Justicia literaria
La vida no es justa, y tampoco la vida literaria. Pero no hay que resignarse a la injusticia hecha a obras, autores, públicos, lenguas y países.
Hay injusticias irremediables: las obras perdidas, las lenguas extinguidas. Y no es fácil hacer justicia a todas las obras y lenguas ignoradas. ¿Qué sabemos de la literatura estonia, vietnamita o swahili? Se traduce poquísimo, y casi todo de unas cuantas lenguas. Se ha avanzado mucho en la justicia a la literatura náhuatl y maya, pero no hay nada semejante para las otras lenguas indígenas. Es injusto que el corpus de poesía cora recogido por Konrad Preuss en Die Nayarit-Expedition (1912) esté en cora y alemán, pero no todavía en español.
La traducción misma o las ediciones descuidadas pueden no hacer justicia a las obras. Hay que remediarlo. Las buenas traducciones y ediciones son perfectamente posibles. La buena crítica literaria también, incluso la que no se escribe, pero se ejerce por los editores de libros, periódicos y revistas, antólogos y jurados que dan premios.
Una injusticia irremediable está en el sufrimiento de los que sienten el llamado a las letras, pero no logran escribir algo importante. ¿Por qué las musas despiertan el deseo, y luego se resisten? Hay algo triste en los amores no correspondidos. Pero qué se va a hacer. Muchos son los llamados a la dicha de lo bien dicho y pocos los afortunados con ese encuentro feliz. Hasta los afortunados pueden acabar fuera del paraíso. No hay leyes ni cuidados que puedan reparar esa injusticia.
Para los afortunados, el premio está en la obra misma (el encuentro feliz), especialmente si resulta memorable, aunque el autor se pierda de vista. Antonio Machado exaltó esa consagración invisible que reciben los autores anónimos de coplas, refranes y metáforas memorables. Desear eso es preferir la gloria de las palabras a la gloria del autor. Recrearse en la obra (hacerle justicia) es más importante que reconocer a su creador (hacerle justicia).
Nada glorioso, en cambio, es tomar un texto ajeno y firmarlo como propio. Es una confesión de impotencia. No hay mayor desgracia que el desdén de las musas, y se comprende que los desgraciados traten de consolarse con un maniquí al que le ponen lo que les gusta. Pero la desgracia empeora con el robo, que debe ser castigado legalmente o cuando menos exhibido.
Las leyes, naturalmente, son fáciles de aplicar cuando se calcan párrafos exactos, no en casos menos obvios. Hay plagios involuntarios, cuando la lectura capta elementos atractivos que ni siquiera puede precisar en qué consisten, aunque después los use, recreándolos. No se puede llamar plagio a la influencia. La reinvención de la prosa que pasa de Julio Torri a Alfonso Reyes, de Reyes a Borges, Arreola y Monterroso, de Borges a Cortázar, es una creación personal en cada caso. Hay imitaciones legítimas, transparentes y hasta declaradas, como el famoso soneto de Fray Luis de León (“Ahora con la aurora se levanta”) que corre bajo el título de “Imitación del Bembo”. Hay hasta coincidencias asombrosas que no son plagios.
Pero resulta una coincidencia demasiado asombrosa (señalada por Guillermo Sheridan en su blog de Letras Libres, “Un premio mal habido”, 25 de enero de 2012) que el obituario de Camilo José Cela escrito por Javier Villán para El Mundo diga:
Sus escritos tienen esa savia y riqueza de carácter de alguien acostumbrado a lidiar los marrajos que la vida echa al ruedo.
Y que, cinco años después, en un arrebato de inspiración, Sealtiel Alatriste escriba también sobre Cela (“Un beso en una Alcarria soñada”, Revista de la Universidad de México, enero de 2007):
Sus novelas tienen esa savia y riqueza de carácter de alguien acostumbrado a lidiar los marrajos que la vida echa al ruedo.
Me limito a esa frase inconfundible para no cansar al lector con una transcripción más amplia del plagio; y me limito a este aunque hay muchos otros. La página de “Enrique Sealtiel Alatriste y Lozano” en la Wikipedia tuvo una sección completa dedicada a las acusaciones de plagio, suprimida el 27 de enero de 2012 (como puede verse en el historial de la página).
El mismo Alatriste habla de sus plagios en una declaración “Sobre la naturaleza de lo original”, donde dice que no son plagios, sino homenajes (sumamente discretos: sin comillas ni referencia al texto homenajeado). Reconoce que una novela suya de 1994 sigue a otra de Henry James “hasta el punto de que prácticamente la secuencia anecdótica es la misma y muchos de los diálogos de mis personajes están tomados literalmente de los de James”. Lo único original del premiado es la desfachatez: dice que no fue un plagio, sino “una especie de cita literaria elevada al cuadrado” (“Alatriste habla sobre su producción literaria”, El Universal, 2 de febrero de 2012, citado por Sheridan en “Que me equivoqué: que no son plagios”, El Universal, 7 de febrero de 2012).
Hay otras injusticias: los libros importantes que no se editan o reeditan, los que se editan mal o se traducen mal o no se traducen; las omisiones, errores, tonterías o sesgos de la crítica literaria; la piratería. Todas son, además, injusticias al lector.
Publicar un libro malo en una buena colección es un fraude al lector que confía en el editor. Juan José Arreola decía con resignación que toda buena editorial tiene su departamento de claudicaciones. Pero son claudicaciones. Defraudan. Van destruyendo un patrimonio social: la confianza del público lector.
Se dirá que los mediocres encumbrados no engañan a nadie, porque andan visiblemente desnudos ante los ojos de los buenos lectores. Se dirá que hasta los buenos críticos se equivocan. Es verdad. Si T. S. Eliot, Edmund Wilson, Xavier Villaurrutia, Octavio Paz y otras inteligencias semejantes votaran por las mejores obras literarias, coincidirían, digamos, en un setenta por ciento. Pero hasta sus diferencias de opinión orientarían al público, por inteligentes y creíbles. El buen juicio literario no necesita ser unánime para ser justo.
Escribir algo notable y celebrado por algunos conocedores es tan afortunado que no hace falta mucho más: basta con una buena edición. Que no salgan reseñas (o sean tontas), que no se venda mucho o que no gane premios, no es para ponerse a llorar. Pero no hay que olvidar el interés público: la injusticia a los lectores por los fraudes y ninguneos.
Ningún premio mal habido, ninguna reseña favorable para quedar bien, ninguna antología descuidada o complaciente, ninguna historia de la literatura con más oído para los nombres que ojo para los textos, ninguna claudicación editorial, engañará a los buenos lectores. Pero destruyen la fe pública, desorientan al público lector y hacen perder el tiempo.
Hoy que se publica tanto, es imposible leer todo para escoger lo que interesa. Los avisos de unos lectores a otros son indispensables: no te pierdas esto, no me convence aquello. La división del trabajo explorador sirve para compartir hallazgos y ahorrar tiempo. La recomendación creíble es un tesoro. La crítica profesional debería ser la extensión de este servicio amistoso a todos los lectores: los amigos desconocidos que necesitan y agradecen la orientación inteligente y sincera. Cuando no hay reseñas, antologías, editores ni premios en los cuales se pueda creer, pierde la sociedad: se vuelve menos.
Ignacio Solares, Ernesto de la Peña y Silvia Molina hicieron mal su trabajo como jurados al conceder el Premio Xavier Villaurrutia 2011 a Sealtiel Alatriste y Felipe Garrido. No lo merecen, y al encumbrarlos de esa manera los dejaron expuestos a un ridículo innecesario. En las redes electrónicas y en las conversaciones hay cientos de manifestaciones de burla o repudio.
El caso de Alatriste va más allá de su mediocridad literaria. En el mundo del chisme es un personaje de la picaresca intelectual. En el mundo del poder cultural dispone de un presupuesto multimillonario para hacer pesar su presencia. Recibe el Premio Villaurrutia cuando está a cargo de la poderosa Coordinación de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México. Es como si el premio Villaurrutia 1980 que recibió Alí Chumacero hubiera sido para Margarita López Portillo cuando su hermano era presidente. Como si hubiera pase automático de las cumbres del poder a las cumbres literarias.
Algún adulador le propuso al presidente López Portillo poner a su hermana como presidenta de la Asociación de Escritores de México, y estuvo de acuerdo (“Esa Mayo… es buena para escribir”). Afortunadamente, ella tuvo amigas que (arriesgándose a ser vistas como enemigas) la disuadieron de exponerse a una rechifla. Desafortunadamente, Alatriste no ha tenido amigos prudentes o no les ha hecho caso. Un alto funcionario que no es visto como un gran escritor, y además tiene fama de plagiario, debió, prudentemente, no dejarse encumbrar al premio prestigiado por Rulfo, Paz y otros.
Su fama de plagiario es merecida, como lo ha demostrado Sheridan acumulando ejemplos (“El plagiario, el mezquino, la leche”, blog de Letras Libres, 10 de febrero de 2012). Su impunidad es escandalosa. En los medios literarios, el plagio es objeto de escarnio, pero nada más (a menos que el plagiado proceda legalmente). Pero en los medios científicos conduce al desempleo para siempre. Por eso, como señaló Jesús Silva-Herzog Márquez (“Celebración del plagio”, Reforma, 6 de febrero de 2012), es inadmisible que un rector de la unam (que, además, proviene de los medios científicos) tenga y mantenga a un plagiario como parte fundamental de su equipo. Menos aún cuando Alatriste lo arrastra al escándalo, declarándose institucional: “Ya lo pensé bien y yo no voy a decir nada. Y la UNAM tampoco va a responderles. Lo consulté con el rector y en eso quedamos” (“Impugnan el Premio Villaurrutia a Sealtiel Alatriste”, Proceso, 29 de enero de 2012). Envolverse con la bandera de la UNAM, en vez de dar la cara como escritor, es exigir solidaridad corporativa y apelar a un fuero ajeno a la República Literaria.
Lo más ofensivo de todo es, precisamente, el atropello a la República Literaria: que las instituciones millonarias pesen más que el buen juicio lector. Hay que cuidar esa república fantasmal, aunque no tenga campus, burocracia, ni presupuesto; aunque sea ácrata y alborotadora, aunque pueda parecer poca cosa desde las alturas de un funcionario con sueldo comparable al presidente de la república: casi $200.000 mensuales ($144.000 netos, según www.transparencia.unam.mx).
El presupuesto de las actividades que coordina Sealtiel Alatriste es del orden de un millardo de pesos ($1,000 millones). No pude obtener la cifra exacta, pero según la página oficial de la Coordinación (www.cultura.unam.mx), tiene veinticuatro dependencias a su cargo: cinco secretarías, cuatro coordinaciones, siete direcciones generales y ocho direcciones que cubren artes visuales, música, teatro, danza, cine, literatura, publicaciones, librerías, radio, televisión, museos, centros culturales, recintos, extensión académica, formación integral, asuntos internacionales, finanzas y comunicación en el CCU, San Ildefonso, Casa del Lago, Palacio de la Autonomía, El Chopo, Tlatelolco, Santa Catarina y otros lugares.
Según el boletín 727 de la Dirección General de Comunicación Social, el presupuesto para “difusión cultural y extensión universitaria” de la UNAM en 2012 es de $2.602 millones. En 2011 fue de $2.426, de los cuales hay desglose (que redondeo a millones) para los siguientes conceptos (www.transparencia.unam.mx):
No es fácil hacer un cruce completo entre el organigrama de la Coordinación y los renglones presupuestales. Es obvio que los 174 millones de pesos del primer renglón no se refieren a todo el presupuesto de la Coordinación, sino a la oficina principal. Por otra parte, hay dependencias que figuran en el organigrama, pero no tienen su propio renglón en el resumen presupuestal; y otras que tienen su propio renglón, pero no figuran en el organigrama. Por ejemplo: se ha dicho que Ignacio Solares, como director de la Revista de la Universidad, es un subordinado de Sealtiel Alatriste; pero no está en el organigrama de la Coordinación y, según el directorio de la revista, depende directamente del rector.
Siendo coordinador de Difusión Cultural, Sealtiel Alatriste fue jurado del Premio Nacional de Ciencias y Artes dado en 2010 a Ignacio Solares (que había sido coordinador de Difusión Cultural) y a Gonzalo Celorio (que también lo fue). Es lamentable, pero más aún la recíproca en el Premio Villaurrutia 2011, donde un excoordinador de Difusión Cultural (Solares) premió al coordinador de Difusión Cultural que está en el poder (Alatriste). El Villaurrutia nació, y todavía se anuncia, como un “premio de escritores para escritores”, no de funcionarios de la UNAM para funcionarios de la UNAM.
En la solemne ceremonia de entrega de los Premios Universidad Nacional 2011, el discurso estuvo a cargo de Sealtiel Alatriste que, entre otras cosas, dijo: “Estamos sumidos en una crisis moral, social y económica que requiere, de nuevo, replantearnos la hazaña que está simbolizada en nuestra Universidad” (Revista de la Universidad de México, diciembre de 2011). Hay universitarios ofendidos de que las hazañas de Alatriste sean vistas como símbolo de la UNAM. ~
Este artículo apareció en el Blog de la Redacción el pasado 15 de febrero al mediodía, antes de la renuncia de Sealtiel Alatriste a su cargo en la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM y al Premio Xavier Villaurrutia.
• • •
Claridad en los premios
Carlos Pellicer invitó a cenar a unos amigos, y a los postres les anunció una primicia. Estaba escribiendo sus Sonetos a la Virgen y les leyó algunos. Como era natural, se deshicieron en elogios. A lo cual respondió:
–Mis queridos amigos. Estos sonetos concursaron en los Juegos Florales de Sahuayo. Ustedes fueron los jurados y no les dieron ni mención.
Alejandro Avilés y Manuel Ponce, separadamente, me contaron su desconcierto, y me aseguraron que los inconfundibles sonetos nunca llegaron a sus manos. Alguien hizo una preselección para ahorrarles trabajo, y ellos escogieron lo mejor que encontraron.
La administración descuidada desprestigia los premios. Los enjuagues existen, pero no hacen falta para que el resultado sea injusto. El jurado, los concursantes, los administradores y patrocinadores pueden actuar de buena fe con resultados sin sentido.
Hay quienes piensan que los premios deberían suprimirse porque están amañados y, aunque no lo estén, son inciertos como indicadores de excelencia. La lista de premiados y no premiados con el Nobel de literatura parece darles la razón. No se puede decir que el primero (Sully Prudhomme, 1901) y el primero de lengua española (José Echegaray, 1904) sean mejores que Tolstói, Proust, Kafka o Borges, que no fueron premiados.
Kjell Espmark, que presidió el jurado de 1988 a 2005, trata de explicar lo que sucede en El Premio Nobel de Literatura: Cien años con la misión, y destaca el problema de la claridad. El mandato escrito por Alfred Nobel para los cinco premios anuales pedía el galardón para quienes hubiesen “llevado a cabo el mayor servicio a la humanidad” en el año anterior; y, en el caso de la literatura, para quien “haya producido lo mejor en sentido ideal”. A partir de esta vaguedad, ¿cómo proceder?
Se comprende que algunos miembros de la Academia sueca propusieran rechazar la encomienda. Convertirse en tribunal de lo mejor en el planeta era ajeno a su misión y superior a sus fuerzas. Estaban dedicados a cuidar el sueco: preparar diccionarios y editar a sus clásicos. (Curiosamente, ni Espmark ni la página oficial de la Academia mencionan que el primer proyecto de estatutos fue encargado a Descartes por Cristina de Suecia, que quería hacer de Estocolmo una Atenas del Norte.)
Nadie propuso a Tolstói para inaugurar el premio de literatura; y, cuando se supo que el honor había sido para Prudhomme, se armó un escándalo. Docenas de escritores suecos protestaron en una carta pública a Tolstói, “venerado patriarca de la literatura contemporánea”. Tolstói la agradeció, aunque en la respuesta dijo también estar contento: se salvó de un dinero que “no puede hacer otra cosa que daño”. La respuesta sirvió para que el año siguiente, cuando sí fue presentado, tampoco fuera premiado. Todavía en 1905, hubo un dictamen (encontrado por Espmark en los archivos) donde se condenaba La guerra y la paz por atribuir “al ciego azar un papel tan decisivo en grandes acontecimientos de la historia mundial”.
¿Por qué se han multiplicado los premios? Porque son baratos. Los premios que apoyan el lanzamiento de un bestseller son nada frente al negocio del editor. Naturalmente, la mayor parte de los premios no sirven para vender, pero son actos de relaciones públicas tan baratos para vestir a las instituciones que fácilmente acaban manejados de cualquier manera, con resultados contraproducentes: la oscuridad o el escándalo. Innecesariamente, porque si se quiere celebrar a alguien, basta con organizarle un homenaje, sin las complicaciones de un supuesto concurso donde resulta ganador.
Para el joven Salvador Elizondo, que estaba indeciso entre dedicarse a escribir, pintar o hacer películas (como su padre), fue decisivo recibir el Premio Villaurrutia 1965 por su primera novela (Farabeuf o la crónica de un instante), a los 33 años. A partir de ahí, se consagró a las letras. El premio fue importante también para su editor, Joaquín Díez Canedo, que acababa de fundar la editorial Joaquín Mortiz (en 1962) y había apostado por la calidad del libro, a sabiendas de que no sería un bestseller. También fue importante para las letras mexicanas: amplió sus horizontes con una novela que llamó la atención internacional (fue traducida a cinco idiomas). Y fue bueno para los lectores que, sin el premio, nunca se hubieran enterado.
Los premios pueden ser creadores: aportar una perspectiva inédita en la recepción de una obra. Animan al premiado y a la comunidad lectora en una dirección significativa. No hay que tomar a la ligera su creación y mantenimiento, aunque el monto sea bajo. Lo que está en juego es más importante que el dinero: la orientación de la opinión pública, la confianza en que los certámenes son serios.
Para que lo sean, no hay que improvisarlos. Por lo mismo, no puede haber muchos: la seriedad exige preparación, trabajos y cuidado. Su configuración es esencial para que tengan sentido. Las reglas deben ser claras y practicables. No tan restrictivas que produzcan un solo candidato (en cuyo caso parecería que “tienen dedicatoria”), ni tampoco cientos. El jurado debe estar bien escogido. Las fechas y tiempos para recibir candidaturas, estudiarlas, discutirlas y dictaminar deben estar bien pensadas. Todo el proceso, incluso la discusión que desemboca en el veredicto, debe sujetarse al escrutinio público. Además, sería bueno dar cierto protagonismo a los jurados, volviéndolos responsables de manera visible: pagándoles generosamente (porque es mucho trabajo) y filmando la discusión para los noticieros culturales.
Un concurso de novela para escoger la mejor entre quinientas no puede ser serio, porque no es posible que todos y cada uno de los jurados hayan leído todas y cada una de las quinientas novelas. Es un fraude al público y a los 499 perdedores, movilizados para cubrir las apariencias. Si existe un jurado previo encargado de eliminar las que no merecen llegar al jurado final, este procedimiento debería ser explícito y los nombres de los encargados de la preselección deberían ser públicos, así como la lista que resulte de su trabajo.
Tampoco son serios los concursos dominados por camarillas de las grandes instituciones, aunque su propósito no sea ganar dinero, sino ascensos en la burocracia donde están haciendo carrera. A los trepadores, como a los vendedores, no les interesa el buen juicio lector: bueno es lo que se vende, bueno es lo que se premia. Con distintos propósitos, abusan de la confianza pública.
Nadie más alejado de esos criterios extraliterarios que Xavier Villaurrutia. Tenía, según cuentan, la manía antológica de hacer listas de los mejores escritores. Un juicio que seguramente pesaba entre quienes lo respetaban, pero no tenía efectos en las ventas ni en la carrera burocrática de nadie. Inspirado en él, cinco años después de su muerte en 1950, Francisco Zendejas inventó el Premio Xavier Villaurrutia “de escritores para escritores”, a diferencia del Premio Nacional de Literatura que era un premio del Estado.
El Villaurrutia no empezó premiando a los veteranos consagrados, aunque en retrospectiva pueda parecerlo. De seguir ese criterio, hubiese empezado por Alfonso Reyes, que nunca recibió el premio, y por esos años (entre sus 64 y 66) publicó libros admirables: Memorias de cocina y bodega (1953), Parentalia (1954), A campo traviesa (1954), Trayectoria de Goethe (1954), Quince presencias (1955). Ahora nos parece que el primer premiado (Juan Rulfo, en 1955) era un consagrado, pero fue al revés: el premio ayudó a consagrarlo, cuando tenía 38 años y acababa de publicar su primera novela, Pedro Páramo.
Esa capacidad de acertar y anticiparse al reconocimiento que alcanzaron Rulfo y Elizondo le dio prestigio al premio. También el hecho de que en 1958, 1961 y 1962 fue declarado desierto. No cualquiera ganaba el Villaurrutia. Ni siquiera los veteranos de lujo, como Reyes. Fue un premio para escritores que ya no eran promesas, sino jóvenes maestros dignos del espaldarazo del gremio.
Si el jurado del Premio Villaurrutia 2011 (Silvia Molina, Ernesto de la Peña e Ignacio Solares) no encontró nada mejor que los libros de dos veteranos mediocres (Sealtiel Alatriste y Felipe Garrido, de 63 y 70 años), debió declarar desierto el premio. La Sociedad Alfonsina Internacional y el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, que lo organizaron, nos deben explicaciones:
1. ¿Cuáles son las reglas del Premio Villaurrutia? ¿Dónde están publicadas?
2. ¿Quién nombró a los jurados, con qué criterio? ¿Señalaron sus posibles conflictos de interés? ¿Se abstuvieron de votar en algún caso?
3. ¿Dónde se publicó la convocatoria? ¿Quiénes podían ser candidatos y quiénes no? ¿Cómo llegaron las candidaturas al jurado?
4. ¿Dónde está la lista de las obras que concursaron? ¿Cuántas sesiones dedicaron a su discusión? Si fueron decantando sus preferencias en votaciones sucesivas, ¿cuál fue el resultado de las votaciones intermedias? ¿Quiénes quedaron como finalistas?
Dado que el escándalo resultante no se había visto en los 56 años del Villaurrutia, y dada la importancia que ha tenido y puede seguir teniendo un premio de tanta tradición, lo razonable es declararlo desierto para 2011. No basta con descalificar a uno de los premiados, convicto y confeso de copiar lo ajeno sin usar comillas ni dar créditos. Hay que descalificar al jurado, que no tomó en serio su trabajo y así produjo un dictamen nada respetable. ~
Publicado originalmente en el Blog de la redacción el 28 de febrero de 2012.
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.