noviembre de 2019). Si bien el Partido Socialista (PS) superó a Chega por unos escasos 4.000 votos, este consiguió dos escaños más en el parlamento, convirtiendo oficialmente a André Ventura, su fundador, en el líder de la oposición. Después de cincuenta años de bipartidismo en que el PS y el Partido Social Demócrata (en Portugal, como en Brasil, de centroderecha) se alternaron en el poder y mostraron un compromiso compartido de hacer funcionar el sistema, este resultado se ve en Portugal como un terremoto político.
Ventura rompe el consenso sobre el 25 de Abril, la celebración de la Revolución de los Claveles como la piedra fundamental del Portugal moderno. Tal vez hay más nostalgia escondida por la dictadura que en España. Hay quienes aducen que António de Oliveira Salazar fue un dictador de una calidad superior a Franco. Salazar era un civil y era más inteligente que su par español. Su astucia incluyó no asumir nunca la presidencia de su país y más bien ejercer el poder desde la media sombra, primero como ministro de Economía y luego como primer ministro. A diferencia de Franco, Salazar no era corrupto. Murió con activos modestos. Para sorpresa y vergüenza de muchos, en 2007 los televidentes de un programa popular de televisión escogieron a Salazar como el portugués “más grande de todos los tiempos”. Eso era demasiado generoso. El nacionalismo defensivo del dictador dejó Portugal con guerras coloniales sangrientas e inútiles y, a diferencia de Franco, se negó tercamente a abrir a la modernización una economía que seguía siendo básicamente rural.
Esa herencia y los excesos estatizantes de los años iniciales de la revolución hicieron que los resultados económicos de Portugal fueran peores que los de España en las tres décadas anteriores a la gran recesión de 2008-13. Esta última golpeó duramente a los dos. El gobierno conservador de Pedro Passos Coelho aplicó la austeridad con aún más severidad que Mariano Rajoy en España. Sin embargo, las reformas dictadas por “los hombres de negro” de las instituciones financieras internacionales tuvieron éxito en los dos países. Por primera vez en democracia, Portugal ha logrado recientemente superávits comerciales y hay un nuevo consenso político sobre la importancia de la responsabilidad fiscal. Los dos países han registrado un crecimiento económico superior a la media europea.
En los dos países la gran recesión causó estragos sociopolíticos con una fragmentación de la representación nacional. Hay una diferencia importante. En España Pedro Sánchez ha convertido la polarización en un instrumento para mantenerse en el poder, levantando un “muro” de enfrentamiento entre su coalición incómoda de izquierdas y nacionalistas y “la derecha y ultraderecha”. En Portugal, si bien António Costa (PS) rompió con la práctica pasada y pactó con la izquierda dura su gobierno de la geringonça de 2015 a 2019, nunca se perdió del todo la centralidad política. Hasta Pedro Nuno Santos, el líder soso de la corriente izquierdista del PS, quien reemplazó a Costa, ayudó a que el gobierno en minoría del PSD de Luis Montenegro aprobara un presupuesto el año pasado. Es verdad que la ausencia de nacionalismos regionales (sic) rebaja la tensión.
Ambos países han sufrido de cierta extralimitación judicial. Una investigación de la fiscalía sobre el tráfico de influencias incitó a Costa a renunciar, aunque no había ninguna evidencia en su contra –un paso que Sánchez se negó a seguir en circunstancias semejantes–. La decisión dudosa del presidente Marcelo Rebelo de Sousa de convocar una elección innecesaria privó al PS de su mayoría absoluta.
Todo este ruido, que incluye un caso de conflicto de interés de Montenegro, ha dado munición a Ventura, un demagogo mucho más hábil que Santiago Abascal. En la campaña electoral de mayo, las calles de Lisboa estaban adornadas con banderolas de Chega que rezaban “PSD=PS: 50 años de corrupción”, una consigna exagerada que caló en sectores de la población hartos del declive de los servicios públicos y que siguen percibiendo que hay una inmigración descontrolada.
Mientras que Vox sigue siendo un partido de protesta, Ventura tiene la ambición descarada de ejercer el poder. Chega probablemente controlará algunos municipios después de una elección local en septiembre. Por lo tanto, la centralidad política portuguesa ahora se enfrenta a un desafío inédito desde los años setenta. Montenegro es un político hábil, pero carece de mayoría parlamentaria y no tiene mucho margen de maniobra fiscal. De él, y en menor grado de José Luís Carneiro –el probable nuevo líder del PS–, depende que Portugal no sucumba al virus del populismo derechista tan extendido en Europa. Lástima que al otro lado de la raya una colaboración para defender la institucionalidad entre los dos partidos principales parezca imposible. ~