Las elecciones municipales y autonómicas han sido un fracaso para el Partido Popular. En estos cuatro años la formación ha tenido más poder que nunca. Ahora, aunque haya ganado por poco en número de votos en las municipales, ha perdido el gobierno de autonomías y grandes capitales. Muchos dirigentes importantes del partido han tenido resultados negativos y algunos han anunciado su retirada. Ha perdido seiscientas mayorías absolutas. Hay más fragmentación en la izquierda y en la derecha.
El Partido Popular ha permitido que se extienda la confusión entre recortes y reformas. En sus años de gobierno, España no ha tenido un rescate como el de otros países, la situación económica ha mejorado, pero los ajustes han sido duros –y han sido mucho más difíciles para quienes tenían menos ingresos–, el paro sigue siendo altísimo y la recuperación es frágil y difícil de percibir para muchos en el día a día. Se incumplieron muchas promesas electorales. Las noticias de la muerte del Estado de bienestar eran bastante exageradas, pero el gobierno ha empleado de forma muy discutible algunas instituciones de todos, ha manifestado una tendencia al inmovilismo político, con algunos impulsos ultramontanos –por ejemplo, la ley de seguridad ciudadana– y una actitud condescendiente que lo presentaba alejado de los ciudadanos. Los problemas de corrupción del partido han sido muy graves. No supo atajarlos en su momento y no ha sido capaz de distanciarse de ellos más tarde. Desde fuera, era fácil intuir dos explicaciones: una, que no se consideraba algo lo bastante importante o perjudicial; dos, y quizá más preocupante, que aunque quisieran distanciarse era imposible hacerlo. Ha habido problemas de gestión y también, como ha escrito Manuel Arias Maldonado, de percepción:
no se atacan las ideas del adversario sino lo que el adversario es. O sea: lo que se le hace parecer si él no es incapaz de imponer su propio relato. Es en este terreno es donde el Partido Popular ha quedado irremediablemente rezagado respecto a sus rivales: el terreno de la identificación emocional. Dijera lo que dijera, nadie estaba escuchando.
También se ha producido el ascenso de Ciudadanos, un partido que podía arrebatarle a parte de su electorado más centrista y liberal.
No está claro cuántas victorias como esta podría aguantar el Partido Popular. Esa es una de las paradojas de unas elecciones que ha ganado una izquierda fragmentada y donde, en lugares como Madrid, la situación económica de los votantes ha sido decisiva para determinar la opción política, pero hay otras. María Dolores de Cospedal usó su poder –no sé si es eso a lo que se refieren cuando hablan de “voluntad política”– para modificar la ley electoral en Castilla La Mancha y facilitar sus victorias. Ahora, esa misma ley, que rebaja la calidad democrática, le impediría gobernar. Como ya ocurrió en las elecciones andaluzas, los dos primeros partidos víctimas del fin del bipartidismo fueron los que durante un tiempo parecían destinados a acabar con él: Unión Progreso y Democracia e Izquierda Unida. El PSOE se mantiene como segundo partido, aunque tiene menos votos que en mucho tiempo. Entre 2007 y 2015 ha perdido más que el PP: es el partido más castigado por la crisis. Gracias a la fragmentación, tiene más posibilidades de pactos. La cercanía con Podemos tiene el peligro de llegar a acuerdos con un partido que te quiere robar el electorado y que tiene una gran habilidad mediática. Ciudadanos ha tenido un buen resultado y puede ser una amenaza para el PP, pero corre el riesgo de pactar demasiado con este partido y ser percibido como una versión junior.
Podemos no quiso participar en las municipales. Lo ha hecho en candidaturas conjuntas. Esa decisión le habría permitido evitar la responsabilidad en una derrota y ahora le permite reclamar la victoria. Pero, en otra de las paradojas, algunos de sus grandes triunfos han sido con impulsos y candidaturas que no venían de Podemos: es el caso de Barcelona o de Madrid. En Aragón, donde Podemos ha obtenido un buen resultado –también lo obtuvo la candidatura de unidad Zaragoza en Común en el ayuntamiento de la capital de la comunidad–, Pablo Echenique debe parte de su fama a su oposición a Pablo Iglesias.
Manuela Carmena podría ser la nueva alcaldesa de Madrid, tras 24 años de regidores populares. Aunque estaba en una plataforma de la que formaba parte Podemos, también ha recibido votos de simpatizantes socialistas: en la capital, era “el voto útil” para la izquierda. Ella no pertenece a Podemos y se ha distanciado de esa formación. No se le han escuchado muchas ideas, no digamos buenas, en la campaña, y una de las cosas que parecen haberle beneficiado es la marrullería de su rival. Pero en algunos sentidos –desde su edad hasta su trayectoria profesional– está cerca de algunas de las cosas a las que se enfrentaba Podemos cuando condenaba lo que llamaban “el régimen del 78”.
Hace cuatro años pocos se habrían podido imaginar algo así, y quizá tampoco muchos hace un año. Hay algo mesiánico y un tanto simplista, en algunas declaraciones y programas de los vencedores. Se ha observado entre sus felices partidarios, que en alardes entusiastas han reivindicado la victoria de las mujeres, como si las candidatas del PP no fueran mujeres o algo así. También hemos tenido momentos histéricos entre los derrotados: Yolanda Barcina dijo que el resultado de las elecciones podía derivar en la Alemania previa a Hitler y Esperanza Aguirre habló de los soviets del programa de Carmena (aunque dijo que ella no lo había leído). Patrimonializar los principios de la democracia liberal para desacreditar a quienes se han enfrentado contigo en unas elecciones limpias es un ejemplo del genio cómico de Aguirre.
La ilusión por la renovación y la confianza en el cambio democrático son positivas, aunque no conviene pedir a la política más de lo que puede dar. En algún lugar decía Oscar Wilde que los buenos gobiernos raramente son dramáticos, mientras que los malos siempre lo son. En algunos casos, tendremos que ver si algunos tuercen a las instituciones o si las instituciones los enderezan a ellos. Más que grandes declaraciones morales, afán justiciero y nostalgia de la épica, para combatir la corrupción e incrementar la calidad democrática se necesita un buen diseño institucional: podemos votar ahora, como nos reclaman, a los decentes, pero el objetivo es que aunque nos equivoquemos y votemos a quienes no son decentes eso no sea catastrófico. Es una pena que en formaciones de izquierda a veces las propuestas decorativas, entre intrascendentes e inviables, se impongan a cuestiones más urgentes como la desigualdad. Que una retórica nostálgica, maniquea y autocomplaciente, destinada a halagar los prejuicios y las ideas recibidas, tan aficionada a buscar el chivo expiatorio como la frase sonora y vacía, entorpezca las reformas es una lástima y casi siempre una pérdida de tiempo, recursos y energía. Pero que haya más partidos compartiendo el espacio electoral es bueno. La competencia y la discusión pueden generar más ideas, y conducen a las transacciones y los pactos, a buscar soluciones posibles y fijarse en la letra pequeña. Todo puede terminar en una campaña electoral, y que esta sea desagradable, brutal y larga. O puede que, con un poco de suerte, todo termine siendo un poco más aburrido.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).