Vivir dos veces

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La lotería de los grandes premios se rige por el mismo capricho que posterga o destaca los pequeños. Los Óscar cinematográficos, los Nobel de literatura, los nacionales de España (que a veces se duplican con las nacionalidades alícuotas) dan a menudo pábulo a las apuestas y a las adivinanzas, cuando no al sarcasmo y a la habladuría.

En los últimos galardones de la industria de Hollywood me llamó la atención que ni siquiera estuviese nominado el guion en lengua inglesa de Living, adaptado de Ikiru (Vivir), una de las grandes obras tempranas de Akira Kurosawa. Living, dirigida por Oliver Hermanus, un cineasta de origen sudafricano y obra anterior desconocida para mí, ha sido ahora reescrita para la gran pantalla por Kazuo Ishiguro, a quien le tocó la vara de la suerte de la caprichosa academia sueca al ganar inesperadamente en 2017 el Nobel de literatura.

Ishiguro es un excelente novelista nacido en Nagasaki y criado desde los cinco años en el seno de una familia japonesa afincada en Inglaterra, donde vive él, y pertenece a la brillante generación de los Ian McEwan, Martin Amis, Salman Rushdie y Julian Barnes, entre otros nombres. Cinéfilo confeso y ocasional guionista, yo le recuerdo cinematográficamente por una película a la que él solo proporcionó la novela de origen, Los restos del día, su obra maestra hasta la fecha, siendo la correspondiente adaptación al cine (en España llamada Lo que queda del día, de 1993) también el título fundamental del equipo formado desde 1963 por Ruth Prawer Jhabvala, guionista, Ismail Merchant, productor, ambos ya fallecidos, y James Ivory, director, aunque este, todavía activo a sus 94 años cumplidos, solo hizo el guion adaptado a partir de la novela de André Aciman en Call me by your name, dirigida (en 2017) por Luca Guadagnino.

La trama de Living respeta escrupulosamente la semejanza argumental con su precedente, variando la localización geográfica, de Oriente a Occidente, y otros rasgos menores, como el carácter y oficio del noctámbulo que le abre los ojos, cambiándole la poca vida que le queda, al protagonista de Ikiru, el meticuloso burócrata Kanji Watanabe, interpretado con algún desliz patético por el buen actor Takashi Shimura. Las diferencias comienzan a mostrarse de modo tajante cuando vemos ya en el inicio que, en vez del apagado blanco y negro de Ikiru, la imagen del fogoso tecnicolor espléndidamente recreado por el camarógrafo Jamie Ramsay le da a Living un marco de época, la segunda posguerra mundial, y un contraste muy significativo entre los abigarrados exteriores de la City londinense y la siniestra y valetudinaria oficina municipal donde trascurre una buena parte de la acción.

Consciente de manera singular de los matices y sonoridades de un idioma que no fue el primero que aprendió a hablar, Ishiguro ha encontrado en el guión de Living, y especialmente en sus extraordinarios diálogos, un modo muy original de revalidar la substancia dramática por medio de la lengua: la prosodia, los acentos, las pausas largas, los carraspeos, la dicción campanuda de Mister Williams, el enfermo inglés de clase media que quiere impresionar a sus subordinados chupatintas con las cadencias verbales de un superior a ellos en mando y rango social. Y Bill Nighy interpreta a Williams, en la partitura escrita por Ishiguro, con una invención gestual y un ritmo en la palabra que superan o contradicen las fluctuantes tendencias academicistas del cineasta Hermanus, también a veces tentado por el costumbrismo.

Nighy desmonta asimismo esas y otras pretensiones del director sudafricano con el humor, que tampoco faltaba en el filme de Kurosawa, pero está mucho mejor administrado en Living, o lo aprovecha con mayor retranca Nighy. Por ejemplo en una de las grandes escenas que el guionista Ishiguro le brinda en su libreto: el episodio de la cena en casa del señor Williams, enfrentado este a su avinagrado hijo y su suspicaz nuera por las características del plato que van a comer, un shepherd’s pie (pastel del pastor), manjar británico más rudimentario que exquisito, a la vez que contundente y muy fácil de cocinar. Ese divertido pasaje burlesco de Living me hizo pensar, volviendo a Ikiru, en la prolongada escena del banquete fúnebre lleno de reverencias corteses y tragos de sake.

El error que afea el deslumbrante guion de Ishiguro se debe a su fidelidad a Kurosawa, si somos justos y no nos dejamos llevar por una exagerada reverencia al genio del autor de Rashomon o Ran. El filme japonés de 1952, con sus casi dos horas y media, excede en cuarenta minutos la longitud del remake que Oliver Hermanus ha hecho en 2022, pero aun así ambas películas duran más de lo que deberían durar. Y espero que se entienda que no hablo por manías de espectador impaciente, sino guiado por criterios estéticos, ya que el fallo de ambas es la redundancia, el sentimentalismo reiterado que sigue a la muerte del protagonista, al que en las dos versiones se pinta con imaginería de santidad en su benéfica iniciativa del parque de recreo infantil y vecinal.

Estos epílogos parecen apólogos exentos, sobre todo el de Living, donde el encuentro nocturno del señor Williams con el policeman de patrulla roza una cursilería de ultratumba que desentona al lado de la tan sugestiva densidad terrenal del resto de lo escrito por el novelista. En un año de grandes nombres de Hollywood con autocomplacientes recuentos familiares y libretos decepcionantes, el guion adaptado por Ishiguro posee a mi juicio la ejemplaridad y el talento con los que están hechos los premios importantes. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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