Tápate. No tomes frío.
De ayer noche, esa deshora
a reculones viene. La prieta opaca.
Esa torva te destempla,
con la sombra avanza, amedrenta,
y por más que te cubras, te desviste.
Abrígate, retrógrado, redivivo niño.
Íntimo infante, criatura añeja,
métete más adentro, niño hombre,
encógete bajo la cobertura:
hazte chico.
Hasta la cabeza con la frazada cúbrete,
que nada quede afuera, a la intemperie.
Ponte todo lo que resta,
todo lo tuyo,
con todos los tuyos envuélvete.
No cuentas con tu madre.
Calor no da. Tan sólo
cierto resplandor.
Lejos sonríe. Te habla
y no la oyes. No sabes
qué te dice, dónde.
Tu padre, ajeno, disminuye,
emblanquece, se distancia.
En una noche tuvo
absolutamente todo el frío,
todo el desamparo junto
desarropándolo se empecinó con él
entre sus sábanas. Y sin tutela
estuvo. Así de golpe, proscripto,
totalizó su nada.
Y no te encontrabas a su lado
para resguardarlo de la helada.
¿Ahora qué pretendes?
¿Quién, para apadrinarte?
Íntegramente huérfano,
tus sucesivos padres
uno tras otro cesaron.
Este se llevó el sillón
con el respaldo oval, mullido.
Otro, la mesa de fresno,
ésa donde escribías.
El último quedó con tu sombrero.
Por poco te saca el anteojo, y la vislumbre.
Tus buenas prendas, tus filiaciones
se repartieron al partir.
Hasta tu resma.
Cornisas te dejaron, pero no techumbre.
Nada más que ojeras.
Aquel pañuelo, el del festón.
No más que huesos, cualesquiera,
en tus ralos anaqueles, te dejaron.
Un metacarpo, un húmero, un calcañar
(no un sacro), con inscripciones
en alguno de sus dorsos.
Te prohíjan, pero no puedes hacer fuego,
aunque de a ratos, a rachas,
la fibra te tirite, huesa se vuelva.
Abuelo huérfano, niño de tu yo, tápate.
Hasta el tuétano, tápate.
Oscurece, oscureces. No tomes frío.
Es tarde. ~
© Vuelta, 209, abril de 1994