Dos falseamientos

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Pedro Ángel Palou

El impostor

México, Planeta, 2012, 372 pp.

 

El impostor relata la que habría sido la “verdadera historia” de San Pablo: se trata de una ficción histórica en la que el Apóstol de los Gentiles es un espía al servicio del Imperio Romano, falsamente convertido a la nueva fe. Timoteo, compañero de andanzas, ya en su vejez dicta sus recuerdos a un amanuense. La estrategia así no plantearía desviaciones ante el modelo que El nombre de la rosa propulsó con éxito comercial: el manuscrito perdido de un testimonio confiable, la relevación de una mentira muy hábilmente ocultada.

Respetando el estatuto ficcional de El impostor, no vería yo gran pertinencia en denunciar flojedades históricas ni en ponderar, si fuere el caso contrario, la exactitud del estudioso. Pero este principio no prohibiría señalar el incontinente uso de la erudición. En muchas instancias, El impostor acumula información que, al ser ya conocida por los mismos personajes, o al llamar la atención sobre detalles de la reconstrucción de la época, pareciera solo querer ilustrar al lector de hoy sobre la Antigüedad, desoyendo las necesidades de la trama y la construcción caracterológica. Un ejemplo: “Los hombres comían en la arena: los romanos por su cuenta, los judíos entre sí, sabedores de que todo contacto con las costumbres de los gentiles es una mácula.” Pongo en cursiva la explicación de un rasgo de la vida cotidiana de ese y otros siglos, un apunte anacrónico por tener su origen no en la percepción extrañada del narrador sino en el deseo del autor de dirigirse al siglo XXI. En otro caso, Timoteo previene a Saulo, aun suponiéndolo ya al tanto, con una aclaración útil no a su amigo sino a nosotros, quienes así conoceremos la circunstancia política de Damasco: “Aquí no tienen jurisdicción ni el Sanedrín ni el propio Agripa, tampoco Cayo: la ciudad es territorio de Aretas, el rey nabateo.”

Esa liviandad en el empleo de la erudición afecta la prosa. Un reto de la escritura de El impostor habría estado en rejuvenecer, con un giro iconoclasta o una estrategia de extrañamiento, el uso religioso de la lengua por el cristianismo, quizá trastocando la gracia directa e ingenua de los evangelistas, o la luminosa retórica de San Agustín (por pensar en dos ejemplos opuestos), sobre todo porque Timoteo se presenta como un cínico descreído educado en Roma, lo que en espíritu habría podido emparentarlo, aunque judío, con Petronio o el posterior Luciano. Y no: la prosa se ve pálida y rutinaria, insistente en lugares comunes (“el lobo se había convertido en cordero”), sin vivacidad plástica en la descripción de personajes, sitios, acciones, como si, al agotarse el apego al documento, emergiera la incapacidad de percibir con la imaginación, suplida en cambio con adjetivos indolentes por su inexpresividad (“Hermosa, tintineando en la colina, nos esperaba Damasco. La luna enorme iluminaba las calles, y las casas, blancas, reflejaban su luz imponente”). La prédica de Pablo es referida con un tono inerte y dócil, como si Palou no reparara en el conocimiento que al respecto ya tendría un lector en Occidente y la búsqueda de la verosimilitud reposara entonces en la desmedida presencia de lo tópico (“El Dios que ha creado el mundo y todo lo que hay en él, Señor del cielo y de la Tierra, no vive en las figurillas creadas con manos humanas”, habla Pablo en el Areópago). Cuando Timoteo se detiene a reflexionar desde el presente de su vejez, se permite formulaciones doctrinales fallidas en su designio aforístico (“el verdadero rostro del espía no existe: siempre es otro”), cuando no por entero anodinas (“No hay una sola vida, ni un solo testimonio de la vida que pueda contarse de manera lineal: nació, vivió, murió”).

Quizá no era Timoteo la mejor opción para contar la historia de Pablo. No pulsa entre ambos un trasfondo dramático que le otorgue al dictado un carácter apremiante, como el propio de un sobreviviente que se esmera en ajustar cuentas, reivindicar o poner a examen los hechos de su amigo. Al contrario: la narración de Timoteo avanza página tras página rozando lo insustancial y lo anticlimático, como se ve en el viaje de Atenas a Corinto, del que se reportan incidentes que en nada contribuyen a la evolución caracterológica de Pablo. Esto también se debe a que Timoteo no atina a lidiar con un nodo básico: los motivos de Pablo. Aducir que este hizo todo lo que hizo por el dinero que luego enviaba a su madre y hermana, o para huir del viejo dolor por las muertes de su esposa e hija, podría ser suficiente, mas no sé si ambos estímulos confieran la energía pertinaz para un “espionaje” de tanto tiempo enfrentando acusadas penalidades. El otro motivo lanzado por Timoteo (“Con esto cumple, además, la encomienda de Roma: divide y vencerás. Mientras más tipos distintos de nazareos existan, más fácil será reducirlos”), no se sostiene. El impostor no concreta en Pablo una proyección contundente del espía porque la razón política es endeble: al salir de Judea a llevar el Evangelio entre los gentiles, San Pablo contraproducentemente se dedica no a dividir sino a multiplicar los cristianos.

No sé si tenga sentido (más allá del mercantil) recuperar en la ficción a una figura del relieve histórico de San Pablo si el propósito, casi morboso, es solo destapar una “mentira”. “Desenmascarar” a Saulo de Tarso como un falsario, poco menos que un pícaro, cuyo mayor aprieto es poner su astucia al servicio de un trabajo de espía, es insuficiente para la literatura porque así El impostor no sustituye nuestro conocimiento sobre Pablo con la presentación de un conflicto moral o psicológico que aspire a establecerlo como un arquetipo, el portador de una posibilidad de la conducta humana, a la manera del Adriano de Yourcenar o el Virgilio de Broch. No querría verme impreciso al afirmar esto; lo aclaro: no se requiere que el protagonista de una novela sea un emperador, un santo o un poeta para que el fabulador se obligue a dotarlo de un perfil arquetípico; esto se esperaría de cualquier personaje. Pero, cuando se retoma a un actor de la Historia, tampoco es juicioso olvidar que invadimos un territorio ya ocupado, que mide con dureza cualquier nueva incursión; la conciencia de lo que previamente rodea y define a San Pablo habría exigido a Palou llevar la clave crítica o desmitificadora al discernimiento de una encrucijada moral y no solo al chisme sobre su verdadero carácter “profesional”.

No tendría pruebas para afirmar que Palou ha escrito esta novela con el simple interés de vender ejemplares. Pero no es arduo concluir que un libro como este –y otros de tenor similar con protagonistas como Morelos, Zapata y Díaz–, viniendo del escritor de talento que se deja ver en Paraíso clausurado, solo puede tener como causa el apresuramiento y la irresponsabilidad de quien acepta poner su inteligencia al servicio no del arte literario sino del mercado editorial. Ojalá no tarde Palou en caer en la cuenta de que una apuesta así nunca se gana, pues la literatura te expulsa y el mercado te olvida, apenas cambian los gustos. Como es el caso de su San Pablo, Palou incurre en su propio falseamiento: el de quien, al usurpar la literatura con finalidades solo mercantiles, pareciera no reparar en las inmorales repercusiones. ~

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(Culiacán, 1976) es crítico literario y autor de la novela 'Cartas ajenas' (Ediciones B, 2011).


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