Vivencias del 68

Del amor a la revolución, de la opresión franquista a los nacionalismos vasco y catalán, de la traducción de Marcuse al servicio militar: Antonio Elorza recuerda cómo vivió el 68.
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En la mañana del 15 de abril, me soltaron definitivamente del cuartel. Apenas salido de la Remonta, al embocar Bravo Murillo, lo primero que hice fue buscar un portal suficientemente oscuro. Una vez encontrado, me metí en él y sin más ceremonias me desnudé, quitándome para siempre el uniforme y lo sustituí por ropa civil. No me gustaba el ejército español, pero en ese momento no sospechaba que yo tampoco le gustaba a él. A los pocos días, mi madre abrió la puerta a un soldado que traía consigo una orden personal del capitán general de Madrid, según la cual tenía que incorporarme de inmediato como soldado para cumplir un nuevo servicio militar en África. Mi madre cayó redonda al suelo y cuando volví a casa quedé por un tiempo sin saber qué hacer. De antemano, decidí que más valía escapar a Francia, antes que aguantar otros nueve meses, y ahora en régimen de castigo. La única rendija era que por mi condición de cabo primero no podía presentarme como soldado en el centro militar. Así que respondí que el cumplimiento de la orden resultaba imposible. Por si acaso, mi padre asumió el papel de gestionar una solución. Solo que la orden se repetía y yo podía ser detenido en cualquier momento. Tras varias semanas, todo se resolvió al hispánico modo. Mi padre untó con dos mil pesetas al sargento chusquero que se encargaba del asunto y mi expediente fue introducido por su mano entre los resueltos positivamente. Entre tanto, Marta regresaba de una excursión por Europa con sus dos compañeras de curso, Angelines y Beleta Moll. Decidí jugar mi baza después de los fracasos anteriores yéndola a esperar a Barcelona. Su postal desde Bruselas (“Muchos besos, Marta”) era esperanzadora. Fue una breve estancia muy rentable, ya que pude entablar la deseada relación sentimental, y subrayo lo de sentimental, y aunque de esto no estoy muy seguro, concreté los contactos con Seix Barral, para rehacer la traducción al español de El hombre unidimensional de Herbert Marcuse. La tarea me proporcionó un mayor acercamiento a Marta, que había estudiado en el Colegio Británico. De momento, sin embargo, contaba la coincidencia de ambos en Barcelona, con la visita a sus librerías, y las noches de jazz en el local de la plaza Real, donde tocaba Tete Montoliu. De vuelta en Madrid, recuperé también la relación con el grupo de estudiantes vascos, en realidad de ETA, que encabezaba Txomin Ziluaga, hombre al cual en el mismo 68 detuvieron en el Aberri Eguna, pero también el Primero de Mayo. Por pertenecer al frente cultural, las únicas actividades en las cuales yo participaba eran las misas dominicales a cargo de un cura vasco conciliar y las sesiones en las que eran invitados a la “sede”, un chalet más tarde derruido en una colonia de Francos Rodríguez, cantantes vascos, entre ellos Lourdes Iriondo, nuestra Joan Baez, y creo que también Mikel Laboa, e incluso profesores de la calidad de Koldo Mitxelena, sin que faltaran grupos populares de trikitrixa. […] No era un medio fácil, a pesar de la cordialidad de Txomin. Traté de explicarles la complejidad de Euskadi en términos nada nacionalistas, en una conferencia pronunciada en el colegio de monjas de la calle Tutor. No tuve el menor éxito, si bien me vi superado en irritación por una intervención de Marta que puso en cuestión la condición vasca de Navarra. Creo que entonces me gané el cariñoso epíteto de “el cabrón del español de Elorza”. Otro día me encontré con que uno de los miembros, de nombre Zubillaga, había sido expulsado por implicarse en la escisión ETA-Berri y se le había prohibido asistir a la misa, la más rara exclusión imaginable. Yo había llegado al grupo de la mano de un compañero de carrera, el zarauztarra Gillen Azkoaga, activista impenitente, quien me presentó a Txomin Ziluaga, que también andaba por la Facultad. Los caminos del Señor son inescrutables. Y fue Txomin el que me informó de que el grupo pertenecía a ETA. La agitación universitaria se acercaba al clímax del 18 de mayo, fecha en que estaba previsto un recital de Raimon. Gonzalo Anes comentó como sigue el aspecto que ofrecía el vestíbulo de la Facultad de Políticas y Económicas: “¡Esto parece el centro de propaganda de Vietnam!” Entre la movilización de militantes e imagen en el interior, y el deseo de la policía por acabar con aquello, el papel de las autoridades académicas no resultaba fácil, aun cuando el vicedecano Juan Velarde hiciese lo inevitable para conjurar la catástrofe. Falangista hasta hoy, fue siempre ante todo un hombre tolerante. Una mañana que fui a visitarle a la Facultad, le encontré en su despacho negociando en presencia de los líderes estudiantiles, Jaime Pastor y Paco Alburquerque, con el jefe de la Brigada Político-Social, comisario Saturnino Yagüe, al otro lado del teléfono. Propuso: “Si los estudiantes quitan los carteles llamando al Caudillo asesino, ¿podéis no entrar?” Ignoro el final. Los métodos de control del movimiento universitario, y de la oposición urbana en general, todavía no estaban bien ajustados. Los nuevos movimientos antifranquistas les resultaban más difíciles de identificar que los clásicos, herederos de la Guerra Civil. Además habían crecido exponencialmente. Las comunicaciones entre las distintas unidades y la central eran todavía imperfectas, aunque por poco tiempo, y podían ser seguidas por radio, desplazándose los manifestantes para evitar la llegada de esta o aquella unidad. Peor funcionaba aún la intercepción telefónica. Sonaba un clin-clin continuo de fondo al iniciarse esta, de manera que podías optar por conservar la llamada, si esta era inocua, cortarla, o bien apretar a medias los colgadores, con lo cual se producía un fuerte zumbido molesto para quien practicaba la escucha. En una ocasión, cuando repetí esa práctica, el teléfono habló solo: “¡Quita, cabrón, que me haces daño!” Era aún una técnica primaria, cuya ineficacia resultaba compensada con los malos tratos en Gobernación. Por el momento, no practicaba militancia activa alguna, salvo reuniendo textos anteriores al 36 para que eventualmente los publicara José Martínez Guerricabeitia en la Editorial Ruedo Ibérico. Mi interés se situaba fuera de España, con las noticias del mayo francés, que seguía a través de Le Monde, y sobre todo con los inesperados procesos de cambio en la Europa del Este, acerca de los cuales me informaba siempre por Le Monde. Me había suscrito a la revista L’Homme et la Société, que dirigía el político excomunista Jean Pronteau, en cuyas páginas leí las primeras contribuciones a una extraña conciliación entre comunismo y democracia, sobre la que teorizaba un amigo de juventud de Gorbachov, Zdeněk Mlynář, ya convertido en principal teórico de la Primavera de Praga. Los libros marxistas llegaban sin demasiadas dificultades a las librerías amigas, y ya no había que conformarse con las traducciones autorizadas del “Marx de los jesuitas” o con la lectura de las magníficas Dieciocho lecciones sobre la sociedad industrial de Raymond Aron. En la facultad de políticas se vendía legalmente, ciclostilado, el Manifiesto comunista que yo mismo traduje. Cerca estaba la aludida preparación del gran recital de Raimon en Políticas, con Marta en el papel de organizadora desde su condición de delegada de Culturales en el Sindicato Democrático, a las órdenes de Jaime Pastor, entonces como ella, y como María del Carmen Iglesias, integrante del Frente de Liberación Popular (FELIPE), nuestra versión del PSU francés. Su nombre clandestino era “Teresa”. Al celebrarse el cuarenta aniversario del 68, hace diez años, su participación fue ninguneada. Se le incoaron ocho sumarios, y menos mal que el decano Ángel Vegas no pudo facilitarle una bandera para ser quemada. La movilización de masas en torno al recital culminó el 68 español. Como en la letra de la canción conmemorativa de Raimon, aquella jornada con Marta “no la olvidaré nunca”.

Los posos de mayo

[…] Yo había intentado asistir en mayo a las conferencias organizadas por el ciento cincuenta aniversario del nacimiento de Karl Marx, una de las cuales fue pronunciada por Marcuse el 6 de mayo; la orden del capitán general sofocó el intento. Así que cuando llegamos a París, a principios de julio, todo había acabado. Se respiraba un extraño ambiente, con numerosos restos del levantamiento en las calles o en edificios como el Odéon, y también con signos de la estricta represión dictada por el ministro Raymond Marcellin. Pudimos recoger bastante material (documentos, panfletos, hojas volantes) y adquirir los primeros trabajos que iban saliendo sobre el tema. Los familiares jóvenes de Marta que habían seguido de cerca los acontecimientos nos contaron bastantes cosas. En conjunto, no había motivo para el optimismo. El día 21 llegó la noticia de que los tanques del Pacto de Varsovia habían entrado en Checoslovaquia. La Primavera había terminado. Lo compensamos con paseos, cines y la degustación de un manjar que yo desconocía, los nems en el Restaurante Vietnam, que entonces estaba enfrente de la librería del simpático cascarrabias Robles. Todavía se podía comer la buena sopa de cebolla y caracoles en restaurantes vecinos a las aún no derruidas Halles. La parte seria de la estancia correspondió a las relaciones con José Martínez, el anarcobolchevique director de Ruedo Ibérico, que se había trasladado con su librería a la calle Sommerard, junto al bulevar Saint-Michel. Comimos juntos varias veces, me introdujo a sus amigos anarcosindicalistas de Front Libertaire –de los que formaba parte Cipriano Mera–, y acordamos la forma de colaboración. A corto plazo recibí el encargo de una traducción del francés de 1905 de Trotski, que ejecuté a medias con una amiga de Marta. Acabó publicándose como trabajo de José Martínez y Juan Andrade. Escribí también en París el primer artículo para Cuadernos de Ruedo Ibérico, titulado “Consideración sobre Carrero Blanco”, mucho mejor que todo lo anterior y que firmé como Emilio Benítez. Un último aspecto de esta estancia tuvo poco que ver con la revolución. En principio, Marta iba a la casona de sus tíos, los Hernandorena, en la calle Liège, junto a la estación de Saint-Lazare. Tío Godo y tía Mercedes eran unos nacionalistas vascos estupendos pero poco inclinados a amparar el amor libre. Así que de cara a la estancia yo me travestí en Angelines, lo cual tenía un solo problema: la sirvienta de los tíos de Marta aparecía a limpiar cuando le venía en gana. No le cabía entonces a Angelines otro recurso que refugiarse en uno de los grandes armarios. La sirvienta mostraba una y otra vez su extrañeza por no encontrarla. […] Al cruzar el 2 de agosto la frontera de Irún, el exhaustivo registro del coche nos avisó de que algo grave sucedía: eta había asesinado al policía torturador Melitón Manzanas. La carga de irracionalidad en el grupo del chalet resultaba evidente, pero esto era otra cosa. Frente al contenido democrático del catalanismo, reflejado para mí en la poesía de Salvador Espríu, estallaban la carga apocalíptica de su contrafigura vasca, Gabriel Aresti, y el odio xenófobo de Sabino Arana. Se iniciaban las décadas del terror y para mí una inacabable sensación de angustia.

Otoño infausto

Después del largo verano, el regreso al trabajo en la universidad fue ante todo un tiempo de desilusión. Las expectativas de la primavera se habían disuelto en todos los órdenes. Marta vivía con sus padres, el ambiente en las aulas era de crispación y de miedo a la represión, las perspectivas de una carrera académica normal se veían seriamente amenazadas, y, mirando hacia el exterior, del mayo francés solo quedaba el recuerdo, iban conociéndose gota a gota los actos de barbarie en la Revolución cultural, y tras la invasión por las fuerzas del Pacto de Varsovia apenas podía esperarse una supervivencia residual del reformismo checo. La única salida consistía en acelerar como fuese la tesis doctoral sobre el liberalismo en la Ilustración española, y eso desde una situación de penuria, sin un duro siquiera para hacer unas fotocopias. Al menos, las noticias de Praga supusieron una clarificación de mis posiciones políticas, la resolución de tantas dudas al tener noticia de la actitud resuelta de condena adoptada por el PCE. La cuadratura del círculo parecía lograda: un comunismo defensor de la democracia, en apariencia el de Carrillo o el de Dubček, enfrentado al irreformable estalinismo de la URSS. Por si algo faltaba, meses después tuvieron lugar la publicación de La confesión, de Artur London, y la subsiguiente película de Costa-Gavras, con Jorge Semprún como guionista. A pesar del claro distanciamiento del escritor respecto de su antiguo partido, en La confesión podía atisbarse la idea de que frente al soviético existía un comunismo auténtico. La sorprendente sugerencia venía respaldada por la rotunda evocación positiva de las personalidades del exbrigadista London y de su compañera Lise Ricol (Yves Montand y Simone Signoret), más hitos tales como aquel grafiti donde se leía que Lenin debía perdonar a los soviéticos, que se habrían vuelto locos. Así fue como paradójicamente el relato sobre la invasión de Praga pudo constituirse en un aliciente para ingresar en el PCE. […]

El entierro de la utopía

[…] Los acontecimientos se precipitaron en enero de 1969. Una asamblea en la Universidad de Barcelona fue el prólogo del asalto al Rectorado, con la sustitución de la bandera española por una roja, con la hoz y el martillo, y sobre todo fue defenestrado el busto de Franco. Era la ocasión perfecta para emprender una limpieza a fondo de la universidad. El 24 de enero, el ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, decidió hacer bueno el diagnóstico de José María Pemán en Mis almuerzos con gente importante: “por naturaleza, era casi somáticamente un nazi”. En su alocución justificativa del estado de excepción retomó los acentos de la Guerra Civil y acumuló todos los tópicos posibles sobre la amenazadora conspiración. A Fraga no le sirvió de nada este regreso a los orígenes, pero cumplió su misión al servicio del dictador. Ese día, yo me había desplazado al Archivo de Simancas para completar la documentación de mi tesis doctoral. Al regresar a Madrid, escuché las palabras del ministro y pensé que lo más urgente era deshacerme de la documentación de eta que Txomin Ziluaga había dejado en mi casa antes de su detención. Intenté quemar los papeles en la ducha, pero tuve que suspenderlo al prenderse la cortina. Al día siguiente, deposité los documentos en la Hemeroteca Municipal de Madrid, dada su importancia histórica. El director, don Miguel Molina, que era un excelente liberal, los aceptó, si bien no estoy seguro de que hayan sobrevivido. Lo peor, sin embargo, había sucedido unos días antes. El 17 de enero fue detenido el estudiante Enrique Ruano, del “FELIPE”, sometido a torturas, balaceado y arrojado por la ventana tres días después. El tratamiento del suceso por parte del gobierno, y, en particular, por el ministro Fraga, forzando la colaboración de abc, constituyó uno de los episodios más viles en la historia del régimen. Fueron manipuladas las notas de un diario íntimo del estudiante para presentarle como un suicida en potencia; las circunstancias del crimen alcanzaron los máximos niveles de lo macabro. De la mano de Fraga, España volvía a los años cuarenta y al precedente asesinato judicial de Julián Grimau. Tengo en la memoria que me asomé al balcón interior de casa de mis padres y grité hasta perder la voz. ~

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Este es un extracto adaptado de Utopías del 68. De París y Praga a China y México, que publica este mes la editorial Pasado & Presente. Historia

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Antonio Elorza es ensayista, historiador y catedrático de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. Su libro más reciente es 'Un juego de tronos castizo. Godoy y Napoleón: una agónica lucha por el poder' (Alianza Editorial, 2023).


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