El reciente atentado contra la redacción del semanario satírico francés Charlie Hebdo como represalia por bromear sobre la victoria de los islamistas en Túnez es un nuevo episodio en la larga lucha entre la religión y la libertad de expresión. En los últimos años hemos vivido la fetua de Salman Rushdie, el asesinato de Theo Van Gogh, la controversia de las caricaturas danesas, la retirada de la novela La joya de Medina, o la presión para que la ONU aprobase una ley contra la blasfemia. El islam ha sido el protagonista violento de estos acontecimientos lamentables. Pero este año se celebran los quinientos años del nacimiento Miguel Servet, un mártir de la libertad religiosa que fue ejecutado por Calvino en Ginebra y que nos recuerda que, aunque quizá no en todas partes cuecen habas, a lo largo de la historia en muchos lugares han asado herejes.
A veces, como con Rushdie, una teocracia ha condenado a muerte a un ciudadano de un país democrático. En otros casos –como el de las caricaturas danesas, donde algunos musulmanes se sintieron molestos porque los dibujos vinculaban el islam y la violencia, y para manifestar su indignación provocaron unas protestas que causaron más de cien muertos- los medios occidentales se han mostrado cobardes y el papel de dirigentes democráticos como José Luis Rodríguez Zapatero ha sido deshonroso. Pero, aunque los ejemplos más célebres se han producido en Occidente, son muchas las personas de otros países perseguidas por disentir frente a la ortodoxia religiosa oficial. Defender el principio de la libertad de expresión es algo que no solo nos debemos a nosotros, sino también a quienes viven bajo el terror de los fanáticos religiosos.
En Francia la condena del ataque al semanario ha sido general, aunque siempre hay elementos deprimentes. El Consejo Nacional del Culto Musulmán “condenó firmemente” el incendio y recordó que “para los musulmanes caricaturizar al Profeta es inaceptable”. El periodista de la revista Time Bruce Crumley escribió: “Esas travesuras islamófobas no solo son fútiles e infantiles, sino que piden abiertamente las respuestas violentas de extremistas, a quienes sus autores aseguran desafiar orgullosamente en nombre del bien común”. Con respecto a las víctimas, no es más que una variación de la vieja frase que excusa las violaciones diciendo que las chicas con minifalda van por ahí provocando. La explicación solo tiene sentido si eliminamos la responsabilidad de los musulmanes, como si, a diferencia de otros creyentes y no creyentes, ellos no fueran capaces de realizar una elección moral: solo pueden reaccionar pavlovianamente a la ofensa. Y, también, si concedemos a la religión y sus prohibiciones una importancia superior: seguramente, no aceptaríamos que los madridistas nos ordenasen cómo debemos hablar de Mourinho (que, además, no es una idea: es un tipo que existe), pero algunos parecen dispuestos a que les dicten cómo hay que hablar de Mahoma o Jesucristo.
Ismael Grasa dice en La flecha en el aire: “Reconocer que existe un ámbito religioso es ya un hecho religioso. La libertad de culto o el respeto a las creencias religiosas deberían considerarse ya implícitos en derechos reconocidos como el de la libertad de expresión, de conciencia o de reunión. Todos estaríamos así más protegidos”. Para Grasa, “En el caso de la blasfemia no se puede decir que haya dos derechos que se enfrentan –el de expresión y el de religión o conciencia-, igual que no hay dos silencios que se enfrentan. El límite de la igualdad es la libertad del otro, no las creencias del otro. […] El creyente, por su parte, no tiene opuesto, sino que cree. Lo que, en términos de derecho, no le da ningún privilegio particular”.
Como ha explicado Christopher Hitchens, muchos de los grandes avances en el desarrollo de la humanidad fueron tildados de blasfemia en su momento. Por ella fueron juzgados Sócrates, Jesucristo, Galileo y Giordano Bruno. La mentalidad totalitaria siempre ha intentado cortar el paso al pensamiento. Y para ello ha declarado que hay ciertas áreas que no se pueden discutir (o, en el caso del islam, ni siquiera representar), o sobre las que se aplican reglas distintas. En cierto nivel, la historia de la civilización es rescatar esas zonas del chantaje de la religión, crear espacios para que se pueda pensar libremente. Es una tarea que, frente a la verdad revelada y sus certezas sin pruebas, se ha basado en el empirismo, en el individualismo, en el coraje y en la duda. Y también en el sentido del humor. Los fanáticos, esos “autistas morales”, como dice Isabel Turrent, se sentirán ofendidos por los chistes, por los besos en público, por las madres solteras, por la investigación científica, por la igualdad entre los sexos, por los derechos de los gays. Son ellos quienes deben cambiar. Mientras tanto, si hacemos lo correcto, no nos queda otro remedio que ofenderlos.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).