Sermón de Navidad

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Cuando este texto se publique habrá transcurrido un año desde que comencé a pronunciar aquí mis sermones y me parece apropiado ahora despedirme de manera formal y conforme a la temporada. La elocuencia en las despedidas es cosa rara y, similarmente, las últimas palabras en el lecho de muerte no suelen dar el tono apropiado para la ocasión: Carlos II, hombre ingenioso y escéptico cuya vida había sido una gran lección de incredulidad humana, compañero complaciente y rey sagaz, resumió todo su ingenio y escepticismo –con una dosis de buen humor mayor de la acostumbrada– en la frase: “Me temo, caballeros, que me la he pasado demasiado tiempo muriendo.”

I

“Demasiado tiempo muriendo”: he aquí la mejor manera de resumir –me temo, caballeros– su vida y la mía. Las arenas del tiempo se deslizan y las horas, todas “numeradas y determinadas”, transcurren sin cesar, al igual que los días. Cuando el último día nos alcance habremos estado muriendo demasiado tiempo, ¿qué más? Sin embargo, ese mismo transcurso, esa longitud del tiempo, es ya considerable si llegamos a la hora de la despedida sin deshonra. Tan solo haber vivido implica, sin duda, haber prestado servicio (en el sentido militar). Tácito narra cómo los veteranos que se amotinaban en los bosques de Germania seguían a Germánico, suplicándole que los hiciera regresar a casa: ellos, exiliados de su hogar por una interminable y fatigosa guerra, tomaban la mano del general y pasaban su dedo sobre las encías ya sin dientes. Sunt lacrimae rerum: este era el más elocuente de los cantos de Simeón. Cuando un hombre ha alcanzado una edad avanzada siempre lleva consigo las huellas del servicio que ha prestado; quizás nunca sobresalió al frente de su ejército pero, al menos, perdió sus dientes comiendo el pan del campamento.

En estos tiempos que vivimos prevalece, entre la gente seria, un idealismo de noble carácter: nunca les parece que han prestado suficiente servicio, viven incluso con la impaciencia de su propia virtud. Sin embargo, quizás sería más modesto agradecer personalmente por no estar peor; no solo nuestros enemigos –personas desesperadas a nuestros ojos– sino también nosotros mismos desconocemos qué debe hacerse; de ahí deriva la sutil esperanza de que acaso hemos hecho más de lo que pensábamos: la esperanza de que tan solo haber zanjado este negocio de la vida –tan inconstante– con manos relativamente limpias, tan solo haber jugado el papel de una persona que obtuvo algunos logros, tan solo haber resistido el mal y, al final, aún seguir resistiéndolo, significa, para el pobre soldado humano, haber actuado bien. Pedir frutos ostensibles por nuestros afanes equivale a prestar un servicio solo en espera de una recompensa y lo que parece renuncia de sí resulta, al final, solo avaricia de pago.

Sin embargo, si tanto exigimos de nosotros, ¿no habremos de exigir lo mismo de los demás? Si no juzgamos con indulgencia nuestras propias deficiencias, ¿acaso no acabaremos por ser siempre intolerantes ante las ofensas de los otros? Y aquel que, al considerar retrospectivamente su vida, solo ve que ha estado “demasiado tiempo muriendo”, ¿acaso no estará tentado a pensar que su prójimo ha estado, a su vez, demasiado tiempo esperando a ser ahorcado? Es probable que todos aquellos que se ocupan de la conducta se ocupen demasiado de ella. Cierto es que todos pensamos demasiado en el pecado; pero no nos condenamos por hacer el mal sino por no hacer el bien. Cristo no habría prestado oídos a la moralidad negativa: su expresión siempre fue “habrás de…” y con ella suplantó completamente la expresión “no habrás de…”. Fundar nuestra idea de moralidad en actos prohibitivos es profanar la imaginación e introducir en el juicio que nos formamos de nuestros semejantes un secreto elemento de gusto. Si algo es malo para nosotros no debemos pensar en ello demasiado, porque al hacer eso acabamos por pensar en ello con una suerte de placer invertido. Si no podemos quitárnoslo de la mente, una de dos: o nuestra creencia es equivocada y debemos reconsiderar con indulgencia o, si nuestra moralidad es correcta, entonces somos lunáticos criminales y deberíamos entregarnos para ser recluidos. Un rasgo que caracteriza a tales mentes, enfermizamente divididas, es una pasión por interferir en los asuntos de los otros: el zorro sin cola pertenecía a esta raza pero tenía (si hemos de confiar en su biógrafo) al menos una anticuada cortesía que ahora, por supuesto, está pasada de moda. Toda persona puede tener un vicio, una debilidad, que la hace poco apta para las responsabilidades de la vida, que arruina su temperamento, que amenaza su integridad o que la traiciona y la lleva a la crueldad: este rasgo debe ser controlado, dominado por la persona, pero nunca debe permitirse que acapare la totalidad de su pensamiento. Las verdaderas responsabilidades siempre yacen al otro lado del río y deben ser abordadas con mente íntegra tan pronto como hayamos concluido esta preliminar preparación del muelle. Si para ser una persona amable y honesta es preciso, primero, abstenerse de todo, que así sea, pero que al siguiente día se olvide el asunto: de otro modo, el esfuerzo por ser amable y honesto podría requerir la totalidad de su pensamiento y un deseo mortificado nunca es el más sabio de los compañeros; en la medida en que un hombre tiene que mortificar su deseo, seguirá siendo el peor entre los hombres y, para juzgar la vida, requerirá de una dosis demasiado grande de jovialidad, así como de una dosis demasiado grande de humildad para juzgar a los demás.

Podría argumentarse que la insatisfacción de los afanes de nuestra vida deriva, hasta cierto punto, de la estupidez: requerimos tareas más altas porque no somos capaces de reconocer la estatura de las que ya tenemos. Tratar de ser amable y honesto parecería demasiado simple e inconsecuente para caballeros con un diseño tan heroico como el nuestro; preferiríamos acometer algo osado, arduo y de grandes consecuencias, preferiríamos iniciar un cisma o aplastar una herejía, cortar una mano o mortificar un deseo. Sin embargo, la tarea que tenemos enfrente –y que consiste en soportar juntos nuestra existencia– es una tarea de finezas microscópicas y el heroísmo que se requiere de nosotros es el heroísmo de la paciencia. En la vida los nudos gordianos no se cortan de tajo, sino que cada uno de ellos debe ser desatado con paciencia y buena voluntad.

La honestidad y la amabilidad: ganar poco y gastar menos, hacer, en general, a una familia feliz por la mera presencia, renunciar a algo cuando sea necesario hacerlo y no amargarse por ello, tener pocos amigos pero mantenerlos incondicionalmente y, frente a la misma condición sombría, ser siempre amigo de uno mismo: he ahí una tarea para la que se requiere todo lo que se tiene de fortaleza y delicadeza. Quien pide más, tiene un alma ambiciosa y quien exige tal empresa para considerarse exitoso tiene un espíritu anhelante. Hay en el destino humano un elemento que ningún tipo de ceguera puede desmentir: sin importar para qué estamos destinados, es un hecho que no estamos destinados para triunfar; el fracaso es la suerte que nos ha tocado. Esto es evidente en todas y cada una de las artes y las disciplinas, pero es clarísimo, sobre todo, en el discreto arte de saber vivir. Se deriva de aquí, pues, una agradable reflexión para considerar en el fin del año –y en el final de la vida–: solo quien se engaña a sí mismo encuentra satisfacción continua; la desesperanza del que desespera, por lo tanto, no es algo inevitable.

II

La Navidad no es solo un símbolo que marca un año más y que nos invita examinar las acciones pasadas; es también una temporada que inspira, por todas sus asociaciones, domésticas o religiosas, pensamientos de alegría. Un hombre que no está satisfecho con sus propios trabajos es un hombre tentado por la tristeza y, en lo crudo del invierno, cuando su fuerza vital esta al mínimo y cuando recuerda los asientos vacíos de sus seres queridos ya muertos, resulta benéfico que halle razones para poner una sonrisa en su rostro. La noble decepción y la noble abnegación no son admirables; es más, ni siquiera deben tolerarse si llevan a la amargura. Una cosa es ingresar mutilado al reino de los cielos y otra, muy diferente, es mutilarse y quedarse afuera. El reino de los cielos es un espacio para los que poseen un ánimo infantil, para los que son fáciles de complacer, para los que regalan amor y les gusta complacer. Incluso los hombres de poderosa y recia mano, los que aniquilan, construyen y juzgan, que han vivido mucho y han actuado severamente, no pierden esta amable disposición; así, a pesar de todos nuestros intereses nimios y todas nuestras insignificantes preocupaciones, sería una verdadera vergüenza que nosotros sí perdiéramos esa amable disposición. La gentileza y la jovialidad superan cualquier tipo de moralidad, pues son deberes perfectos; el problema con los moralistas es que no poseen ni una ni otra. Fue justamente al moralista, es decir, al fariseo, a quien Cristo no toleró. Si tu moral te hace miserable, ten por cierto que es errónea; no pido que renuncies a ella, porque puede ser lo único que tengas, pero sugiero que, al menos, la escondas como si fuera un vicio, ya que puede arruinar la vida de gente más simple y mejor que tú.

Asedia al hombre una peculiar tentación: estar atento de los placeres incluso si no se participa en ellos; esto es, dirigir la moral personal contra esos placeres. Este año tuvimos el caso de una señora (¡curiosa iconoclasta!) que inició una fiera cruzada en contra de las muñecas; por otro lado, el fogoso sermón contra la lujuria se ha convertido en elemento obligado de nuestra época. Me atrevo a llamar hipócritas a semejantes moralistas: su lira suena fácil e inmediatamente con denuncias ardientes ante cualquier exceso o perversión de un deseo natural, pero se rige por convenciones muy diferentes frente a toda incidencia de lo verdaderamente diabólico (la envidia, la maldad, la mentira vil, el silencio soez, la verdad difamatoria, los actos del calumniador, los del tirano mezquino, los del quisquilloso emponzoñador de la vida familiar). Según estos moralistas todas estas últimas cosas son malas pero no tanto; en su ataque contra ellas no se percibe aquel celo obsesivo que despliegan contra la lujuria, no muestran ese mismo elemento secreto de gusto que suele enardecer sus denuncias. De manera que las cosas que no son malas en sí mismas suscitan las más agudas formas de su indignación. Alguien podría deslindarse de todo vínculo moral con personas como el reverendo señor Zola o como la anciana que odia las muñecas, pues se trata de ejemplos aislados y burdos de tal actitud; sin embargo, en todos nosotros reside un elemento similar: la contemplación de un placer del que no podemos –o no queremos– ser partícipes suele agotar nuestra paciencia; esto puede deberse a envidia o a tristeza, o tan solo es que no nos gustan el ruido o las travesuras –refinados como somos– o que poseemos un sentido claro de la seriedad de la vida –filosóficos como somos–; conforme avanzamos en años nos sentimos inclinados, por lo menos, a fruncir el ceño ante los placeres de nuestros semejantes. Actualmente a la gente le gusta mucho resistir las tentaciones: pues bien, he ahí una tentación que deberían resistir; les gusta mucho la renunciación: he ahí una propensión a la que debería renunciarse con absoluta determinación. Los moralistas sostienen que es su obligación convertir a sus semejantes en buenas personas. Sin embargo, el único a quien debo convertir en buena persona es a mí mismo. En cuanto a mis vecinos, mi deber acaso se exprese más fielmente afirmando que, en todo caso, debo intentar hacerlos felices, si es que puedo.

III

Dicen los plañideros moralistas que la felicidad y la bondad están unidas por una relación de causa y efecto: yo digo que no hay nada menos probado ni menos probable. Nuestra felicidad nunca está en nuestras manos: heredamos nuestra constitución física y estamos expuestos lo mismo a amigos que a enemigos. Estamos constituidos de manera tal que resentimos una mueca o una calumnia con demasiada intensidad o quizás nos encontremos en circunstancias tales que estamos demasiado expuestos a ellas. Podemos tener nervios demasiado sensibles al dolor y luego sufrir de una enfermedad muy dolorosa. La virtud no nos puede ayudar en esto y no está hecha para ayudarnos; ni siquiera es, como dicen, su propia recompensa –excepto para los muy egoístas (estuve a punto de decir, “para los poco amigables”)–. Nadie puede acallar su conciencia y si lo que se quiere es silenciarla, convendría más bien que tal instrumento expire por falta de uso. Evitar las sanciones de la ley o la capitis deminutio del ostracismo social es un asunto de sabiduría –si se quiere, incluso, de astucia–, mas no de virtud.

En su vida un hombre no debe esperar continuamente la felicidad, pues así podrá aprovecharla mejor cuando realmente llegue. En esta vida toda persona está cumpliendo un deber: no sabe cómo, ni por qué –y no necesita enterarse–; no sabe cuál será su recompensa y no debe preguntar. De un modo u otro, aunque no sepa qué es la bondad, debe intentar ser buena persona; de un modo u otro, aunque no sepa cómo conseguirlo, debe intentar hacer felices a los otros. Naturalmente surge aquí un conflicto de deberes: ¿hasta qué punto debo hacer feliz a mi prójimo?, ¿hasta qué punto debo respetar esa sonrisa amable que luego fácilmente desaparece y difícilmente regresa?, ¿hasta qué punto estoy obligado a ser el guardián de mi hermano y el profeta de mi propia moral?, ¿hasta qué punto he de resentir la maldad?

La gran dificultad es que no tenemos modelos para todo esto: las afirmaciones de Cristo al respecto son difíciles de reconciliar entre sí e incluso, en su mayoría, son difíciles de aceptar. No obstante, la verdad de su enseñanza parecería ser la siguiente: en nuestra persona y para nuestra fortuna debemos estar listos a aceptar y a perdonar todo: es nuestra mejilla la que hay que ofrecer, es nuestro abrigo el que hay que regalar a quien ha robado nuestro manto. Ahora bien, cuando es la mejilla del prójimo la que recibe una bofetada, lo que más nos corresponde es asumir el papel del león: no hacer nada mientras otros son lastimados es inconcebible y, con toda seguridad, indeseable. Dice Bacon que la venganza es una forma de justicia salvaje, que sus sentencias son dictadas por un juez desquiciado y que, en el proceso de nuestro altercado, somos incapaces de percibir verdad alguna y de actuar con la más elemental sabiduría; no obstante durante el altercado del prójimo podemos –y debemos– ser más arrojados. La felicidad de una persona es tan sagrada como la de otra y, ya que no podemos defender a ambas, entonces defendamos a una con un corazón resuelto. Solo en la medida en que podemos hacer esto es lícito que interfiramos con los otros: la defensa de B es el único fundamento de nuestra acción contra AA tiene tanto derecho de irse al demonio como nosotros de alcanzar la gloria y la verdad es que ninguno de los dos sabe realmente lo que hace.

Todas estas intervenciones y denuncias, todas estas combativas negociaciones con verdades a medias, aunque puedan ser a veces necesarias, aunque a menudo se disfruten, corresponden a un grado inferior del deber. La ira, la envidia y la venganza encuentran en esto un arsenal de disfraces piadosos: es el patio de recreo de los deseos invertidos. En casi todos los casos se podría hallar una forma más sabia de proceder si tan solo se contara con un poco de paciencia, si se tuviera menos ira. Ese nudo que cortamos de golpe con una vehemente escena de pleito en la vida privada o, en los asuntos públicos, con una denuncia contra lo que damos en llamar “los vicios del prójimo”, es un nudo que pudimos, mejor, haber desatado con la paciente mano de la simpatía.

IV

En esta temporada volvemos la mirada atrás y consideramos el año que concluye: descubrimos entonces lo poco que nos hemos esforzado y lo pequeño de nuestros propósitos; descubrimos que demasiadas veces hemos sido cobardes y no asumimos alguna acción o que demasiadas veces, por el contrario, hemos sido temerarios y nos precipitamos hacia la acción; descubrimos cómo, en todo momento del día y cada día, transgredimos las leyes de la bondad. Parecerá una paradoja, pero bajo esto subyace cierto motivo de consuelo: la vida no está hecha para responder a la vanidad de un hombre; las más de las veces el hombre asume, cabizbajo, sus tediosas ocupaciones y suele hacerlo como un niño ciego. A pesar de las muchas recompensas y los muchos placeres que pueblan el mundo –la contemplación del amanecer, el surgimiento de la luna, el encuentro con un amigo, la hora de la comida cuando el hombre ya tiene hambre, lo llenan de dichas repentinas–, el mundo no es una morada siempre apacible. Las amistades se alejan, la salud se acaba, el hartazgo asedia; año con año debe el hombre repasar un listado (que casi nunca cambia) de sus debilidades y de su insensatez. Hay detrás de esto un benéfico proceso de distanciamiento: cuando llegue el día final, cuando llegue el momento en que tenga que partir, le quedarán pocas ilusiones de sí mismo. “Aquí yace alguien bien intencionado que se empeñó cuanto pudo y erró mucho”: ese será seguramente su epitafio y no debería avergonzarse de él. Tampoco se quejará cuando llegue el mandato que llama al soldado vencido a abandonar el campo de batalla; vencido, ¡ay!, si se tratara de Pablo o de Marco Aurelio, pero si en su viejo espíritu aún queda algo de espíritu de batalla, no estará sin honra. La fe que lo sostuvo, a pesar de la ceguera y de las decepciones, a lo largo de su vida, apenas se necesitará para esta última formalidad de deponer sus armas. Concédanle, pues, una marcha triunfal a sus huesos: allá va, despidiéndose de una tierra bañada de sol, despidiéndose del día y del polvo, despidiéndose también del éxtasis, ¡allá va otro Fracaso Fiel!

De un poemario recientemente publicado en el que se podrá encontrar más de un bello y vigoroso poema, he tomado las siguientes estrofas rememorativas; ellas pueden expresar mejor que mis propias palabras lo que me gusta creer; las transcribo aquí como una despedida:

La alondra rezagada canta en el silencioso cielo

y desde el occidente,

donde el Sol, concluida su labor del día,

se demora como si estuviera satisfecho,

se cierne sobre la vieja y gris ciudad

una presencia luminosa y serena,

una reluciente paz.

El humo asciende

entre brumas rosadas y doradas: las agujas

de la iglesia brillan y se transforman. En el valle

se alargan las sombras. La alondra continúa su canto y el Sol,

concluyendo su bendición,

se hunde mientras el aire se oscurece

y se estremece por la sensación de la noche triunfante:

la noche que ofrece su cadena de estrellas

y su generosa dádiva del sueño.

¡Que así sea mi partida!

Que, concluida mi tarea y consumado el largo día,

que, recogida la recompensa, haya en mi corazón

una alondra retrasada que canta;

que así me sea dado retirarme hacia el silencioso

[occidente,

un ocaso espléndido y sereno:

la Muerte.[1]

Traducción de Juan Carlos Rodríguez Aguilar


 


[1] Tomado de A book of verses, de William Ernest Henley, Londres, D. Nutt, 1888.

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(Edimburgo, Escocia, 1850-Vailima, Samoa, 1894) fue novelista, poeta, ensayista y escritor de libros de viajes, autor de clásicos como La isla del tesoro y La flecha negra.


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