Cuando llegué a Madrid alguien me habló de la plaza, recién remodelada, en donde había estado la estatua que donó México de Agustín Lara, quien no pocos méritos hizo para estar vivo de por muerte en Madrid, Madrid, Madrid, concretamente en Lavapiés: “cuando vayas a Madrid, chulona mía, voy a hacerte emperatriz de Lavapiés”, el barrio de la más alta concentración de modos de ser en el país, y me parece que he oído que al menos en toda Europa si no es que en el mundo; que están representadas en este solo barrio relativamente pequeño, en habitantes contantes y sonantes, más de ochenta naciones.
Tú vas por esas calles muy inclinadas según se baja del Barrio de las Letras al de Lavapiés que tanto no es ir sino regresar cuesta arriba y no puedes dejar de pensar en quiénes serán y cómo serán, pensarán, amarán, se comportarán en lo íntimo los enigmáticos compradores de esa cantidad de bisutería, de moñitos, de paraguas, de relojes, de chalinas y pashminas y gorros y turbantes y vestimentas extrañas y baratijas y perplejidades que venden en almacenes abigarradísimos que anuncian sus mercancías en montones de lenguas diferentes; qué sé yo si este almacén es de chinos o de tailandeses o de vietnamitas o de coreanos y si aquel es de marroquíes o de argelinos o de libios o egipcios o tunecinos, y allí, si te fijas, andan afanosos bolivianos, colombianos, ecuatorianos y de entre ellos los que más se notan son los otavalos u otavaleños, que son los fenicios de América, y de todos nuestros demás países, y los que engloba ese eufemismo políticamente correcto que evita la palabra negro: subsaharianos. Y afganos, paquistaníes, indios, filipinos, lo mismo que cuanto centroeuropeo proviene de los países que todavía no se integran a la UE.
Pero el caso es que la estatua, una reproducción de la que está en el Puerto de Veracruz, en el Malecón, ya para entrar a la curva de la avenida que lleva a Boca del Río, esa fundida en metal en donde aparece con su figura delgada y esbelta sosteniendo un cigarro con la mano izquierda mientras la derecha apoya el codo del brazo fumador y oculta la primera línea de ojales de un traje cruzado de tres botones, que ahora es excesivo pero que se usaba como muy elegante en los años sesenta, ya no estaba en su lugar, y vaya que me costó trabajo saber cuál plaza era porque también volaron los letreros que la identificaban como Plaza Agustín Lara.
Sí, la plaza la habían remodelado: le quitaron, como a la mayoría de las plazas que intervino el alcalde Álvarez del Manzano, lo que tenía de familiar, de pastito, de setos, de bancas, de lugar de reunión, especialmente los fines de semana para los jóvenes, para sentarse en grupos a charlar, a beber, a fumar y a veces a cantar, y la convirtieron en explanada abierta, pétrea, fría, desamparada, en donde no apetece estar, aunque hay que conceder que dejaron un buen espacio para que jueguen los niños pequeños; pero el agustincitolara lo habían guardado en una bodega y no hubo poder que moviera al alcalde para responder a los insistentes llamados y cartas del embajador de México en los que con la debida elegancia protocolaria le pedía devolviera al lugar público la figura, ni las mantas de algunos vecinos de la plaza que lo exigían ventanas afuera ni las expresiones de extrañamiento y disgusto en el mercado cercano en donde los que compran y los que venden se quejaban del escamoteo. No y no. De esos nos que a uno se le antojan gratuitos, porque qué podía tener contra el Flaco, contra el autor de Murcia, Valencia, Granada y todas las demás del que “le cantó a España antes de conocerla” (este entrecomillado arbitrario me recordó, ahora que le puse las banderillas, la placa que consagra el monumento a la madre entre Sullivan y Villalongín en la Ciudad de México: “A la que nos amó antes de conocernos”, sublime), y es que está la frase en la nueva placa que le pusieron a la recolocación de la estatua en la plaza; o más bien una de las tres placas, porque al frente y a los costados está la información del sujeto, lo que ya dije, y otra en donde hay algunas frases de canciones que alguien hizo por encargo, sin amarlo antes de conocerlo, y puso: “hay que hacerte emperatriz de Lavapiés”, peccata minuta. Tuvo que haber un nuevo alcalde en la ciudad para que algo tan sencillo como volver a ponerlo en un lugar que se ganó por las buenas hace tanto tiempo ocurriera, bien que se hizo sin barullo y sin oportunidad para festejarlo, cuando tantos y tanto lo esperábamos.
En un pedestal de buen tamaño, proporcionado, elegante, con el fondo de una iglesia antigua, destruida y reconstruida para biblioteca de la Complutense, está de nuevo el músico-poeta de cuerpo entero, quietecito, mirando, ahora que es invierno, aterido, los edificios multifamiliares que le quedan enfrente. Igual que a todas las grandes figuras de la historia lo cagan las palomas y lo escarnece la intemperie, pero ha encontrado amigos de nuevo y piedad y la suave valoración de su estilizada fragilidad física y de su inspiración trémula. Que “en estas noches de frío, de duro cierzo invernal”, alguien, piadoso, subió al basamento y le envolvió graciosamente el cuello con una larga bufanda. –
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