Pocas veces estamos ante un programa tan ambicioso como el de la pintura de castas. Si bien, en el siglo xvii, algunos holandeses retrataron a los miembros más ricos y destacados de su sociedad, mientras otros perfeccionaban el claroscuro entre racimos de uvas, puños de duraznos y copas de vino, y muchos más captaban la confusa alegría de las fiestas o la intimidad silenciosa de las casas –de manera que cada pintor se especializaba en un tema–, los americanos reunieron estos tres géneros –bodegones, retratos de grupo y estampas de la vida cotidiana– en un solo lienzo.
La pintura de castas, a cuyos cuadros nos acercamos con admiración y disgusto, es pertenece al arte novohispano, y no occidental; por ello nos muestra tamales en vez de hogazas de pan, aguacates abiertos en lugar de manzanas verdes, pulque y no vino. Sin embargo, el acercamiento a lo vernáculo no se rebaja a lo folklórico y el tema no demerita la técnica de pintores como José de Alcíbar y Miguel Cabrera. Junto a los bodegones se nos revela también la interacción de los retratados, quienes se relacionan entre cigarros y naipes, cerbatanas y chocolate. Y de pronto leemos la filacteria: mulata, morisca, torna atrás… son los nombres de las generaciones mestizas.
Estamos frente al programa racial de la Colonia. De acuerdo con él, basta con tener un familiar africano para que caiga el valor de los oficios, para que los vestidos se vuelvan harapos o para que una cómoda casa se convierta en la calle en la que un par de vendedores empobrecidos se apuran por conseguir unos cuantos reales.
Algo de estas pinturas coincide con nuestra realidad aunque el racismo de hoy no sea el mismo que el del siglo xviii. Por eso, la pintura de castas es el género más incómodo: el que nos denuncia, nos confronta. Todavía hay quienes argumentan que no se casarían con alguien “porque hay que mejorar la raza”. Esa, en efecto, es la lógica de estos paneles: advertir en contra del matrimonio con africanos y promover las alianzas con españoles, pues se suponía que la tercera o la cuarta generación alcanzaría el estatus del blanco. El racismo se cuela entre nuestros discursos democráticos y liberales como un rumor, que aunque desacreditado y sin fundamentos, se dice “aquí en confianza” o se usa como el criterio secreto que guía las decisiones nupciales y profesionales de muchos.
Al respecto, Thomas C. Holt ha escrito que la raza es una idea que vive como un camaleón y se reproduce como un parásito. Para sobrevivir se mimetiza con los discursos de diferentes épocas y crece cuando se alimenta de otros problemas sociales.[1] Recupero esta analogía porque sirve para caracterizar lo que ocurrió en la pintura de castas. Todas las series comparten la misma lógica: un hombre y una mujer, de distintas razas, tienen un hijo que pertenece a otra más. Sin embargo, las que fueron pintadas antes de 1770 no muestran el pretendido carácter de cada grupo racial; en algunos casos, las mujeres afrodescendientes usan prendas y telas tan lujosas como las españolas, cosa que las autoridades intentaron prohibir en varias ocasiones.[2] Si bien el número de matrimonios interraciales se incrementó en la segunda mitad del siglo,[3] el segundo periodo de este género ahonda en los prejuicios de la apariencia, los oficios, el vestido y el carácter. Paradójicamente, lo anterior no se tradujo en más tolerancia. Por el contrario, cinco óleos, de diferentes autores y pintados entre 1770 y 1790, insisten en el supuesto temperamento violento de las mujeres y los hombres africanos y afrodescendientes, haciendo patente que, al menos en este caso, la raza importaba más que el género.
Todavía no sabemos por qué el discurso visual racista de la Nueva España cobró más vigor en este periodo. Muchos personajes públicos escribieron, a lo largo de este siglo y de los anteriores, en contra de los matrimonios con africanos e incluso contra cualquier tipo de interacción con ellos.
Hasta ahora no hemos encontrado los documentos que expliquen este segundo aire del racismo. Al respecto, quiero proponer lo siguiente: es posible que estas imágenes fueran la respuesta española y novohispana ante los primeros movimientos abolicionistas importantes de Francia, Inglaterra y Haití, los cuales inauguraron un debate público sin precedentes en el mismo periodo en el que están fechados los óleos en cuestión. En los últimos treinta años del siglo XVIII, se publicaron y se reprodujeron cientos de textos y grabados en contra de la esclavitud: por primera vez en la historia del arte occidental, los africanos y sus descendientes fueron representados como grupo desde una perspectiva más igualitaria. Quizás este cambio en la pintura de castas se deba a la inquietud del Imperio español ante las revolucionarias ideas políticas que se hacían oír tanto en Europa como en América.
Sin embargo, el camaleónico y parasitario racismo no está extinto. Para denunciarlo, Claudia Coca ha retomado la pintura de castas. En sus ilustraciones y fotografías repite la composición de la única serie peruana conocida de este género para darle un giro: en vez de señalar los prejuicios de otros, su intención es que reconozcamos los propios; aquellos que todavía dirigen la elección de pareja y que nos hacen desconocer la parte africana de nuestras culturas. Así, Coca expone lo que hay del pasado en el presente, incomodándonos, disgustándonos, cuestionándonos.
[1]Citado en María Elena Martínez, “The Language, Genealogy, and Classification of “Race” in Colonial Mexico, en Ilona Katzew and Susan Deans-Smith, Race and Classification. The Case of Mexican America, California, Stanford University Press, 2009.
[2]Ver Ilona Katzew, La pintura de castas, México, Turner-Conaculta, 2004.
[3]Ver Magali M. Carrera, Imagining Identity in New Spain. Race Lineage and the Colonial Body in Portraiture and Casta Paintings, Austin, University of Texas Press, 2003.
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.