Hablar con los difuntos

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A partir de cierta edad convivimos con los muertos. Hablamos con ellos, inventamos sus respuestas, les pedimos perdón por no haberles hecho ni caso en vida, les echamos de menos, los vemos por la calle de repente y cuando vamos a comprobar que son ellos se desvanecen, se transforman en otras personas. En el Macbeth de Justin Kurzel se aparece el asesinado Banquo (Paddy Considine) en el banquete y el nuevo rey asesino (Michael Fassbender) se pone de los nervios. Se supone que lo ve solo él, que es un fantasma, pero lo ve el espectador, está allí, sentado en el banquete, digitalmente vivo, así que el cine le da vida de verdad. Al personaje que interpreta Leonardo DiCaprio en El renacido, de Alejandro González Iñárritu, se le aparece su mujer india asesinada: ella, más que el hijo efímero, es el motor de la acción: así que esta peli también pone en marcha a un muerto, le da un poco de vida. Le insufla tanta vida como para impulsar la película entera, que es cine metafísico. Cuando la religión solo es política o vergonzante vida interior los muertos vuelven siendo laicos, limpios de sí mismos: los muertos ya solo pueden resucitar por la ciencia.

El cine puede producir estas resurrecciones igual que cada persona activa a sus fallecidos mientras sube al bus o se toma un café. Convivimos con nuestros muertos casi más que con los vivos. Les pedimos cosas, les damos explicaciones, les pedimos disculpas o les achacamos errores. Los citamos, los recordamos, los recreamos, reconocemos sus frases, gestos. ¿Es solo memoria o están ahí, en el multiverso ahora omnipresente?

La infinita vigencia de Rulfo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre…” Rulfo nos mete en esa zona intermedia que es la vida adulta y pone en marcha, como en un documental, a los muertos, medio vivos, medio yéndose, siempre un poco encasquillados con sus cosas, obsesiones, problemas, lo que les quedó a medio vivir, manías que heredan los vivos indefinidamente. Lo que quedó por hacer.

Hablamos con los muertos porque los vivos están muy ocupados con el wapp, abreviatura de WhatsApp; porque al final descubrimos que solo escuchan los que tienen la eternidad por delante, aunque no contesten, y quizá ese es el motivo por el que no lo hacen, porque no hay prisa, la prisa es de los vivos, que no quieren morirse sin haber acabado esto y lo otro: y por eso hacen listas que nunca se terminan, y cuando tachan algo añaden otra cosa, o cinco cosas más. La lista de tareas es la mayor y única garantía de supervivencia: mientras hay lista hay vida. En la certeza de la incertidumbre y el cambio, la lista es el único indicio de futuro. Los preceptos del punk –no hay futuro y hazlo tú mismo– se han moderado a “futuro incierto” y “haz una lista”. La lista infinita. Hablar con los muertos es la última actividad privada, la única conversación que todavía no se puede intervenir. Por eso va a ir a más.

Departimos con los muertos porque los vivos no nos hacen caso. Los vivos no tenemos tiempo para nuestros coetáneos, que siempre están forzando los tiempos, programando actos, cosas, fiestas, cumpleaños, despedidas de solteros, despidos, multas, contratos de un día. Al único acto que vamos es al entierro, porque, por definición, no se va a repetir. Habría que repetir los entierros para dar otra oportunidad de resucitar.

Los zombis son la versión apresurada de la muerte de la época. Los zombis funcionan porque son la muerte con resurrección, una resurrección low cost, basura, seriada y, finalmente, inútil; pero es una forma de encarar la muerte o de reírse de ella; los zombis sirven para trivializarla, perderle el respeto o el ninguneo –es lo mismo– que le profesan las generaciones anteriores aún vivas (o vivientes): hacerla táctil, tocable, asquerosa, comercial y matérica. La muerte en la era zombi viene a paliar los cambios en el purgatorio, el limbo y el infierno: el papa Benedicto XVI dijo en 2011 que el purgatorio no es un lugar del espacio “sino un fuego interior, que purifica el alma del pecado”. Claro que el purgatorio se ha trasladado a los mercados, que son también metafísica. El purgatorio será un algoritmo. El papa Juan Pablo II ya enredó con el infierno. La ausencia del limbo, que daba tantas posibilidades, abrió la puerta a los zombis.

Las conversaciones monologadas con nuestros muertos se sitúan en el espacio intermedio rulfiano y van a ir a más porque van a reconquistar el espacio social, las redes, los otros, los medios. Ahora aún es de mal gusto hablar de eso, sacar el tema produce incomodidad, chispazos de incorrección, nervios. Pero se van a imponer porque ya se agotan los temas terrenales: los asuntos posibles son demasiado caros, la experiencia turística ya es indecible, se hace pesada, socialmente brasa. La ciencia, para seguir en marcha, necesita hablar con los muertos y, sobre todo, resucitarlos. Ya falta menos.

Esta rehabilitación de las conversaciones sobre y con los difuntos, además de restaurar el monólogo interior y la vida social es necesaria también para vindicar a los desaparecidos –el ejemplo pueden ser los 43 de Iguala, pero hay tantos–, que nadie sabe dónde y cómo puedan estar.

Hablar con los muertos va a ser la próxima asignatura de la innovación universitaria, es decir, empresarial. Pasado el coach, agotado el mindfulness, exprimido el big data y desvelada la falacia de la personalización, queda el recurso a la posteridad del cliente, el acceso a sus ancestros, primero como datos, después como avatares, hologramas, personas 3d que, por fin, nos hagan caso y nos digan algo. ~

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(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).


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