morir de sed
CSIRO, CC BY 3.0, via Wikimedia Commons

Morir de sed

De Roa Bastos a Tucídides, de Barbusse a la Biblia, la sed, y los métodos extremos para saciarla, han sido un tema recurrente en la literatura.
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Allá cuando leí la novela Hambre, de Knut Hamsun, pensé que como regiomontano me correspondía escribir una que se llamara Sed. También alguna vez pensé en una alternativa al título de Muerte por agua, de Kenzaburo Oé.

Solo una vez consideré que podía morir de sed. Fue recorriendo el desierto de Coahuila en bicicleta en pleno julio. Salimos temprano de Cuatrociénegas y tomamos rumbo al poniente. Eran tiempos sin dispositivos que nos indicaran rutas y posiciones, y todavía eran raros los asesinos de ciclistas. Llevábamos un mapa del Inegi que nos señalaba algunos pueblos en el camino. Pero los pueblos no eran tales, sino caseríos abandonados. Sin agua.

Nos apremiaba la necesidad de dar con una Acatita de Baján, así hubiese un traidor esperándonos.

La vegetación desértica nos pinchaba las ruedas y había que detenerse bajo el sol a reparar. Era domingo. Acaso entre semana pasaban vehículos por ese camino polvoso, pero ahora estaba solitario. Ya con todos los síntomas de la deshidratación, encontramos un portón metálico con un timbre.

Timbramos.

Apareció un hombre. Le pedimos agua. Él nos invitó a pasar. Detrás de una loma divisamos cierta maquinaria que no supimos reconocer. El hombre nos explicó que a ese sitio le llamaban Booster. Una estación de bombeo de mineral de hierro. En las minas de Hércules pulverizan el mineral, lo mezclan con agua y lo bombean hacia Altos Hornos.

Ahí vivían aislados obreros y técnicos, como en torre petrolera. Por ser domingo, había carne asada, tortillas, queso, aguacate… y toda la cerveza con la que puede soñar un insolado. En algún sitio había leído que en los desiertos africanos no les daban agua a los deshidratados, sino un caldo de lentejas, ya que la hidratación repentina podía provocar un torzón o algo así, pero lo cierto es que en tales circunstancias no hay mayor placer que unas cervezas bien heladas.

En cuanto a beber la propia orina en casos extremos, los manuales de supervivencia no se ponen de acuerdo. Pero más allá de la repulsa que esto pueda causar, ocurre que para cuando uno está tan seco que se anime a hacerlo, el cuerpo ya tiene el grifo seco.

Algún médico, desde su teoría de aire acondicionado, recomienda nunca beber orina, pues agudiza la deshidratación y reintroduce al organismo toxinas que ya se habían drenado. Quienes se hayan cercanos a la práctica piensan distinto. Un antiguo miembro de las Boinas Verdes escribe: “La regla para beber orina es simple: bébela tan pronto la hayas evacuado”. Explica que la primera dosis es la mejor, pues con el tiempo se irá haciendo escasa y más concentrada. Sin embargo, nunca es venenosa y siempre es preferible a la deshidratación.

Para sentir una profunda sed literaria es bueno leer Hijo de hombre, de Augusto Roa Bastos. Ahí la boca seca y la falta de agua son una presencia constante.

Calor sofocante. Cada partícula de polvo, el aire mismo, parece hincharse en una combustión monstruosa que nos aplasta con un bloque ígneo y transparente. La sed, la muerte blanca trajina del bracete con la otra, la roja, encapuchadas de polvo. Al igual que los camilleros, los transportadores de agua no se dan tregua. Tampoco dan abasto.

Estamos en una situación de guerra, y los suministros de agua no llegan a tiempo ni en la cantidad necesaria, agravando cada día la angustia de los combatientes.

En la espera del agua, los hombres mastican la carne fibrosa de las tunas, los bulbos indigestos de yvyá o las corrosivas raíces del karaguatá. Desde luego, estas cosas no calman la sed. No hacen más que provocar náuseas y las arcadas acaban las mucosidades de los estómagos deshechos. He visto a algunos recoger ávidamente las raíces mascadas por otros y masticarlas a su vez, con aire de estúpida satisfacción adquisitiva, como si acabaran de hurtar algo muy precioso.

Cuenta Henri Barbusse en Bajo fuego, su novela sobre la Primera Guerra Mundial, que nada molesta tanto a los soldados como la lluvia. Es cierto que la lluvia puede hastiar y son difíciles las jornadas en las trincheras remojadas; no hay dónde tumbarse para una siesta, los pies sumergidos acaban por pudrirse. Pero yo le creo a Roa Bastos. Cualquiera prefiere la lluvia a la sed.

Quizás la escena de sed más dramática la cuenta Tucídides. En el episodio llamado “La matanza del río Asínaro”. Los atenienses huían a marchas forzadas de sus enemigos. Muertos de sed, se lanzan a las aguas del río mientras los atacan por la espalda.

Desde lo alto disparaban sobre los atenienses, que en su mayor parte bebían con avidez y se estorbaban unos a otros en el encajonado lecho del río. Y los peloponesios bajaron contra ellos y comenzaron la degollina… El agua enseguida se volvió turbia, pero, aún mezclada con sangre y barro, no dejaban de beberla y en muchos casos incluso combatían por ella.

Las crónicas de Alejandro Magno dicen que sus soldados, al cruzar un desierto y faltarles el agua, lamían el acero de sus espadas.

Un Salmo de lamentación, supuestamente de David, dice: “Me pusieron además hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre”. Para convertirlo en profecía, se narra en los Evangelios que a Jesús le pasó igual el día de su crucifixión. “Le dieron a beber vinagre mezclado con hiel; pero después de haberlo probado, no quiso beberlo”. Ciertamente no se antoja el vinagre, pero según creo, está compuesto en un noventaitantos por ciento de agua. Mejor el vinagre que el remedio extremo de los Boinas Verdes.

Mucho he leído sobre las causas de muerte en una crucifixión. La más señalada es asfixia. Se sabe que Jesús entregó el espíritu muy pronto. Quizás murió de insolación o eso que se llama golpe de calor, tal como ahora miles se mueren en Europa sin necesidad de estar en la cruz.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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