Foto: Protestas el 29 de julio de 2024 en Valencia, Carabobo. © Juan Carlos Hernandez/ZUMA Press Wire

Venezuela: contra la capitulación democrática

El chavismo manda en Venezuela sin otra legitimidad que la fuerza. Amparado en la debilidad, si no es que en la complacencia, de la comunidad internacional. Esto tiene que cambiar.
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Deberemos exigir que todo movimiento que predique
la intolerancia quede al margen de la ley y que se considere
criminal cualquier incitación a la intolerancia y a la persecución,
de la misma manera que en el caso de la incitación al homicidio,
al secuestro o al tráfico de esclavos. Tenemos por tanto que reclamar,
en el nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar la intolerancia.

Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos (1945)

Escribimos estas líneas pocos días después del fraude cometido en Venezuela. Las sensaciones son diversas y contradictorias, pero, aun sabiendo que los acontecimientos están en curso, evitaremos en lo posible acudir en exclusiva al justo recurso de la indignación. Hemos sido testigos de la represión posterior a la elección y, con ella, de una nueva fase en la impunidad del poder dictatorial. Nicolás Maduro ya no necesita siquiera embustes formales para perpetuarse en el poder. También hemos visto la ambigüedad y complicidad de importantes gobiernos iberoamericanos, que habían prometido que esto no pasaría si se aflojaban las presiones políticas internacionales sobre el gobierno de Maduro. Ese bluff terminó, como debía terminar, con Maduro en la presidencia, María Corina Machado escondida para proteger su vida y la Organización de los Estados Americanos sin los votos para aprobar una declaración, apenas formal y solo referida a las actas de votación.

La represión con muertos, detenidos, desaparecidos y las amenazas directas contra los líderes democráticos no están en la agenda de Andrés Manuel López Obrador, Luiz Inácio Lula da Silva y Gustavo Petro. Tampoco los millones de exiliados y los más que deberán salir a corto plazo. “No hay que poner eso en el debate porque complicaría el diálogo con Maduro, que podría resolver el entuerto”, dicen ahora los mismos que exigían tolerancia y paciencia con el régimen chavista para lograr el Acuerdo de Barbados que supuestamente llevaría a Venezuela a la senda democrática. El chavismo manda en Venezuela sin otra legitimidad que la fuerza. Y todo ocurre a la vista de la comunidad internacional.

En Latinoamérica vivimos tiempos de renovado avance autoritario y precaria resistencia democrática. El primero va decidido a hacer lo que sea para obtener –o mantenerse– en el poder. Su éxito usufructúa las apelaciones a los relatos de la inclusión progresista, la seguridad punitiva y el populismo antisistema, para construir con impunidad variantes izquierdistas y derechistas de regímenes iliberales. La segunda sigue sorprendida por el formato de los desafíos que enfrenta, sin comprender bien la naturaleza de sus enemigos y por ello sin innovar en sus métodos y relatos.

Pero el reto no es exclusivamente un déficit epistémico y práctico nuestroamericano, como se dice ahora. Hunde sus raíces en consensos de un Occidente geopolíticamente apaciguado e intelectualmente conformista después de su triunfo en la Guerra Fría. Posiblemente uno de los grandes libros de los últimos años sobre cómo mueren las democracias (el de Levitsky y Ziblatt) haya sido interpretado equivocadamente por parte de aquellos que defienden los valores democráticos. El libro, que estaba influido particularmente por cómo se degradaba la institucionalidad democrática estadounidense, fue proyectado con validez universal como una receta para la acción.

El libro llevó a pensar que la lucha de los demócratas solo era posible darla en el plano de lo institucional y que los países que abandonaban la senda de la democracia no eran necesariamente autoritarios y cerrados para hacerlo por esa vía. Se popularizó la noción de la hibridez de los regímenes políticos con la absurda idea de que la democracia podía convivir con la dictadura en un mismo tipo de régimen. Y esto ha tenido éxito porque los paradigmas de la acción democrática siguen siendo los de las transiciones de fines del siglo XX en Occidente con Centroamérica, Chile y España como modelos de pacto y ruptura.

Pero, en la Centroamérica de los acuerdos de paz, lo que se firmó se cumplió. Con sus diferencias nacionales, con dificultades, a veces gradualmente, con trabas, objeciones y retrocesos, pero las dictaduras fueron dejando el poder y sus enemigos de entonces hasta llegaron a ocuparlo. Aunque el general Pinochet se resistió al principio, finalmente aceptó el resultado electoral del plebiscito en que fue derrotado. Habían sobrevivido al golpe líderes políticos y organizaciones y, sobre todo, tradiciones democráticas informales que permitieron el inicio y la consolidación de una compleja transición. Por su parte, el intento golpista conocido como el “tejerazo” en España chocó contra la decisión del rey y el conjunto de políticos que, con los Pactos de la Moncloa, habían logrado un consenso inédito donde la negociación fue posible a través del cumplimiento efectivo de lo acordado.

En los tres casos mencionados (y muchos otros también), existía entonces una comunidad internacional con ideas firmes y un contexto geopolítico que permitía el florecimiento de las democracias.1 Sobre todo, y para entender el rumbo de lo sucedido entonces y sus diferencias con la actualidad, las dictaduras militares no podían sobrevivir a los cambios internos y externos que se observaban en los países.

En la actualidad, las fuerzas armadas que están sosteniendo los gobiernos dictatoriales no son las que conformaban los Estados burocráticos autoritarios o las dictaduras de la seguridad nacional del siglo XX. Su presencia en el poder, como en cualquiera de aquellas dictaduras, no se considera temporal y destinada a enfrentar coyunturas concretas, como cuando, por poner un ejemplo, se argumentaba con la lucha contra el comunismo.

Las fuerzas armadas que vertebran regímenes como el venezolano no tienen por delante un futuro profesional si abandonan el poder. No pueden volver a los cuarteles a retomar las tareas que realizaban antes. Los militares venezolanos no sabrían cómo sobrevivir si no es a partir del contrabando, del narcotráfico y de todas las prerrogativas abusivas que les otorga haberse adueñado del poder y manejar la petroeconomía del país.

Por eso, aunque el Foro de São Paulo lo intente ocultar y las organizaciones propagandísticas como el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) busquen darle vueltas y confundir, no existe en Venezuela una institucionalidad que pudiera ser la base que, con el diálogo y el consenso mil veces prometidos, pudiera llevar a un rumbo político diferente al actual. No es posible repetir un nuevo grupo Contadora con quienes hicieron fracasar el Acuerdo de Barbados.

Venezuela es un sistema totalitario sobre el que no se podrá construir nada hasta expulsar a la mafia que la gobierna, como ocurrió en Rumania y en los países de la cortina de hierro. Lo cierto es que la política venezolana no se sostiene en lo que conocemos como fuerzas armadas, sino en cárteles militares que ahora, además del crimen organizado y la asesoría cubana, también juegan en el tablero global con el apoyo de Irán, Rusia y China.

En este contexto, los movimientos democratizantes que, superando todas las dificultades, se enfrentan contra los despotismos del siglo XXI, operan como pueden y con lo que tienen. Crean oportunidades en los márgenes, con recursos escasos: concurren a elecciones amañadas, se movilizan pacíficamente frente a las matanzas estatales. Tiene que ser así, porque si un pueblo espera pasivamente por situaciones ideales o contextos propicios jamás conseguirá otra cosa que la perpetuación de la tiranía. Por eso los maximalistas que juzgan las razones de la resistencia posible son en realidad los apóstoles de la pasividad permanente.

Pero hoy no parece haber pacto posible con “los maduros”. No hay duros y blandos cuando una corporación integrada por fanáticos ideológicos, militares represores y políticos corrompidos por su control despótico de los recursos naturales de regiones enteras y su participación en diversos mercados criminales, no tiene en frente presiones creíbles que amenacen su existencia. Cuando abrir el juego a una transición democrática los despoja del control monopólico del poder y pone en riesgo sus destinos personales.

Y un elemento más, que también se trata una y otra vez con una delicadeza que ya mostró que no merece: el rol de protector que juega el papa Francisco. Samuel Huntington, en su famoso trabajo sobre las democratizaciones, argumentaba que, para que se formara la tercera ola de las democracias, allá por los años setenta, también habían influido los cambios en la Iglesia católica.2 Hoy, al mando del Vaticano se encuentra el principal aliado de las dictaduras y un enemigo declarado del Occidente liberal y las sociedades abiertas.

Los eventos recientes en Venezuela –y por supuesto en otras partes– nos recuerdan algunas cosas “complejas”, casi impronunciables para el mainstream de la academia y la opinión pública democráticas. Ideas aparentemente radicales y opuestas al sentido democrático, pero en realidad realistas y concomitantes.

Los ciudadanos de sociedades abiertas confundimos la política con la política democrática, basada en los principios del consenso y la paz civil. Pero la política ha sido, desde hace milenios, lucha descarnada por el poder. Una lucha apenas domesticada bajo el orden republicano. Hemos desterrado el conflicto del relato de la democratización. Bolívar, Garibaldi, los militares portugueses o los juicios a los militares golpistas en Argentina son hoy, apenas, una evocación cinematográfica, jamás un paradigma de nuestros cursos de acción y planes de trabajo. Los demócratas hemos expulsado normativamente el enfrentamiento político e intelectual sin concesiones como factor de cambio social. Pareciera que tuviéramos que ser obligatoriamente tolerantes, dialoguistas, pacíficos, creyentes en la bondad del ser humano o seremos culpados por la radicalidad autoritaria. ¿Cómo explicar de otra manera que hayamos siquiera supuesto que Maduro cumpliría el Acuerdo de Barbados? Es que los aliados del poder autoritario, disfrazados de mediadores, repetían que oponerse al Acuerdo de Barbados nos volvería culpables de la estancia extendida de Maduro en el poder.

Mientras nuestra ilusión aceptaba el anzuelo de los autoritarios y sus cómplices de iniciar un diálogo para lograr un final cercano a una solución democrática, era obvio que eso no iba a ser posible. El chavismo no iba a dejar el poder porque perdiera las elecciones. Solo intentaba ganar tiempo a costa de nuestra ingenuidad democrática. Pero eso estaba claro también para nosotros, aunque no quisiéramos admitirlo. Solo reaccionábamos defensivamente ante la psicopatía política. Para los autoritarios la psicopatía política ha sido y es su bala de plata.

Mientras los autoritarios juegan una partida en clave ideológica iliberal y desarrollan todo tipo de estrategias y tácticas para imponerse, al mismo tiempo, mediante la extorsión discursiva y la psicopatía política, obligan a los demócratas a jugar en una fantasía de reglas que no rigen ni tienen validez para ellos. El derecho internacional solo existe para aplicarse en los países democráticos.

Las libertades de prensa, manifestación, elección y expresión no existen en países como Venezuela y están muy limitadas en otros países autoritarios. A ellos no se les exige que cumplan con estándares ni protocolos. Eso sí, cuando un periodista de algún medio afín a los Estados autoritarios es apenas criticado en un tercer país, aparecen los relatores de la libertad de expresión, las ONG y el activismo progresista a argumentar que en esos países democráticos no se cumple con la libertad de prensa.

Las narrativas autoritarias siempre justifican al victimario mientras culpan a la víctima y sus aliados. Si los Estados autoritarios expulsan a más de 7 millones de personas del país u organizan centros clandestinos de torturas masivas, es por culpa de la presión internacional contra Venezuela.3 Cuando la justicia ecuatoriana allana la embajada de México, es un atropello al derecho internacional que debe ser repudiado por la oea como efectivamente sucedió. Pero, si Maduro embiste contra la embajada argentina con asilados adentro, hay que ser prudentes para mantener el diálogo y no votar ninguna resolución que pueda alterarlo.

Como sea, siempre tendrán argumentos para justificar sus prácticas y degradar las de los países que se les resisten. Para los activistas, los sectores democráticos y los gobiernos de los países democráticos, ha resultado muy difícil enfrentarse a la psicopatía política de estos sectores autoritarios de izquierda, porque lo que hacen es utilizar conceptos compartidos para beneficiar sus políticas no democráticas.

Necesitamos dejar de escuchar a los defensores del autoritarismo, mucho menos a los que se presentan como voceros interesados en lograr acuerdos de consenso. AMLO, Lula y Petro también son beneficiarios de Maduro y su régimen. Los gobiernos democráticos no deben mostrar más fisuras cuando el combate es contra los dictadores. No importa lo que diga el manual internacionalista elaborado luego de la Segunda Guerra Mundial. El derecho internacional debe ser para todos o para ninguno.

Tomemos como ejemplo la mediación propuesta para Venezuela por los presidentes de Brasil, Colombia y México. Incluso conscientes de que, para el momento en que este texto vea la luz, la veloz dinámica de los acontecimientos pondrá rápidamente a prueba las diferentes hipótesis sobre la viabilidad de la propuesta, queremos detenernos en los trasfondos y justificaciones de la misma. Convencidos de que la demora de las reuniones y la exigencia simétrica a gobierno y oposición solo permite al madurismo ganar tiempo y fuerza.

Hay dos posibles explicaciones detrás de esta postura. La primera, ocultar la afinidad ideológica –con diferencia de grado– de estos líderes de izquierda populista con el régimen de Nicolás Maduro (afinidad más visible en sus partidos y más velada en sus diplomacias). La segunda es aceptar que, con esta actitud moderada, buscan mantener abierta una negociación. No obstante, varios elementos vuelven cuestionable esta idea: con este tipo de autoritarismos, la debilidad solo envalentona y permite a los Estados acomodar la represión y legitimidad internacionales. Ante el fraude y la represión que cobran víctimas cada hora, la revisión sin dilación de actas, con observadores internacionales independientes –como ha propuesto Gabriel Boric dentro del llamado campo progresista–, es el único camino realista.

La tríada de mediadores “progresistas”, como en general toda América Latina, ha operado hoy muy por debajo del tratamiento que en el pasado otorgaron a dictaduras similares no ya en ideología –aquellas eran de derecha– pero sí en cuanto a aplicación del terror estatal. Frente a Pinochet, Videla y Somoza, los gobiernos democráticos de la década de los setenta, plurales ideológicamente y a pesar de ser una minoría en la región, rompían relaciones, denunciaban sin tapujos en la OEA y la ONU, y ayudaban política y materialmente a sus opositores.

En aquellos años, incluso países como Colombia, México y Venezuela apoyaban a liderazgos radicales y resistencias armadas, como en el caso de los sandinistas en Nicaragua o los comandos urbanos en Chile. Pero hoy la determinación y la violencia parecen patrimonio solo de los represores estatales. Por otro lado, Estados Unidos, el demonio permanentemente invocado para justificar en nombre del antiimperialismo los crímenes de las autocracias revolucionarias, ha renunciado desde el fin de la Guerra Fría a las intervenciones armadas y las acciones encubiertas en Latinoamérica.

Necesitamos cambiar, a nivel personal y colectivo, la idea de la rebeldía democrática. Los estadistas y expertos de gobiernos democráticos, al concentrar en sus manos poder y conocimientos reales, tienen que asumir el mundo tal cual es para obrar en consecuencia. Los activistas y líderes de la resistencia hacen lo que pueden, como pueden. La responsabilidad de los primeros es mayor, por ser mayores sus opciones disponibles. La democracia tiene que empezar a generar sus propios anticuerpos y sistemas de premios y castigos.

Pero no es solo el activismo. Los autoritarios han avanzado allí donde los líderes democráticos europeos, norteamericanos y latinoamericanos solo han mostrado debilidad, cuando no complacencia. Los gobiernos de los Estados democráticos tienen que ayudar decisiva y tempranamente a los movimientos de resistencia democratizadores, aun a riesgo de competir con las dictaduras en una beligerancia poco diplomática.

Frente a los Estados autoritarios y sus aliados hay que oponer el poder de los Estados democráticos. Hay que evitar aparecer paralizados ante la violencia, propia o ajena. Hay que defender sin concesiones nuestros valores, enfrentando y desterrando de los foros democráticos a quienes defienden los dogmas y la propaganda tiránicos. Hay que asumir sin ambages que queremos un “cambio de régimen” para los pueblos que padecen tiranías, del mismo modo que las autocracias –usando las libertades que niegan a sus poblaciones– procuran cambiar las democracias desde dentro.

Hay que utilizar, de modo progresivo, escalonado, creativo y no siempre abierto, todos los medios para imponerse en esa pugna. Hay que entender que vivimos una guerra –sí, una guerra– de ideas, mundos y sentidos de la existencia de sociedades abiertas, con regímenes imperfectos pero civilmente perfectibles. Y en esa contienda prevalecerá no quien crea tener la razón y la verdad de su lado, sino quien cuente con los medios y el carácter necesarios para defenderlas. En las izquierdas y derechas democráticas, ¿hasta cuándo vamos a creerles a los sectores antidemocráticos de nuestros campos y a los demagogos intelectuales que repiten consignas que solo usan para sacar ventajas?4 ¿Hasta cuándo vamos a pretender que compartimos con ellos partes de un universo de ideas en común?

Y esto no es solo una cuestión voluntarista o de pretendidas superioridades morales o ideológicas. Si Maduro se consolida en el poder, si Lula, amlo, Petro, Arce y Xiomara Castro salen triunfantes en disfrazarse una vez más de demócratas para beneficiar a las dictaduras, el próximo paso del régimen venezolano será ir por los gobiernos que lo jaquearon. Con el apoyo directo de sus aliados extracontinentales, como Rusia e Irán y el amparo económico, tecnológico y diplomático de China.

Los líderes políticos democráticos, en los gobiernos y la sociedad civil, deben comprender que estamos en una pelea existencial por la supervivencia doméstica y regional del orden liberal republicano, ante una arremetida autoritaria creativa y agresiva. Y en este tipo de lucha, decía Mandela –un revolucionario que supo transformarse en demócrata, dejando un inmenso legado de reconciliación deshonrado por sus pretendidos herederos–, el tipo de estrategia la define el opresor. ~



  1. Laurence Whitehead (ed.), The international dimensions of democratization. Europe and the Americas, Oxford, Oxford University Press, 2002. ↩︎

  2. Samuel Huntington, La tercera ola. La democratización a finales del siglo xx, Barcelona, Paidós Estado y Sociedad, 1994. ↩︎

  3. Sebastian Grundberger, La galaxia rosa. Cómo el Foro de São Paulo, el Grupo de Puebla y sus aliados internacionales socavan la democracia en América Latina, Montevideo, Konrad-Adenauer-Stiftung e.V., 2024. ↩︎

  4. Armando Chaguaceda, “We must articulate a global and transideological defense of democracy” en Francisco Alfaro Pareja (coord.), The threat of illiberalism. Reflections and challenges for the defense of democracy from four perspectives, Buenos Aires, CRIES, 2021. ↩︎
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es politólogo e historiador, especializado en estudio de la democracia y los autoritarismos en Latinoamérica y Rusia.

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es doctor en procesos políticos contemporáneos y coordinador del Grupo de Estudios de Asia y América Latina del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe de la Universidad de Buenos Aires.


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