Un lugar mejor

A menudo se desprecia a la metafísica como una rama fantasiosa de la filosofía. Sin embargo, frente a los horrores del mundo y sus noticias de última hora, ofrece un refugio para la reflexión profunda.
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Puedes llamar a mi amor Sofía

Pero yo llamo a mi amor Filosofía

Van Morrison

La filosofía entierra siempre a sus enterradores.

Étienne Gilson

1

Lo único peor que la metafísica espuria son las advertencias espurias sobre la metafísica. Debería ser obvio que cuanto más nos alejamos del plano físico, mayor es la probabilidad de la fantasía; pero eso no es más que el riesgo profesional de la metafísica, del mismo modo que la superstición es el riesgo profesional de la religión y el dogmatismo es el riesgo profesional de la razón (y, todavía más, de la sinrazón). Digo fantasía, y no falsedad, porque todas las opiniones son susceptibles de llegar a la falsedad, y la falsedad no es lo mismo que el sinsentido y también se da en el campo del pensamiento serio. Sin embargo, la posibilidad de un error metafísico no es pretexto para contentarse con lo físico. Esto es especialmente cierto
en una sociedad asfixiada por el fisicalismo. El fisicalismo contemporáneo –la iglesia de la materia– adopta muchas formas: biológico, económico, algorítmico, histórico. La tiranía de la historicidad sobre las interpretaciones comunes de la vida humana es el materialismo más omnipresente y sigiloso de todos. La formulación más triunfalista que he leído a ese respecto es la sorprendente observación del historiador francés de filosofía clásica Luc Brisson de que “incluso la trascendencia tiene una historia”, algo que puede parecer incontrovertible desde el punto de vista fáctico, pero desde el filosófico no es sino otra emboscada contra la metafísica. En nuestra época, la reputación de la metafísica se ha visto también empañada porque se confunde con la religión, o más exactamente con la degradación intelectual de la fe a manos de la religión popular y la política. Sin embargo, salvo para los ateos vulgares, la metafísica es tanto una investigación secular como religiosa.

La metafísica es el disenso más profundo de nuestro tiempo, y ese es apenas el primero de sus atractivos. Siempre me he sentido indefenso ante ella, y hambriento de ella; y tolero hasta el absurdo sus excesos, que me parecen errar en la dirección correcta. Nadie ha prometido nunca que la verdad no sea extravagante. Confieso sin vergüenza que dos de los libros de Swedenborg reposan en mis estantes: El cielo y sus maravillas y el infierno de cosas oídas y vistas y el mágicamente titulado Sobre los encantos del amor conyugal, seguido porLos placeres de la locura relacionados con el amor escortatorio (escortatorio significa sexual). Estos interminables volúmenes son una locura –los placeres
de la locura, en efecto–, pero no solo eso: son también el fruto de
una enorme ambición intelectual y están plagados de intuiciones penetrantes sobre, bueno, todo. Czesław Miłosz reclutó a Swedenborg en su campaña para ampliar el abanico de lo intelectualmente respetable a fin de incluir lo que él llamaba “modalidades de visión excéntrica”.

El propio Kant, y nunca vivió un hombre menos loco que él, se interesó por las extravagantes visiones de Swedenborg: compró muchos de sus libros y, en 1766, publicó una pintoresca (para Kant) denuncia de Swedenborg titulada Sueños de un visionario explicados por los sueños de la metafísica. Sin embargo, en una carta a Moses Mendelssohn de ese mismo año, admitió que su opinión sobre Swedenborg era menos hostil de lo que parecía: “En lo que respecta a los informes sobre los espíritus, no puedo evitar que me encanten las historias de este tipo, pero en cuanto a la base racional de tales informes no puedo librarme de una o dos sospechas sobre su exactitud.” ¿Solo una o dos? Además, ante el mismo Mendelssohn, defendió plenamente la metafísica como nada menos que un requisito para “el verdadero y duradero bienestar de la raza humana”. Como digo, errando en la dirección correcta. Por otro lado, en su diatriba contra Swedenborg, Kant hizo una distinción entre los “sueños de los sentidos”, que conoce el espiritualista, y los “sueños de la razón”, que conoce el metafísico. Esto fue años antes de su épica circunscripción de la metafísica en la primera Crítica. Pero la idea de un racionalismo onírico ciertamente abre la puerta a floridas especulaciones. Apenas unas décadas más tarde Goya mostraría una actitud menos indulgente hacia los “sueños de la razón”, aunque Kant se anticipó a las señales de alarma de Goya, a sus enjambres de monstruos, cuando afirmó en la segunda Crítica que “un fanático es una persona que sueña según sus principios”, y advirtió de manera memorable acerca de los “desvaríos racionales”.

Ni siquiera yo creo que la metafísica sea una condición para el bienestar de la raza humana. La larga trayectoria política de la metafísica, todos aquellos siglos en que estuvo asociada con el poder, inclinan a pensar lo contrario: que demasiadas personas han sido asesinadas en nombre de lo invisible, de creencias arcanas e inverificables. De hecho, durante mucho tiempo, el espantoso relato de las guerras de religión favoreció una perspectiva antimetafísica (hasta que el siglo XX, con sus genocidios cometidos en nombre del materialismo y el historicismo, con sus odios ideológicos sin Dios, hizo que a los laicos ya no les resultara tan fácil ser condescendientes con los creyentes a la hora de hablar de las consecuencias sanguinarias de sus respectivas visiones del mundo). La culpa del mal radical y la complicidad con él resultaron ser universales, es decir, filosóficamente heterogéneas. Las manos sagradas y las profanas, las de los visionarios y las de los tecnócratas, las de los materialistas y las de los idealistas, están todas manchadas de sangre. (Las manos de las democracias tampoco están limpias.) Ninguna civilización ha impedido para siempre que sus impulsos más elevados se rindan a sus impulsos más bajos. La influencia del corazón sobre la mente es mayor que la influencia de la mente sobre el corazón, para bien y para mal, y el mal dentro del corazón humano –nuestros instintos inexplorados– puede recibir la validación y el estímulo de cualquier cantidad de teorías y doctrinas.

Una tarde, hace muchas décadas, estaba sentado con Daniel Bell en el porche trasero de su casa en Cambridge. El mundo vivía la crisis polaca –Solidaridad y el kor se habían alzado contra el régimen comunista– y Dan y yo hablábamos de la importancia estratégica de la Iglesia católica para la lucha contra la satrapía soviética en Varsovia. Subrayamos sobre todo la fuerza monumental de Juan Pablo II, antes Karol Wojtyła de Cracovia, y su teología de la dignidad humana. A mi modo de ver ese era un buen ejemplo de la metafísica al servicio de la libertad política. Dan estuvo de acuerdo, pero la cuestión le incomodó un poco. De todos los intelectuales de Nueva York, él era el más ávido estudioso de filosofía y religión, pero las décadas de 1930 y 1940 les habían dejado a él y a sus camaradas intensas preocupaciones por los costos históricos de las creencias metafísicas. Tanto el fascismo como el comunismo habían justificado sus crímenes con ideas abstractas, con teorías que afirmaban ver más allá del mundo conocido a favor de una realidad más profunda que solo sus adeptos –los millones de ellos– podían detectar. Después de Auschwitz y el gulag, la metafísica parecía demasiado peligrosa. El temperamento “existencialista” en parte fue un rechazo a la tentación metafísica. De hecho, esta valoración de la metafísica como una tentación, y no como una actividad natural de la mente inquieta, era una característica representativa del clima intelectual de aquellos años, y la heredamos de nuestros maestros. En sentido estricto, por supuesto, ni el fascismo ni el comunismo tenían fundamentos metafísicos, pero esa desconfianza propia de la posguerra se extendía a todas las ideas extravagantes y no empíricas, a todas las ideas abarcadoras y sistematizadas.

Sin embargo, ya no me conformaba con aceptar sin objeciones la sabia enseñanza del realismo trágico. Me parecía mal, incluso injusto, que tuviera que desengañarme de esa manera y tan pronto. ¿Qué iba a hacer con mis inquietudes espirituales? Así que le dije a Dan –fue una especie de confesión– que no podía vivir sin conceptos metafísicos y sin la posibilidad de la interpretación metafísica de la experiencia, y que temía que los intelectuales de la posguerra hubieran ido muy lejos y en su comprensible cautela hubieran desdeñado demasiado. Nada de metafísica después de Auschwitz parecía tan absurdo como nada de poesía después de Auschwitz. Dan sabía que no debía preocuparse de que yo no apreciara en toda su magnitud las catástrofes que habían llevado a los intelectuales de la posguerra a sacar conclusiones tan estrechas. Le confesé que mis intereses metafísicos y religiosos no me avergonzaban en absoluto, y tampoco me parecían una traición a la memoria del mal. Estábamos de acuerdo en mantener a la política alejada de las ideas absolutas y las teorías esotéricas, pero una de las enseñanzas centrales de Dan era que la política nunca lo es todo, que no representa más que uno de los muchos reinos que habitamos y, como dije, él mismo se había entusiasmado con el tema de lo sagrado.

Y así, sentado en el porche, me planteé algunas preguntas. ¿Puede un liberal no tener metafísica? ¿El abuso político de la metafísica es todo lo que necesitamos saber sobre la metafísica? ¿Una esfera pública laica supone necesariamente una esfera privada laica? Y de no ser así, como propiamente manda el liberalismo, ¿qué hay del peligro de filtración entre una esfera y otra? El rostro de Dan se ensombreció y sus ojos se suavizaron. Me explicó que, al menos en su caso, abandonar la metafísica fue un sacrificio personal. Era como si la morgue de la modernidad le hubiera impuesto la obligación de constreñir lo espiritual. En un susurro melancólico, Dan dijo: “Estábamos conscientes de a cuántas cosas estábamos renunciando.”

Hay una especie de placer estético en la contemplación de sistemas metafísicos, incluso cuando el impulso sistematizador provoque en sí mismo una oposición filosófica. Pueden estar elegantemente diseñados y ser asombrosamente imaginativos, y las relaciones entre las piezas pueden arrojar nueva luz sobre esas mismas piezas. Pero admirar una doctrina por su potencia imaginativa es dejar de lado la cuestión de su verdad y admitir que la imaginación desempeña un papel incluso en los sistemas filosóficos que pretenden basarse en la lógica de un tipo u otro (la lógica de Hegel no se parece en nada a la lógica de Wittgenstein). Nadie admiró tanto la metafísica desde el punto de vista estético como Borges, que leía textos metafísicos como literatura y se conformaba con el placer de sus hechizos. Se sintió cautivado por las filigranas de los filósofos, cuanto más elaboradas y esotéricas, mejor. Prefería un símbolo a un argumento; e imaginaba el universo como una estupenda biblioteca, y la inclusión de tonterías en la biblioteca no la desautorizaba como algo digno de su entusiasmo. Alguna vez se definió a sí mismo como “un argentino extraviado en la metafísica”, pero no era una queja. Borges no buscaba tanto la verdad como la creencia en la posibilidad de la verdad, y el sinnúmero de creencias semejantes que descubrió en las tradiciones filosóficas y religiosas lo convenció de que la posibilidad era real. Se aficionó al estilo de la verdad, al glamur de la verdad, al humor de la verdad, al exotismo de la verdad, a las presunciones de sabiduría que encontró en las fuentes más diversas e incluso contradictorias. Disfrutaba del clima metafísico, “la atmósfera montañosa del pensamiento elevado”, como lo llamaba Hawthorne.

Cuando yo era joven y estudiaba filosofía con la cabeza puesta en un sueño idealista de verdad, no me satisfacían los placeres borgesianos. Quería la verdad. Por eso enumeré la variedad de doctrinas metafísicas contra la metafísica. La historia de la filosofía amenazaba mi confianza en la filosofía: el interminable desfile de teorías hacía parecer que no había nada mejor que añadir otra teoría al montón. ¡Detengan el desfile! Esta ingenuidad, esta idea de que la filosofía debería terminarse algún día cuando la verdad se hubiera alcanzado por completo, obedecía en parte a mi educación religiosa, que me había dejado un gusto por la ortodoxia, una esperanza de certidumbre y unos cálidos recuerdos de lo que significaba sentirse seguro. ¿Cómo no iba a ser la verdad un dogma?

Incluso en mi propia religión, algunos de cuyos pensadores más formidables fracasaron (aunque no sin intentarlo) a la hora de establecer un catecismo de sus creencias, parecía necesaria cierta certeza intelectual, y como Maimónides aconsejaba a un alumno, “la certeza no debe llegarte por accidente”. Puesto que Dios guardaba silencio, uno tendría que razonar su camino hacia la verdad, hasta que llegara el día en que estuviera filosóficamente realizado. Pero entonces la historia de la filosofía me aturdió y me dejó un tanto desesperanzado. Tantas verdades, tan poco tiempo. Tantas falsedades, tan poco tiempo. Incluso cuando uno ha aceptado una perspectiva y puede defenderla intelectualmente, el alboroto nunca termina. Tal vez el pensamiento dogmático –o el hábito mental, que en la esfera de la mente significa lo mismo– sea la única forma de luchar contra este vértigo. Desde luego, prefiero el pensamiento dogmático, del que uno puede curarse, al pensamiento posfundacional, para el que no hay cura. En algún lugar de la autocomplacencia del dogma se encuentra escondida la tensión del argumento, y mientras haya tensión no todo está perdido. (¡Qué máxima tan poco estadounidense!)

Pero ¿cuánta certeza puede uno rechazar sin hacer imposible la creencia? He aprendido que los años no son benévolos con la certeza si uno persiste en pensar. Hay agujeros en todos los cuadros. Unos pocos agujeros, si son pequeños y no están en el centro, acaso no arruinen por completo un cuadro, y de todos modos un cuadro puede restaurarse. Por el contrario, una prueba es una prueba y puede durar mil años. Sin embargo, una prueba nunca debe poner fin a la reflexión. El difunto Saul Kripke llamó a esto la “paradoja del dogmatismo”: si sé que una proposición es verdadera, entonces consideraré axiomáticamente que las pruebas en su contra son engañosas y pondré fin a su consideración crítica, de modo que lo que comenzó siendo un ejercicio de la razón se convertirá en un ejercicio de la sinrazón, y una mente abierta terminará volviéndose una mente cerrada. Pero ¿por qué el conocimiento debe marcar el final de la investigación? La certeza tampoco debe llegar antes de tiempo.

No hace mucho, la publicación de una nueva traducción de los cuadernos personales de Wittgenstein de 1914-1916 me hizo regresar a él, que fue uno de los dioses de mi juventud, pero esta vez detesté su soberbia. Realmente creía que había acabado con la filosofía. Lo curioso es que lo creyó dos veces. Su filosofía tardía es una bacanal de signos de interrogación comparada con su filosofía temprana, que en su opinión era tan definitiva que la formuló en proposiciones numeradas (puntos decimales incluidos); pero en ambas ocasiones estaba seguro de que, como consecuencia de sus descubrimientos, la filosofía había dejado de existir. (Acabar con la filosofía ha sido durante siglos una de las ambiciones más peculiares de los filósofos.) Lo irónico del caso, sobre todo para alguien extremadamente poco irónico como Wittgenstein, es que su cambio de opinión terminó por refutar su propia arrogancia: la saga de las dos filosofías antitéticas creadas por él es una enseñanza contra la aspiración a dar algo por finalizado y una lección de humildad poco wittgensteiniana.

Debido a mi educación religiosa, durante una época fui incapaz de apreciar el carácter provisional de las ideas metafísicas. Con los años aprendí que esto es cierto para todas las ideas, que casi todo lo que creo no es sino lo mejor que puedo creer en este momento, pero las ideas metafísicas me parecían de otra clase. Venían con un aura y asociadas con la santidad; su elevación intelectual y espiritual les confería un carácter prematuro de definitividad. Pasó tiempo antes de que pudiera tomarlas con calma y reconociera que el prosaico trabajo del análisis crítico también podía aplicarse a ellas –después de todo, habían surgido del trabajo de los propios metafísicos–; y la actividad analítica, siempre realizada bajo la amenaza del escepticismo, resultaba a veces más emocionante que la grandeza de sus momentos teóricos.

Y he aquí que, en un remoto rincón de mi tradición religiosa, encontré formulada a la perfección la situación realmente existente del intelectual que busca las explicaciones más elevadas y profundas del universo y de nuestra experiencia del mismo. Saadia Gaón, que vivió en el siglo x en lo que entonces se llamaba Baja Mesopotamia y ahora conocemos como Irak, fue una figura monumental de la historia intelectual y religiosa judía y un pionero en prácticamente todos los géneros de la creatividad judía, sin olvidar la filosofía, a la que contribuyó con la primera fusión sistemática del judaísmo y el racionalismo, titulada el Libro de las creencias y las opiniones. En esa obra hizo un retrato a pluma de

aquel que se preocupa por una determinada opinión durante algún tiempo, pero la abandona cuando observa un defecto en ella. Luego adopta otro punto de vista durante un tiempo, pero lo abandona por algo que desaprueba. Más tarde cambia a otra opinión por algún tiempo, pero después la rechaza debido a algo que se ha vuelto defectuoso a sus ojos. Y así vacila de una opinión a otra durante toda su vida.

El tono de Saadia es poco halagador: aborrecía la indecisión, en virtud de que tenía mayor estima por el destino que por el viaje. Yo, en cambio, admiro a este buscador, a este vacilante escrupuloso. No hay nada intelectualmente promiscuo en él. Comprueba y vuelve a comprobar sus convicciones. Su mente está viva. La inconstancia que Saadia deplora a mí me parece integridad. La obediencia puede ser una virtud religiosa, pero no intelectual. El pensamiento no avanza por revelaciones, ni siquiera por una revelación de Dios, ni siquiera por una revelación que prometa la liberación de la mente humana. El poder mental que hace posible el examen crítico de las proposiciones metafísicas es el mismo poder mental que hace posibles las proposiciones metafísicas. De lo contrario, solo hay piedras y cuentos de hadas.

2

“¿Por qué, en nombre de Dios o de la Naturaleza, lees a Malebranche?” Esa pregunta estupefacta me la dirigió el verano pasado un amigo que es una de las máximas autoridades en Malebranche y, en general, en la filosofía del siglo xvii. Le contesté: “Te dará risa, pero me relajo con los metafísicos. Me gustan las condiciones espirituales. Y, aunque no todas pueden llevar la razón, las echo de menos a todas. La agudeza, la embriaguez, la ambición. Un día escribiré al respecto.” Por relajación no entendía ningún tipo de relajación mental. (La metafísica nunca es el camino más fácil.) Me refería, en cambio, a la sensación de estar donde más me complace estar, el lugar al que estoy destinado, en un aire más fino pero más elevado, reflexionando sobre problemas ahistóricos y saboreando perplejidades no materiales. Siento una atracción hedonista por las preguntas últimas. Digo preguntas y no respuestas porque no puedo afirmar que tenga muchas respuestas, y el tiempo se acaba. Pero las preguntas en sí mismas tienen un efecto de refinamiento espiritual, y aquellos que las enfrentaron son, gracias a sus libros, mi compañía favorita. “Si tienes fantasmas –cantaba una banda de rock texana–, lo tienes todo.” Me siento en mi biblioteca y soy una especie de corresponsal de mi propia mente. De manera modesta, me imagino en la esquina de una larga mesa de madera alrededor de la cual los maestros discuten eternamente entre sí, y de vez en cuando se gana una migaja de claridad. (¡Qué bien se la pasan tratando de eludir a Hume!) Además, las preguntas en sí mismas representan un logro en una cultura que ya no se preocupa por plantearlas.

Sin duda, hay un elemento escapista en mi inclinación. Cuando Wordsworth se quejaba de que el mundo era demasiado para nosotros, no tenía ni idea. Ahora hay wifi en Grasmere. La complejidad de nuestra vida cotidiana llega a ser abrumadora que solo un acto preternatural de voluntad individual puede hacerla retroceder. No hay paz. Y también hay guerra. Cuando mi amigo y yo nos escribíamos sobre Malebranche, Gaza estaba siendo destruida en nombre de la seguridad israelí (o de una idea particular de la seguridad israelí), mientras misiles enemigos de corto y largo alcance violaban los cielos de Israel y los judíos cometían pogromos contra los palestinos en Cisjordania. Ucrania sufría los ataques de un tirano solo porque se empeñaba en ser libre. Un fascista estúpido y enfurecido estaba empatado en las encuestas para la presidencia de Estados Unidos. Había campos de concentración en el oeste de China. Sudán era un matadero. Tengo mis opiniones sobre lo que está bien y está mal en todas esas crisis particulares, pero el mundo en su conjunto me parece repugnante. Mis lealtades y mis principios me impiden desconectarme de las turbulencias, pero a veces necesito un refugio. Y por refugio quiero decir un lugar que no se vea afectado por las noticias. La filosofía es como una caverna, y por eso hubo días el año pasado en los que la única forma que tenía para huir de la desolación de la época era abrir la obra maestra de Malebranche y retomarla donde la había dejado. Una estancia temporal en un lugar mejor.

Nicolas Malebranche nació en París en 1638. Se matriculó en varias instituciones de enseñanza superior en las que se impartía principalmente a Aristóteles y la escolástica, lo que para nada le entusiasmaba. En 1660 ingresó al Oratorio, una institución para la renovación sacerdotal de reciente creación ubicada frente al Louvre (y la biblioteca real), cuyo agustinismo le hizo encontrar un hogar intelectual. Se ordenó sacerdote en 1664. (Hume, que lo admiraba, siempre lo llamó “padre Malebranche”.) Ese mismo año, en una librería de lo que hoy es el barrio latino, descubrió por accidente una obra de Descartes, quien tampoco tenía mucho aprecio por Aristóteles, y gran parte de la obra posterior de Malebranche –un autor muy prolífico– fue de un modo u otro una intervención en la revolución cartesiana y sus implicaciones teológicas. Sus largas y encarnizadas controversias con sus críticos, en particular con el brillante y pendenciero Antoine Arnauld, teólogo y matemático católico a quien un contemporáneo describió como “el mortal más erudito que jamás haya escrito”, siguen siendo apasionantes de leer, aunque pueden volverse irremediablemente abstrusas. Steven Nadler, el experto con el que mantuve correspondencia, ha observado que “el debate Malebranche-Arnauld es uno de los grandes acontecimientos intelectuales del siglo xvii”, un siglo en el que no escasearon los grandes acontecimientos intelectuales, “y atrajo la atención de muchos, entre ellos Leibniz, Locke y Newton”.

La obra maestra de Malebranche es Acerca de la investigación de la verdad,un vasto y animado volumen que publicó en 1674-1675. Trata todos los temas filosóficos clásicos: la naturaleza de la verdad, el origen del conocimiento, la teoría de la causalidad, la relación entre el alma y el cuerpo, la existencia de Dios y su papel en el mundo. Es en parte un intento, escrito en una vívida prosa filosófica, de acercar a Agustín y a Descartes, salpicado de estimulantes comentarios y divertimentos. También está desprovisto de una filosofía de la historia, que es otra razón por la que lo aprecio. Malebranche vivió cincuenta años en el Oratorio y murió en 1715.

Para empezar, el idealismo de Malebranche, su vida en el Empíreo, conmueve por una razón no intelectual: su cuerpo. Había nacido con una terrible deformación de la columna vertebral. Su encorvamiento extremo y el hundimiento de su pecho –que lo obligó a recibir educación en casa hasta los dieciséis años– eran notables y, según un amigo, estaba tan flaco que se podía ver cómo el corazón latía bajo su ropa. Era alto y enjuto de una forma perturbadora, con una cara delgada como de pájaro, que le daba un extraño parecido a Bertrand Russell. Con trabajo podía sentarse y tenía dolores de estómago (fue uno de los primeros bebedores de café de París) y fiebres y cálculos renales que requirieron cirugía. En Acerca de la investigación de la verdad dedica algunas páginas a “la generación de niños monstruosos”, que atribuye al impacto somático que sobre el feto dejan las sensaciones de la madre.

Con su frágil constitución, Malebranche se dedicó enérgicamente a sus disputas y a complicar el dualismo mente-cuerpo, que por supuesto es muy anterior al cartesianismo. A la opinión tradicional de que el ser humano es una unidad psicosomática, un ser compuesto de cuerpo y alma –“en pocas palabras, la vida del hombre solo consiste en la circulación de la sangre y en otra circulación de sus pensamientos y deseos”: dos circulaciones–, Malebranche añadió otro elemento, para convertir la dualidad en, si se quiere, una trinidad. Así como el alma está enredada con el cuerpo, también lo está con Dios, de modo que ninguna definición de lo humano es posible sin la inclusión de Dios como una especie de parte constituyente. De este modo, el malformado filósofo acercó a Dios a su cuerpo. No puedo pensar en otro pensador idealista que fuera tan respetuosamente consciente de la materia. “No debemos razonar para saber si una manzana o una piedra son buenas para comer; debemos probarlas.”

¿Fue su tormento corporal la fuente de que Malebranche se mostrara tan hostil contra el estoicismo, sobre todo en la época del “neoestoicismo”? A mitad de Acerca de la investigación de la verdad hay una deliciosa digresión crítica sobre Séneca, concretamente acerca del elogio que este le dirige a Catón el Joven –un “ejemplo de sabio” enviado de los dioses, según el estoico romano, que con su conducta demostraba que “el sabio puede sobrellevar las lesiones y los insultos”–. Séneca ensalzaba a Catón por su ecuanimidad, por no responder con ira a las agresiones físicas. La objeción de Malebranche es sumaria: el retrato que hace Séneca de Catón es “demasiado noble para ser natural”. Y continúa: “Catón era un hombre a merced de la miseria de los hombres, no era en absoluto invulnerable. Esto es un mito; los que lo golpeaban lo herían.” Por supuesto que sí. En su cuerpo adolorido, Malebranche sale en defensa de nuestra naturaleza como criaturas. Insiste en que, contrario a lo que afirma el estoico, “el sabio puede llegar a ser desgraciado”. Negar la realidad del dolor es absurdo: “¿Puede un hombre razonable ser persuadido de que su dolor no le afecta y le hace daño?” De hecho, los cristianos deberían aprender de la vida y muerte de Jesús que “los impíos son capaces de hacerles daño, y que los hombres buenos a veces se encuentran sometidos a estos impíos”. El dolor no se superará pretendiendo que no existe. No hay heroísmo en creer falsamente que podemos, o debemos, alejar por completo la mente del cuerpo.

Así queda al descubierto la locura del estoicismo, su autocomplaciente falta de compasión por las heridas reales de las personas reales. Malebranche concluye su digresión sobre Séneca con este conmovedor párrafo:

Para destruir por completo la sabiduría estoica, solo hace falta saber una cosa –lo suficientemente probada por la experiencia–: que estamos atados a nuestro cuerpo, a nuestros padres, a nuestros amigos, a nuestro príncipe, a nuestra patria, por lazos que no podemos romper, y que incluso nos avergonzaría intentar romper. Nuestra alma está unida a nuestro cuerpo, y a través de nuestro cuerpo a todas las cosas visibles, por una mano tan poderosa que es imposible soltarlas por nosotros mismos. Es imposible que pinchen nuestro cuerpo sin que nos pinchen y nos lastimen a nosotros, porque en nuestro estado actual esta correspondencia entre nosotros y nuestros cuerpos es absolutamente necesaria. Del mismo modo, nadie puede despreciarnos y decirnos cosas hirientes sin que nos sintamos lastimados, porque Dios, habiéndonos creado para vivir en sociedad con otros hombres, nos predispuso hacia todo lo que es capaz de ligarnos a ellos, inclinación que no podemos vencer por nosotros mismos. Es ilusorio decir que el dolor no nos hiere, o que las palabras de desprecio son incapaces de ofendernos, porque estamos por encima de todo eso.

La firmeza de Malebranche sobre la fragilidad de la existencia humana, su aguda conciencia de las tribulaciones corporales, pueden haber tenido algo que ver con otro rasgo inusual de su pensamiento: su impertinencia acerca de Dios. Mientras su contemporáneo Leibniz elaboraba su célebre teoría de que este es “el mejor de los mundos posibles”, Malebranche prescindió de todo impulso embellecedor: “No dudo en repetirlo: el universo no es, en términos absolutos, el más perfecto que pueda existir.” Y da un ejemplo de su imperfección: “Es un defecto a la vista de todos que un niño venga al mundo con miembros inútiles que le impidan vivir.” Con tal frase el filósofo-sacerdote rescata a la metafísica de una inhumanidad elevada. La ausencia de apologética cosmológica en Malebranche es estimulante. “El mundo actual es una obra descuidada”, predica. “No temamos criticar Su obra, advertir los defectos que tiene e incluso llegar a la conclusión de que está corrompida.” Su audacia es magnífica: “Dios podría haber creado un mundo más perfecto que el que habitamos. Podría, por ejemplo, haber hecho que la lluvia, que vuelve fértil la tierra, cayera con más regularidad en suelo preparado que en el mar, donde no es tan necesaria.”

Llama la atención que, en su teodicea, Malebranche desistiera de la vieja salida agustiniana según la cual Dios no puede ser responsable de haber creado el mal porque el mal no puede ser creado, ya que el mal es solo la ausencia del bien. Una ausencia no es algo, es apenas un efecto, una consecuencia, de que haya cosas que existan en un sentido positivo; no necesita causa. Por supuesto, semejante coartada es un insulto a nuestra vulnerabilidad, a lo que vemos y sentimos cuando sufrimos. Lo que atormentaba el cuerpo de Malebranche no era la ausencia de salud, sino la presencia de la enfermedad. Y si el mal es algo, si es una presencia y no una ausencia, entonces también es obra del Creador.

No pretendo sugerir que el padre Malebranche fuera Iván Karamázov, pero comparado con las casuísticas de la teodicea tradicional es imposible no agradecer su candor acerca de las dolorosas imperfecciones del mundo. Al menos, como diríamos ahora, podemos estar de acuerdo en los hechos. A Voltaire le habría costado más escribir Cándido para responder aMalebranche que para responderle a Leibniz. El giro en Malebranche –un sacerdote católico, después de todo– es que su idea de que la maldad existe está en deuda con su idea de Dios. Para Malebranche, el atributo más significativo de Dios, del que se derivan Su unidad, Su incorporeidad y todos los demás atributos de una deidad monoteísta, es Su simplicidad. “Dios debe actuar de una manera congruente con el carácter de los atributos divinos”, y así el modo más perfecto que tuvo para crear el mundo era por medios que lo “glorificaran a través de su propia simplicidad, universalidad, uniformidad, propiedades que expresan las cualidades que Él posee”. Malebranche estableció una distinción entre “voluntades particulares” y “voluntades generales”. Dios gobierna el universo solo por medio de las voluntades generales: “Dios no debe alterar el orden y la simplicidad de sus caminos. No debe tomar decisiones particulares.”

Lo que Malebranche entiende por voluntades generales es lo que nosotros llamamos ley natural. En la concepción que Malebranche tiene de la deidad, es indigno que Dios se ocupe de los detalles del mundo; eso lo haría parecer mezquino y trivial. Pero las leyes generales creadas por él confirman su carácter sublime, ya que fueron producto de su omnisciencia, de una sabiduría infinita. De este modo Dios se constriñe a sí mismo: “no puede querer hacer lo que su sabiduría le impide”. Más aún, “la sabiduría de Dios lo vuelve, por así decirlo, impotente”. La integridad moral de Dios queda asegurada por el ostracismo que ha mostrado desde la creación. ¡Él no estaba en escena!

Esta es la deidad del racionalista, hospitalaria con la ciencia y con un universo estable y legible, pero no tan hospitalaria con los milagros, aunque la creación misma se considere un milagro. Un camino ligeramente torcido conduce desde aquí a la “religión natural” y al deísmo. Una restricción similar a la intervención de Dios en el mundo la encontramos medio milenio antes en Maimónides, quien también sostenía que la recompensa o el castigo de los individuos se producía por medio de la ley natural y que la providencia operaba a nivel de la generalidad, característico de las leyes. También pretendía expulsar las “voluntades particulares” del gobierno divino y minimizar el elemento milagroso. Pero hay un problema. Aunque un cuadro metafísico así de ordenado proporcione enormes placeres filosóficos y estéticos, amenaza una parte plausible de la creencia común: parece descartar las satisfacciones de un Dios personal y trastoca los fundamentos de las súplicas. Rezarle a un Dios ausente en un momento
de angustia es inútil.

Este aspecto de la enseñanza de Malebranche molestó a tal grado a Arnauld que este emprendió una feroz campaña para devolverle a Dios las “voluntades particulares”. “Dios se ha impuesto a sí mismo la ley de crear un alma y unirla a un cuerpo humano tan pronto como este cuerpo humano se forma en el vientre de una mujer”, replicó Arnauld. “¿Se deduce por tanto que el nacimiento de cada uno de nosotros, y la creación del alma de cada persona, no es el efecto de una voluntad particular en Dios?” También ilustró su punto con un ejemplo humano: “Aunque estoy sujeto a la ley general de rezarle a Dios cada mañana, esto no imposibilita que lo haga por una decisión particular.” Es un ejemplo endeble, por muchas razones, pero supongo que el antropomorfismo puede ser más aceptable para los defensores de un Dios personal. A menudo los conceptos de Dios se inventan por necesidad.

En la generosidad de Malebranche podemos encontrar muchas más cosas para alejarnos de nuestros problemas: cuando aborda el amor propio, por ejemplo, hace una distinción inquietante y original entre el amor al ser y el amor al bienestar. Malebranche propone también una extraña teoría de la verdad que coloca al que conoce y a lo que se conoce “en Dios” y así asegura con recursos puramente teológicos que la objetividad es posible –y nos abre literalmente a “una perspectiva de Dios”–. Este servicio religioso a la epistemología, funcione como funcione, es digno de mencionarse en nuestros días, cuando la teología se considera enemiga de la objetividad y la objetividad, enemiga de todos nosotros. Acerca de la investigación de la verdad incluye también un agudo capítulo contra Montaigne, que “me parece incluso más orgulloso y vanidoso cuando desaprueba algo de sí mismo que cuando se alaba”. Su crítica a Montaigne es congruente con una opinión que expone en su posterior debate sobre la percepción: “el conocimiento acerca de los demás es muy susceptible al error si los juzgamos solo por las impresiones que tenemos de nosotros mismos”. No todo está en mí: idea liberadora donde las haya. Elogia la satisfacción que le provoca leer el chispeante escepticismo de Montaigne, pero para Malebranche se trata de una cuestión de estilo, por lo que ofrece una valoración mundana del mismo: “Para pasar por un caballero inteligente en aquella época era necesario dudar de todo.” (El propio padre frecuentaba la alta sociedad, donde los aristócratas discutían en los salones sobre sus puntos de vista.) Malebranche también es famoso por rechazar la causalidad natural. Según la doctrina conocida como ocasionalismo, que floreció también entre ciertos filósofos islámicos medievales, todo movimiento en el universo ha sido causado directamente por Dios, cada aleteo de la hoja que cae y cada movimiento de la bola de billar que se golpea. Este argumento le valió la admiración de Hume.

Todavía no comprendo cómo esa perspectiva de la incesante intervención divina en cada detalle puede compaginarse con el rechazo de las “voluntades particulares” y la defensa de la ley natural, pero eso puede discutirse en otra ocasión. Mañana habrá más malas noticias, así que ¿por qué desaprovechar ahora la oportunidad para escaparme de nuevo?

3

Así está mejor.

Pero entonces si la metafísica no es necesaria para la política, la ética y la estética, ¿para qué sí lo es? La respuesta simple, aparte de para garantizarnos un santuario mental durante los tiempos difíciles, es: para sí misma. Es la expresión suprema del compromiso humano con la comprensión de la naturaleza de la realidad, cuyo primer paso es disociar la realidad de las apariencias de la realidad. Cuando Tales declaró que todo es agua, no quería decir que todo pareciera agua. A los estadounidenses les gusta decir, al hablar de un objeto o de una situación, que “es lo que es”: en el mejor de los casos, un rechazo a reducir injustificadamente una cosa a otra, de modo que se preserve la integridad ontológica de las cosas individuales, y, en el peor, una expresión tautológica del hábito nacional de no ir más allá de la superficie. Es lo que es: bien, pero ¿qué es? No resulta esclarecedora la explicación de que una mesa es una mesa ni tampoco afirmar que una mesa es este plano de madera sobre cuatro postes de madera. ¿Qué es una mesa? Hay formas y funciones a considerar, que llevarán nuestro análisis a reinos abstractos, lejos de la esfera de lo material y hacia la esfera de las ideas, hasta que finalmente se alcancen los límites más apartados de la abstracción y se llegue hasta los primeros principios. (También se pueden hacer análisis históricos y científicos.)

Sin duda, no es necesario analizarlo todo de arriba abajo. La vida cotidiana es maravillosa, entre otras cosas porque no requiere filosofía en cada momento. Pensemos en la lechera de Vermeer, que podría haber sido vecina de Spinoza. Vivir sin filosofía no es lo mismo que vivir sin sentido. Sin embargo, hay momentos que nos ponen a prueba porque retan nuestra capacidad para reflexionar en serio y exigen no dejarnos disuadir por lo arduo de la tarea: momentos de significado o, mejor dicho, momentos de significado poco claro, que es nuestro deber aclarar. Estos momentos pasan, pero su interpretación perdura. A partir de su interpretación creamos o corroboramos nuestras creencias. Sería ridículo poner de manifiesto nuestras creencias más elevadas en todo lo que decimos y hacemos, pero sería negligente, si queremos vivir de forma significativa, no visitar con regularidad nuestras creencias más elevadas ni renovar nuestra conciencia de un entramado general en el que existen seres mortales, complejos y que se interpretan a sí mismos.

De acuerdo, me siento revitalizado; fortalecido por mi pequeño sabático de las noticias de última hora y sus urgencias. Pondré la cnn; vuelvo a tener valor para contemplar las imágenes (la cháchara es otro asunto). El demonio ganó la elección. De vuelta a las abominaciones, en sintonía con la responsabilidad del ciudadano, y consciente de que quienes nos golpean nos hacen daño y de que nosotros hacemos daño a quienes golpeamos. ~

Traducción del inglés de Eduardo Huchín Sosa.

Publicado originalmente en Liberties.


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