Difícil, prácticamente imposible resulta encontrar aquí y ahora un autor contemporáneo entendiendo al concepto “autor” como depositario de honestidad intelectual y brillantez de pensamiento propio, y al término “contemporáneo” como sitio ajeno a las vulgares urgencias impuestas por el hoy en día del que pueda decirse que tiene una obra, una idea, un hilo argumental que recorra sus textos con lucidez y valentía. Si alguna duda existía para situar a Vicente Verdú entre los pocos elegidos ha sido completamente disipada por su nuevo libro, Yo y tú, objetos de lujo, que en sus páginas nos regala comentarios agudos e inteligentes, radicalidad en la reflexión y el placer que emana de su siempre magnífica pluma, virtudes que se combinan a la perfección en el minucioso análisis que Verdú emprende para iluminar síntomas, huellas y realidades de la compleja sociedad en la que nos ha tocado vivir.
Si en El estilo del mundo (Anagrama, 2003) el autor se movía como pez en el agua sobre las olas que agitaban la superficie del mar para, precisamente, fotografiar el movimiento que adquiría el estilo del mundo, en Yo y tú, objetos de lujo da una vuelta más de tuerca y desciende a las profundidades del océano social para realizar allí una serie de investigaciones cuyo resultado final es, sin temor a exagerar, la consumación de una novedosa corriente sociológica que podría recibir el nombre de “fenomenología de la emoción”.
Utilizando la en absoluto sencilla metodología de servirse de una gran lente de aumento para amplificar la pequeña rendija, para otorgar sonoridad a la imperceptible señal del dato que revele la marcha general de la sociedad, Verdú nos dice que se ha instalado entre nosotros la primera revolución cultural del siglo xxi: el personismo. Hijo dilecto del capitalismo de ficción, de un modo de producción de entretenimientos que en definitiva “crea clientes como niños, fabricando innumerables mercancías que actúan como golosinas” idea capital que incubaba en Fútbol. Mitos, ritos y símbolos (Alianza, 1980) y afianzaba en El planeta americano (Anagrama, 1996), el personismo se hace presente con toda su fuerza para recomponer la trama, para reconstruir un tejido inservible ya para la axiología burguesa, la profecía proletaria y el hiperindividualismo de los 90, tríada de modelos lumínicos que basaban sus estrategias imaginarias en el futuro perfecto o en la libertad del Yo aumentada exponencialmente hasta el encierro. No en vano dice al respecto el autor que “el personismo constituye el producto supremo del capitalismo de ficción; con él, la nueva etapa del sistema efectúa el simulacro de la recuperación de la persona, el rescate del amor al prójimo y el reality show de una nueva comunidad a través del bucle de la conectividad consumista”.
La revolución personista altera radicalmente la noción de sujeto, dando paso al nacimiento de una nueva subjetividad, que para celebrarlo organiza una fiesta ruidosa y multitudinaria a la que también han sido invitados los productos de consumo.
Harto de sentir que la felicidad se situaba en el más allá de la religión o la dictadura del proletariado, asqueado de un hiperindividualismo que lo aislaba en su mísera soledad masturbatoria, el individuo contemporáneo la busca en el instante. En aventajado matrimonio por conveniencia con la sociedad ficcional que lo cobija, el sujeto es animado y se anima a la reunión, conectándose de manera más superficial quizás pero a la vez más flexible y carente de pesadas cadenas, superior numéricamente y felizmente gregaria gracias sobre todo a ese inabarcable planisferio mágico, mitad espejo mitad conciencia, que supone para la vida internet. Acicalándose ansioso por mostrarse al mundo que lo rodea, el sujeto se ha convertido en un ser emotivo y sensible, amalgamándose en la era de lo metafóricamente femenino, transformándose en “sujeto y objeto para sí mismo y para los demás”.
Sujeto y objeto a la vez, entonces, el sobjeto resultante, un consumidor finalmente instruido en la materia, se encuentra deseoso de “lograr la atención y emoción de los otros, puesto que no obtiene identidad sin la otra mirada, no cristaliza como ser real sino a través de fundirse como objeto en la contemplación de los demás, y viceversa”. ¿Una identidad menos profunda? ¿Desaparición de lo social? La tragedia y el drama requieren profundidad, pero nuestra época, subrayará Verdú con la paciencia del escriba, “es enemiga de lo trágico, incompatible con lo histórico, eminentemente presencial y superficial”.
Los objetos, mientras tanto, han sufrido también ellos una mutación visceral que ha variado su morfología, su espíritu, su docilidad. El alma candorosa del producto de consumo personista sustituye a la desangelada utilidad que arrastraba. Preparado para saltar a la vida animada, el producto apunta ahora directamente al corazón del consumidor, traspasándolo con sus flechas cual vitalista cupido luchando por abrigar el mimo y amor de su comprador. La arquitectura emotiva de Norman Foster, presente en el viaducto de Millau diseñado para ver el espectacular paisaje, el cuidadoso susurro que al cerrar hacen los distinguidos bolsos de Hermès a sus señaladas propietarias, o las luces de los faros que palpitan haciendo un guiño de amistad al dueño del Mercedes Benz último modelo certifican, entre otros fantásticos ejemplos que Verdú trae al escenario, la metamorfosis general operada en la realidad de sujetos y objetos “que se entrelazan como cuerpos íntimos en sintonía con el estilo mestizo de nuestro tiempo”.
Un nuevo modo comunicacional del mundo que se encuentra ajeno a las peroratas de los “ilustrados”, incapacitados para comprender que la cultura respirable y funcional es parte ya del capital, confundiéndose con la escena y el entretenimiento de todos los días. Lo sabe perfectamente Vicente Verdú, que en Yo y tú, objetos de lujo anuncia el nacimiento de una nueva subjetividad con las armas merced a las cuales viene sosteniendo la coherencia y excelente salud de toda su obra: la pasión por la calidad del pensamiento. –
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