La destrucción de los judíos europeos, de Raúl Hilberg

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Todo comienza siempre, y continúa a través de las épocas, por un por qué. “Pocos años después de la Segunda Guerra Mundial, empecé a preguntarme por qué la muerte de millones de judíos europeos, a través de ametrallamiento o bien en cámaras de gas, llamaba tan poco la atención en Estados Unidos. Ni siquiera la comunidad judía estadounidense […] manifestó mucho ultraje o desesperación.” Así definía el historiador Raul Hilberg la magna empresa que emprendería a los veintidós años: investigar y registrar a fondo la destrucción de los judíos durante el Holocausto. Es decir, “la escala y la intensidad de la operación, aplicada por una burocracia alemana metódica y eficaz”, que como decía este profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Vermont, “carecía de precedentes”.
     Nacido en Viena en 1926, la familia de Hilberg dejaría Austria en 1939, para instalarse, tras un paso fugaz por Cuba, en Nueva York. Raul Hilberg comenzaría a estudiar el Holocausto en 1948, cuando estaba destinado como soldado del Ejército Estadounidense en suelo alemán y pasó varias semanas en Múnich, trabajando en el cuartel general del antiguo Partido Nazi. La monumental obra, que en origen constaría de tres volúmenes, ahora por fin traducida a nuestra lengua, llevaría por título La destrucción de los judíos europeos y su primera edición, más tarde revisada, aparecería en 1961. Hoy en día para cualquier lector o estudioso interesado en el tema es una referencia absoluta para “iluminar la evolución completa de los acontecimientos”. Apenas armado al inicio por el material que provenía de documentos de Núremberg y del muy escaso por no decir inexistente legado de los consejos judíos, perdido durante la guerra o en la revuelta del Gueto de Varsovia, Hilberg se enfrentó a una curiosa paradoja: “Sólo los perpetradores —aquellos que habían iniciado o puesto en práctica las medidas antijudías— tenían una visión general”. No los relatos dramáticos, es decir, la literatura traumática de los supervivientes, ni los ficheros o anotaciones inexistentes de las víctimas, tan destruidos como los que los pudieron en algún momento llevar a cabo. Tan pronto como “comprendió”, dice Hilberg, “esta cadena de toma de decisiones”, pudo ponerse a redactar un esbozo, lo que le permitió, como historiador, “adoptar una perspectiva alemana y ver el avance de los sucesos a través de ojos alemanes“.
     En años recientes —como seguirá diciendo Raul Hilberg— se ha producido “una verdadera explosión” de nuevas investigaciones y publicaciones relativas a la destrucción de los judíos en Europa. Una de las causas sería la apertura de archivos en países antes situados tras la Cortina de Hierro, así como el creciente interés público en muchas partes del mundo (“el destino de los judíos europeos, que se ha calificado de Mal absoluto, ha puesto de manifiesto la importancia de esta historia para evaluar otros acontecimientos catastróficos, tanto pasados como presentes”). La inusitada ferocidad y la maquinaria perfeccionada e industrial puesta en marcha para acabar con esta parte considerable de la población europea, apelando a su carácter étnico, religioso o cultural inasimilable, o a su imposible y nunca definitiva integración social en las comunidades raciales nacionales, ha ido poniendo de manifiesto para las generaciones sucesivas la importancia de mantener viva su “narración”, su historia, su génesis completa y paulatina a lo largo del tiempo, para mejor conocimiento de ese acto de barbarie único, sin precedentes. Una tarea intelectual “primordial”, como se nos recuerda en la presentación de este gran proyecto de investigación, que supera el deseo de información y saber puramente históricos para convertirse en algo cercano a un deber, tanto a la hora de “comprender la política de nuestros mismos días” como a la de prevenir a las generaciones aparentemente lejanas de nuestros más inmediatos horizontes.
     Entre 1933 y 1945, los organismos públicos y las entidades empresariales de la Alemania nazi generaron un enorme volumen de correspondencia. Algunos de estos documentos fueron destruidos por los bombardeos aliados, y muchos más fueron sistemáticamente quemados (con distintas prioridades) en el transcurso de las retiradas o previendo la rendición. No obstante, el papeleo acumulado por la demencial burocracia alemana o, si se prefiere, por la implacable mente organizativa alemana, de gran eficacia en sus funciones, fue suficientemente vasto como para sobrevivir en “cantidades significativas”, como dice Hilberg, incluso en la forma de “carpetas secretas”. Cosa que, no hay duda, constituyó un material precioso para un historiador como él, interesado en plantear una narración “global”, paso a paso y a base de secuencias, del proceso de aniquilación.
     Convencido de que los gobiernos occidentales, tendientes a un apaciguamiento de la situación, no reaccionarían, al final del verano de 1939 Hitler decidió invadir Polonia. Para los judíos esta fecha marcará el comienzo del espanto más absoluto: brutalidades y masacres, protagonizadas con especial ferocidad por los Einsatzgruppen o “fuerzas móviles de exterminio”, es decir, grupos de intervención rápida, encargados de asesinar sin piedad a los judíos allá donde se encontraran; traslados forzosos; confinamientos en guetos cerrados. Toda una serie de medidas que provocaban al comienzo tanto la muerte súbita, inmediata, como “la muerte lenta”, a causa de la pobreza extrema, de las hambrunas, pero también por el debilitamiento psicológico y el desamparo moral provocado por el continuo despojo y por las más abismales humillaciones. A partir de 1939 se comienza a transferir hacia el Este a inmensas masas de personas, en condiciones de la más radical brutalidad: apenas cubiertos por las prendas que llevaban, arrastrando cuando mucho pequeños hatillos, obligados a extenuantes marchas a menudo a pie por caminos cubiertos de nieve, bajo temperaturas inhumanas, tras las cuales numerosos de ellos perecían. De 1939 a 1942 tendría lugar, pues, el proceso de evacuaciones y de guetización de los judíos europeos. El antisemitismo, antaño un sentimiento y una actuación estrictamente privados, familiares, hacía tiempo que se había hecho “idea” pública, aceptada, aplicada minuciosamente, legislada en cada uno de sus más precisos y macabros pormenores. Todo un proyecto de civilización se hundía y en su lugar aparecía pura y llanamente la barbarie. Un plan que conoció a lo largo del camino profundas mutaciones, y en el que la famosa Conferencia de Wannsee probablemente no significó más que otra etapa dentro de la firme decisión de Hitler, en junio de 1942, de emprender una “solución final” para un problema largamente enquistado.
     El libro de Hilberg es inapreciable, no sólo en su calidad de documento histórico único en su género, tanto por la minuciosidad como por el rigor inconmovible con que se acercó a través de los años, progresivamente, a la extremada complejidad burocrática, administrativa, de organización militar, que supuso destruir a cerca de seis millones de judíos en Europa (“esos enemigos con los que no podemos firmar un armisticio ni la paz”, como diría un alto cargo del Reich), sino también por su ilustrativa exposición global, comparativa. Una complejidad del proceso, hay que decir, es que era aplicado por los perpetradores en unión con la tremenda desprevención de las víctimas, enfrentadas súbitamente a una matanza de semejante proporciones. En ese espectro de total anulación de una “raza” que se ha decidido borrar de la faz de la tierra, cualquier tipo de particularismo o “vulnerabilidad” geográfica —como demuestra magníficamente el libro de Hilberg—, cualquier alianza política o específica confería “eficacia”, contaba decisivamente para salvar del exterminio a mil posibles víctimas o para llevar directamente al crematorio de Auschwitz a cien mil más. El desvalimiento era total. Tanto en países, bien ocupados (en algunos casos, sin “regímenes títeres”, como era el caso de Noruega, directamente en manos alemanas), bien “satélites”, como Croacia y Eslovaquia, que debían su propia existencia a Alemania, o bien países aliados “oportunistas”, todo pasaba a convertirse en un factor decisivo a la hora de las deportaciones y de la destrucción de las comunidades judías, de la aceleración de las medidas o de las demoras (“saboteo de las medidas de la RSHA”, como diría Himmler, sobre las órdenes llegadas de la Dirección General de Seguridad del Reich). Eso sucedería en zonas de la esfera de influencia alemana, como los Balcanes, donde se daba la mayor concentración de judíos. En esa zona del sureste de Europa vivían aproximadamente 1,600,000 judíos. Al hallarse controlada directamente por militares, las deportaciones se llevaron a cabo sin dificultades y resultado de ello, los judíos de Serbia y Grecia (la famosa destrucción de Salónica) fueron aniquilados.
     Otro factor sería la disposición a cumplir con cualquiera de las medidas con completa crueldad y eficacia. En el caso de Austria, por ejemplo, el ministro de propaganda del Reich, Goebbels, ya había dicho, admirado de los austriacos, que “la formación recibida del Imperio de los Habsburgo los había dotado de habilidades especiales para tratar a los pueblos sometidos”. Por su parte, en países como Bulgaria, Rumania y Hungría, los alemanes tropezarían con dificultades considerables. Eran países que estaban en el bando alemán por razones oportunistas y siguieron una política de “máximos beneficios y pérdidas mínimas”. Por otro lado, estos países no compartían la concepción (y obsesión) que tenían los alemanes del “problema judío”; para ellos, eso era “una mercancía estratégica” para obtener ventajas políticas. Por consiguiente, cuando Alemania estaba en pleno ascenso, entregando territorios a sus asociados del Eje, se promulgaron medidas antijudías en un espíritu de acercamiento a ellos. En cambio, cuando Alemania estaba perdiendo y se hizo clara la necesidad de establecer contactos con los Aliados, los gobiernos de estos países se opusieron a las medidas antijudías para aplacarlos. En muchos casos, como Hungría, sin éxito. En una última maniobra desesperada, los alemanes avanzaron sobre Hungría y culminaron su meta: en la primavera de 1944, ayudados con fervor por los fascistas locales o “Cruces Flechadas”, la mayoría de los judíos húngaros fueron aniquilados.
     Por su parte, las reticencias y escaso entusiasmo de los italianos, sobre todo a la hora de las deportaciones (como dijo Ciano, ministro de Asuntos Exteriores, “los alemanes nos han querido sin respetarnos, y nosotros los hemos respetado sin quererlos”), tuvieron que ver mucho en todo el proceso de disparatada incoherencia mussoliniana. Un proceso en el que un día el Duce se declaraba a favor de un Estado judío (“un problema que afortunadamente no existe aquí”) y otro se enfadaba con el líder del movimiento antisemita italiano, miembro del Gran Consejo Fascista, “por tener un secretario judío”. “Ese tipo de cosas —comentaría Ciano en su Diario— que los extranjeros ven como prueba de la falta de seriedad de muchos italianos.” Una falta de seriedad que seguramente no tuvieron jamás ni uno solo de los procesados en Núremberg… –

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