Gran sinfonía de relámpagos nocturnos vistos desde una playa, con mi hijito. Divinos, son el cristal roto de la noche, fosfenos entre nubes, enormes árboles infernales, garabatos fulgurantes, balacera entre nubes, fogonazos de serpientes que muerden las retinas. Caen y ascienden, relámpagos que suben escaleras, ¿leí eso o llegó de pronto? Le repito la lección que recibí: el trueno se escucha, el relámpago se mira, el rayo se mira y se escucha.
Pequeño, memoricé al Bécquer perentorio: “Al brillar un relámpago nacemos / y aún dura su fulgor cuando morimos; / ¡tan corto es el vivir!” Qué mediocre que es…
Truenos famosos los de la Suave patria. Es la estrofa más extensa del poema, aunque es más del estruendo que del ojo. El “cielo nupcial” es el relámpago fundacional, el semen zigzagueante de Zeus en el útero nocturno. El resto de la estrofa es solo fragor, genial, pero se diría escrita por un ciego de oído refinado.
Seduce tanto la imagen de Miguel Hernández, “El rayo que no cesa”. Tampoco cesa su acogedora paradoja de instante largo, una que insinúa por oposición al relámpago interruptus, no menos impensable. Y luego ese rayo mutaba en un toro sexual, un relámpago con pezuñas, el rayo mamífero.
Ese rayo que no cesa tiene muchos antecedentes: ya la bella pelirroja de Apollinaire era “un bel éclair qui durerait”. En un poema juvenil, también Paz mira el “relámpago del verano” en el “pelo rojizo” de “Helena”. La paradoja del instante largo es creencia profunda en Paz: “el vaivén entre el instante y lo eterno”, el trueno como duración. Y comienza a multiplicar la paradoja: la mujer que se ama es un “relámpago en reposo”, un “rayo dormido”, etcétera.
En el tomo uno de poesía (1935-1970) caen treinta y nueve relámpagos puntuales. El pelo de “Helena” está lleno de “relámpagos y otoños”; en Venecia hay una “joven domadora de relámpagos”; Bona es un “bello relámpago partiendo en dos al tiempo”; en Aviñón evoca una “larga noche pasada en esculpir el instantáneo cuerpo del relámpago”; amar es “cortar relámpagos en el jardín nocturno”; la “mariposa de obsidiana” es “un relámpago tendido a la orilla del otoño”. En la poesía posterior (1969-1998) apenas cae media docena: la tormenta de Árbol adentro dura “cuarenta relámpagos” y otros son relámpagos de segunda mano: “al trabarse los cuerpos / un relámpago esculpen”; el pelo de Marie José también es un “lento relámpago”. Curioso: las tres mujeres que amó son avatares de una única medusa voltaica.
¿La inspiración? Relámpago. ¿La poesía moderna? “Unir el relámpago con el curso del río.”
Muy joven escribe “Vida entrevista”: los peces son los relámpagos “en la noche del mar”; los pájaros, “relámpagos / en la noche del bosque”; los huesos “relámpagos / en la noche del cuerpo” y acaba como Bécquer: “Oh mundo, todo es noche / y la vida es relámpago.”
Se arrepentiría mucho de esa caída: “Si decimos que la vida es corta como el relámpago no solo repetimos un lugar común sino que atentamos contra la originalidad de la vida, contra aquello que efectivamente la hace única.” Tuvo que pensar en eso después, cuando, en sus versiones de Matsuo Bashō, saltó el haikú en el que el andante de Oku encuentra “admirable” NO decir que, “ante el relámpago, / la vida huye”.
Paz concluyó que “la vida no es ni larga ni corta sino que es como el relámpago de Bashō. Ese relámpago no nos avisa de nuestra mortalidad; su misma intensidad de luz, semejante a la intensidad verbal del poema, nos dice que el hombre no es únicamente esclavo del tiempo y de la muerte sino que, dentro de sí, lleva a otro tiempo. Y la visión instantánea de ese otro tiempo se llama poesía: crítica del lenguaje y de la realidad: crítica del tiempo”. ~
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.