Medir el mal

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Ustedes, que son malos”, se lee en Mateo 7:11. ¿Quién duda que el humano es un animalito muy perverso? Sí, perverso, pero ¿qué tanto?

En 1989, en Florida, fue ejecutado Ted Bundy. Bundy era simpático, educado, había estudiado derecho en la universidad, guapo, inteligente, desenvuelto, y a este buen partido para muchacha soltera se le atribuyeron 32 asesinatos durante su juicio, aunque se cree que fueron muchos más, que no pudieron aclararse; calculan unos cien. Bundy mataba solo mujeres, mujeres que no conocía, que encontraba, para fatalidad de ellas, al azar. Esto es, no tenía motivo alguno para hacerles daño.

La falta de motivo es una de las características distintivas, y más inquietantes, del mal salvaje. Cualquier motivo ulterior rebaja la saña del mal. El mal puro ha de hacerse porque sí, sin razón. Los objetivos, al cometer la falta, los propósitos, restan nitidez y ponzoña al mal. Si alguien roba el reloj de un señor, es obvio que su objetivo no es hacerle daño al señor, sino apoderarse del artefacto. Ciertamente hay falta en el hecho de que el ratero no percibe, o si percibe no le importa, el daño que infiere al señor. Este es el lado sociopático del delincuente, no imaginar la interioridad de su semejantes.

Las pasiones que turban y oscurecen el ánimo son, como se sabe, atenuantes de responsabilidad, esto es, de culpa. Bundy era frío, gélido, parecía no estar perturbado por pasión alguna, excepto, claro, la pasión de matar que lo subyugaba por completo, y por eso parece un personaje materializado en la oscuridad a través de las maldiciones cantadas por una bruja: cuando él aparece, las razones se esfuman y queda una especie de vacío.

Aristóteles razonó que las acciones humanas se explican como medio que se cree apropiado para alcanzar un fin. ¿Por qué se levanta y camina esa señora? Porque tenía sed y quería saciarla (fin) y fue por un vaso para beber agua (medio adecuado). No hay finalidad, no hay explicación. Si hay mal, no hay explicación; si hay explicación, el mal pierde virulencia.

Bundy se enamoró, tuvo novias, casó, tuvo una hija, y asesinó con gran crueldad, violencia, ferocidad a muchas mujeres. Solo mujeres, eso sí. Bundy se consagraba de tiempo completo a matar. No pensaba en otra cosa. Violar, con saña bestial, y asesinar mujeres fue para Bundy obsesión frenética. Dos veces se fugó de la cárcel (una adelgazando para poder escurrirse entre los barrotes), solo para seguir cometiendo sus atrocidades. No podía pensar ni hacer otra cosa.

Pero el error siempre acecha, aun al más meticuloso de los perfeccionistas: una muchacha a la que ya tenía esposada (tal era la herramienta usada por Bundy en sus crímenes) logró escapar del Volkswagen color crema del asesino, y ella aterrada dio parte a la policía y dictó un retrato hablado. Una amiga de la esposa identificó a Bundy y lo delató a las autoridades. La búsqueda dio comienzo, todavía Bundy tuvo tiempo de perpetrar otros asesinatos, el último el de una niña de doce años.

El juicio fue dilatado. Al inicio Bundy se defendió solo, era abogado, después ya delegó. Bundy recurrió a todo, hasta el chantaje de ofrecer aclarar asesinatos indescifrados, cometidos por él, a cambio de tiempo de vida.

Cuando no había nada qué hacer, sentenciado ya a muerte, Bundy dio su última y suprema lección: al salir del tribunal, Bundy se volvió a los periodistas y les dijo: “I’m not crazy, I’m just cold-blooded son of a bitch” [no estoy loco, solo soy un hijo de puta de sangre fría]. Esto es, soy como todos, soy humano y entre las posibilidades de un humano cuerdo debe contarse de hoy en adelante esta clase de monstruos morales. Solo supera esta declaración la de Yago, en Otelo, suprema muestra de perversidad, cuyas últimas palabra son: “No voy a decir nada.” Y desde entonces nadie ha podido explicar la conducta del prodigioso personaje.

Cuenta Marco Polo que los tártaros en China tienen la siguiente costumbre: “Que todos los emperadores tártaros, descendientes en línea directa de Gengis Khan, una vez muertos son conducidos a enterrar hasta una gran montaña que se llama Altai. Hacen esto aunque su muerte se produzca a más de cien jornadas de distancia, pues está dispuesto que solo pueden ser enterrados en aquel lugar. Sepan también que cuando los cuerpos de estos emperadores son conducidos hasta la montaña, aunque se encuentren a cuarenta o más días de distancia, quienes los llevan van dando muerte con su espada a todo aquel que se cruza en su camino. Y matándolos dicen: ‘Así va a servir en el otro mundo al Gran Señor.’ Y lo creen firmemente […] De este modo, cuando falleció Mongú, el quinto Khan, mataron a más de veinte mil personas a lo largo de la ruta, según se iban cruzando con el cuerpo que llevaban a enterrar.”

Esta operación deja muy atrás en número los asesinatos azarosos de Bundy, sin embargo, parece evidente que hay en estos crímenes mucho menos maldad que en los de Bundy, ¿por qué? …

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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