Entre la piscina y las gardenias

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Era muy bonita. Tenía el cabello claro y brillante, y la piel oscura como la caoba. Sus labios eran anchos y morados, como los de aquellas muñecas africanas que se ven en las tiendas para turistas pero que una nunca se puede permitir comprar.

Creí que era un regalo del cielo cuando la vi sobre el polvoriento bordillo, envuelta en una mantita rosa, a unas pocas pulgadas de una boca de alcantarilla tan abierta como el bostezo de un niño hambriento. Era como el Niño Moisés de las historias de la Biblia que nos leían en la clase de Literatura Bautista. O como el Niño Jesús, que nació en un establo y murió en una cruz, sin unos labios que pudieran besarle antes de morir. Era como ellos. Con su inmóvil cara redonda, los ojos cerrados como si estuviera soñando en un lugar lejano.

Tenía las manos huesudas y las venas tan cercanas a la superficie de la piel que parecía que esta se quebraría si se la tocaba con demasiada fuerza. Probablemente pertenecía a alguien, pero no había nadie en la calle. No había nadie que pudiera reclamarla.

En un primer momento tuve miedo de tocarla. No quería alterar los rayos del primer sol que le corrían por la frente. Quizás se tratara de algún tipo de wanga, un hechizo enviado para atraparme: mis enemigos eran muchos y muy astutos. Tal vez ellas, las chicas que se acostaban con mi marido cuando yo todavía me estaba doliendo de mis abortos, me habían mandado esa visión de belleza, para que me quedara ciega y no supiera encontrar el camino de vuelta al lugar que expulsé de mi cabeza cuando subí a aquel desvencijado minibús y dejé mi aldea hace unos meses.

La niña llevaba un vestidito de encaje azul, con las letras R O S E bordadas en el cuello. Era tal y como yo había imaginado que serían mis hijas: aquellas que nunca pudieron crecer en mi cuerpo, aquellas que se ahogaban de algún modo dentro de mí y hacían preguntarse a mi marido si no sería yo quien las mataba a propósito.

Grité todos los nombres que hubiera querido ponerles: Eveline, Josephine, Jacqueline, Hermine, Marie Magdalène, Célianne. Podría darle a ella toda la ropa que les había cosido, todos aquellos vestidos todavía por estrenar.

Por la noche podría arrullarla, sola en el silencio de mi habitación. Apoyarla sobre mi vientre y desear que estuviera dentro de él.

Al poco de llegar a la ciudad, vi en la televisión de Madame cómo muchas mujeres pobres de la ciudad tiraban a sus hijos porque no podían alimentarlos. En Ville Rose no puedes tirar ni siquiera los restos sangrientos que salen del cuerpo después de tener al niño. Es un crimen, dicen, y toda la familia te considera una mujer terrible si lo haces. Tienes que guardarlos, darles un nombre y enterrarlos cerca de las raíces de un árbol, para que el mundo no se desmorone a tu alrededor.

He oído decir que en la ciudad tiran a los niños tal cual, en cualquier sitio: en portales, en cubos de basura, en surtidores de gasolina, por las aceras. En el tiempo que llevo en Puerto Príncipe nunca había visto a uno de esos niños hasta ahora.

Pero Rose, mi Rose, estaba tan limpia y cálida. Como un angelito, como un querubín que duerme después de que el viento le haya musitado una nana al oído.

La levanté del suelo y apreté su mejilla contra la mía.

Le susurré “pequeña Rose, mi niña”, como si su nombre fuera un secreto.

Era como aquellas muñecas comestibles con las que jugábamos de niñas. Les hacíamos la cara con semillas de mango y después les poníamos un nombre. Las bautizábamos con oraciones e invitábamos a nuestros amigos y nuestras amigas colas y mandioca y –cuando teníamos– unas galletas de mantequilla que nos gustaban mucho.

Rose no se movía ni lloraba. Era como si una persona cruel la hubiera tirado cuando ya no le era útil para nada. Apreté su cara contra mi corazón y sentí que olía como los polvos perfumados del tocador de Madame, a esa mezcla de gardenias y pescado que siempre desprendía Madame cuando salía de la piscina.

 

 

Siempre he dicho las oraciones de mi madre al amanecer. Y he recibido de buen grado los años que poco a poco me iban acercando a ella. Porque no importaba cuánta distancia intentara poner la muerte entre nosotras; mi madre venía a visitarme con frecuencia, a veces en las breves miradas o en los susurros de alguna voz. A veces en una cara. Otras durante breves instantes en mis sueños.

Muchas noches veía mujeres viejas inclinarse sobre mi cama.

–Esa de ahí es Marie –decía mi madre–. Es la última de nosotras que aún vive.

Mamá tenía que presentarme, porque todas habían muerto antes de que yo naciera. Entre ellas estaban mi tatarabuela Eveline, a la que mataron soldados dominicanos en el río Masacre; mi abuela Défilé, que murió con la cabeza rapada en una cárcel, porque Dios le había dado alas; y mi madrina Lili, que se suicidó ya mayor porque su marido se había tirado de un globo aerostático y su hijo, cuando creció, la abandonó para irse a Miami.

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

Siempre supe que volverían para pedirme que hiciera algo bueno para los demás. Tal vez iba a hacer algo de provecho por esa niña.

Llevé a Rose conmigo al mercado al aire libre de Croix-Bossale. La mecía en mis brazos como si siempre hubiera sido mía.

En la ciudad, incluso la gente que procede de tu propia aldea no te conoce y no se interesa por ti. No se dieron cuenta de que el día anterior había ido sin ningún bebé. De pronto tenía uno, y nadie me preguntó nada.

 

 

En la habitación de las criadas, en la casa de Pétion-Ville, dejé a Rose sobre mi camastro y me apresuré a preparar la comida. Monsieur y Madame estaban sentados en la terraza y daban la bienvenida a la tarde incipiente, sorbiendo solamente el azúcar de un zumo agrio que yo siempre les preparaba.

Les gustaba que yo recorriera todos los días al amanecer el camino hasta el mercado para traerles los sabores del campo, tan lejanos a su protegida vida burguesa.

–Seguramente es uno de esos manbos –decían cuando les daba la espalda–. Seguramente es una de esas estúpidas que creen que tienen el don de volverse invisibles y herir a los demás. ¿Por qué no se otorgan el don de hacerse ricos? Por culpa de ese absurdo vudú los haitianos son un misterio para nosotros.

Dejé a Rose sobre la mesa de la cocina mientras secaba los platos. Tuve el repentino deseo de explicarle mi vida.

–¿Sabes, pequeña? Hubo un momento en que amé a aquel hombre. Era muy bueno conmigo. Me hacía sentir especial. Y después, lo único que recuerdo es que pasé diez años con él. Yo soy vieja como un trozo de papel sucio en el que la gente se hubiera limpiado el trasero y él tiene diez hijos con diez mujeres distintas. Tuve que huir.

Simulaba que todo aquello era mío. La terraza con las vistas sobre la piscina privada y los veleros navegando en la distancia. El gran aparato de televisión y todas aquellas canciones de amor francesas y los discos rara con sus tambores parlantes y el sonido de conchas. Los cuadros brillantes con caballos blancos alados y serpientes tan largas y anchas como lagos. La piscina que el sudoroso dominicano limpiaba tres veces por semana. Simulaba que todo aquello nos pertenecía: a él, a Rose y a mí.

El dominicano y yo hicimos una vez el amor sobre la hierba, pero él nunca me había vuelto a dirigir la palabra. Rose escuchaba, con los ojos cerrados, a pesar de que le estaba contando cosas demasiado duras para los oídos de un bebé.

La envolví con el delantal y la dejé a mi lado, mientras freía unos plátanos para la cena. Es tan fácil amar a alguien cuando no hay otra cosa a tu alrededor.

Su cabeza caía para atrás como la de cualquier bebé. Alargué el brazo y dejé que sus enmarañadas trenzas acariciaran las líneas de la vida de mi mano.

–Me alegro de que no seas uno de esos bebés que se pasan el día llorando –le dije–. Todos los niños pequeños deberían ser como tú. Me alegro de que no llores ni hagas ruido. Eres una niña perfecta, ¿verdad?

La puse de nuevo en mi habitación, cuando Monsieur y Madame volvieron a casa para cenar. A la hora que se acostaron, la cogí y me la llevé al lado de la piscina para que pudiéramos hablar un rato más.

Uno no entra en una familia si no sabe dónde se está metiendo. Hay que saber algo de su historia. Hay que saber si le rezan a Erzulie, que quiere tanto a los hombres como los hombres la quieren a ella, porque es mulata y a muchos de los haitianos les gustan ese tipo de mujeres. Tienes que mirarte en el espejo el día de la muerte, porque podrías ver allí caras que te conocieron incluso antes de que vinieras a este mundo.

Caí dormida meciéndola en una silla que no era mía. Supe que era real cuando me desperté al día siguiente y estaba todavía en mis brazos. Tenía el mismo aspecto que cuando la encontré, y siguió así durante tres días. Después, tenía que bañarla constantemente para que no oliera.

Tuve un tío que compraba intestinos de cerdo en Ville Rose para venderlos en el mercado de la ciudad. Rose empezó a oler como los intestinos cuando tenían unos cuantos días.

La bañaba cada vez más, incluso tres o cuatro veces al día, en la piscina. Utilizaba perfume de Madame, pero eso no solucionaba nada. Quería llevarla de nuevo a la calle donde la había encontrado, pero ya había perturbado su descanso y tenía que encargarme de su alma como si fuera mi responsabilidad personal.

La dejé en una choza que había detrás de la casa, donde el dominicano guardaba sus herramientas. Tres veces al día, la visitaba con la mano en la nariz. Veía su piel cada vez más húmeda, agrietada, hundida en algunos lugares y cenicienta y seca en otros. Parecía que hubiera envejecido en cuatro días los años que había entre yo y mis tías y abuelas muertas.

Sabía que tenía que hacer algo con ella, porque estaba atrayendo a las moscas y, además, yo estaba impidiendo que su espíritu partiera. Le di un último baño y le puse un vestidito amarillo que había hecho mientras rezaba para que una de mis pequeñas llegara a nacer, hacía ya más de tres meses.

Puse a Rose en el suelo, en un rincón donde daba el sol detrás de la gran casa. Cavé un agujero en el jardín, entre las gardenias. La envolví con la pequeña manta rosa con que la había encontrado y le dejé la cara al descubierto. Olía tan mal que tuve que aguantar la respiración para poder darle un beso.

Noté que me cogían del hombre mientras ponía a la niña en el pequeño agujero del suelo. Creí que se trataba de Monsieur o de Madame, y tuve miedo de que ella se hubiera enfadado conmigo por haber usado una botella entera de su perfume sin pedirle permiso.

Rose se me escurrió de las manos y cayó, mientras me forzaban a girarme.

–¿Qué estás haciendo? –me preguntó el dominicano.

Tenía una cara india, de un marrón oscuro, pero sus manos estaban descoloridas y arrugadas por los productos químicos de la piscina. Miró hacía abajo, al bebé que yacía en el polvo. Tenía ya encima un poco de la tierra con que habría de cubrirla.

–¿Sabes? Veo en mis sueños esas caras encima de mí…

Podría haber empezado a explicarme de un millón de maneras distintas.

–¿De dónde has sacado ese niño? –me preguntó en su español criollo.

No me dio oportunidad de responderle.

–Ya he ido –creí oír un ligero méringue en el temblor de su voz–. He llamado a los gendarmes y vienen en camino. Huelo esa carne podrida. Sé que has matado al niño y que te lo has quedado por maldad.

–Actuaste demasiado pronto –dije.

–Has matado al niño y lo has dejado en tu habitación.

–Me conoces –dije–, hemos estado juntos.

–No te distinguiría de una mosca en un montón de estiércol de vaca. Comes niños pequeños que ni siquiera han tenido tiempo para conseguir una alma.

Mantenía sus manos sobre mí, porque tenía miedo de que saliera corriendo y me escapara.

Miré a Rose. Me pasó por la cabeza lo mismo que había deseado para todas mis niñas. La imaginé echando los dientes, gateando, llorando, armando ruido, portándose mal.

Nos quedamos sobre su pequeño cadáver; una criada campesina y un jardinero hispano. Debería haberle preguntado su nombre antes de haberle entregado mi cuerpo.

Hacíamos un bonito cuadro. Rose, yo y él. Entre la piscina y las gardenias, esperando a la ley. ~

 

Traducción de Ramón González Férriz

Este cuento pertenece a ¿Krik? ¡Krak!, que Lumen publicó en 1999.

 

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