En una intervención pública reciente, organizada por la Fundación Juan Ramón Masoliver (Montcada i Reixac, Barcelona), el polifacético Ignacio Martínez de Pisón comentaba que él aspiraba a ser como los escritores norteamericanos, porque, aunque casi nunca reciben el Premio Nobel, son unos grandes narradores de historias. Más allá de etiquetas –en buena medida, ya periclitadas– como la del nuevo periodismo a lo Truman Capote, Judith Thurman es uno de los ejemplos de esos grandes contadores de historias a los que aludía Martínez de Pisón. La escritora americana obtuvo un considerable éxito y diferentes premios por sus biografías de Isak Dinesen –que sirvió como base para la exitosa película de Sydney Pollack Memorias de África– y de Colette.
Podría pensarse que en los artículos recogidos en La nariz de Cleopatra –que responden a más de veinte años de carrera periodística en la prestigiosa revista The New Yorker, donde empezó a colaborar en 1987– son los imperativos del género, del periodismo o el ensayo periodístico, como se prefiera, los que empujan a la autora a tal claridad expositiva y al dinamismo de su prosa. Sin embargo, al adentrarse en el conjunto de su trabajo, se pone de manifiesto que Thurman ha conseguido algo tan difícil como construir un universo narrativo propio a partir de una materia prima tan dispar como es la actualidad cultural: presta una atención especial al mundo de la moda, las biografías literarias o las exposiciones de arte. Si se echa una ojeada al índice onomástico del libro, se constata que los nombres más citados a lo largo de la veintena de artículos son Yves Saint Laurent, Gustave Flaubert, Dior y Coco Chanel. Sin embargo, a pesar de los reparos que pueda suscitar tal concentración de glamour y de frivolidad –incluso la posición de partida de la autora es renuente a dejarse llevar por los efluvios de tanta divinidad reunida–, el mundo de Thurman resulta atractivo, estimulante, revelador y muy acogedor para quien se aventura en él. Por eso los artículos pueden leerse como un conjunto más allá de piezas temporales deudoras de la actualidad, y por eso al final se acaba entendiendo la relación existente entre Ana Frank, André Malraux, Cristóbal Balenciaga, las hermanas Brontë, Yasmina Reza y María Antonieta. Para trazar los lazos de unión entre los personajes de narraciones aparentemente tan dispares, resulta esclarecedora la definición de la frivolidad que Cioran hace en su Breviario de podredumbre y que Thurman cita: “es el antídoto más eficaz para la enfermedad de ser lo que uno es”. Sólo bajo este precepto –el deseo de huida y de ser otro– se pueden entender las pasiones que suscitan el mundo de la moda y la alta costura y la promesa de felicidad que puede significar una tarde de compras.
Chanel, Armani, Balenciaga e Yves Saint Laurent acaban sucumbiendo a la maquinaria monstruosa que ellos contribuyeron a crear, y Thurman, a través de los minuciosos retratos de los diseñadores, está denunciando la crueldad de un mundo que, como el Hollywood de sus mejores años, trafica con los sueños y el deseo. En las altas esferas de la moda y el diseño hay sitio para hijos de costureras, huérfanas, arribistas, descendientes de buena familia… El sueño se encuentra al alcance de cualquiera que esté dispuesto a imponerse una dura disciplina. El juego exige muchos sacrificios que no son sino el reflejo de la crueldad de la sociedad que se va construyendo temporada tras temporada en una carrera en la que se ha de trabajar duro y estar muy atento para no perderse.
Precisamente, la desorientación de algunas, muchas, mujeres es el tema central del conjunto, como la propia autora explica en la introducción del libro: “Hay muchos modos en que una mujer puede perderse, y el tema ha pasado a ser una de mis especialidades. La primera de mis mujeres perdidas fue mi madre”. A tenor de la relación materno-filial que describe en la entrada, sería fácil deducir que Thurman escribe todavía para encontrarla, que no sería sino entenderla. Cuando la hija era pequeña y escribía poemas, la madre, Alice, los corregía y los ampliaba con otros de su propia creación. Después intentaba incluso engañar a su hija sobre la autoría de los versos. Tal vez ahí se encuentre uno de los puntos de arranque de la vocación de Thurman: “La incredulidad es esencial para escribir bien, lo cual, según mi experiencia, es una lucha línea a línea contra la falsificación de uno mismo. (…) Pero también escribo para descubrir la naturaleza de mi afinidad con un sujeto esquivo que rara vez era real para sí mismo. Los disfraces de Alice continúan sorprendiéndome”.
No se trata de una escritura con finalidades freudianas, en la que Thurman intente resolver antiguos traumas de infancia; su pragmatismo y su ansiosa curiosidad por el presente desmienten esta posibilidad. La autora únicamente está buscando los diferentes disfraces que usó su madre para sobrevivir, algo que no le resulta demasiado difícil, puesto que son habituales en las pasarelas, las oficinas, las cafeterías e, incluso, el metro; tan sólo se trata de saber encontrarlos, y Thurman los ha encontrado con la precisión de un halcón que vislumbra su presa aunque vuele a cientos de metros de altura y aunque haya usado los ropajes más inverosímiles para camuflarse.
El título del libro proviene de una cita de Blaise Pascal, “Si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta, toda la faz de la Tierra habría cambiado”, que, como si una prueba del carbono 14 se tratara, constata la antigüedad de la frivolidad y de las banalidades que siguen dirigiendo la actualidad y la cotidianidad. Pocos aspectos de la actualidad política escapan al análisis de Thurman. En sus artículos están Bush hijo y su estilo de cowboy y su decisión de invadir Irak, como también están Hillary Clinton, Sarkozy y Carla Bruni, todos ellos demostrando que, para comprender el mundo de hoy, no hay que menospreciar ningún poder, ni siquiera el de los sin techo, y mucho menos el reino de la frivolidad, que no es más que el imperio del deseo. ~