Pretoria

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Mi primer novio fue un afrikáner. Se llamaba Clarence Coetzee (sí, kutzía) y fumaba mariguana que conseguía en Soweto. Pero la historia no empieza ahí.

 

 

Es posible que todo haya empezado en la ciudad de México, en marzo de 1994. Mis padres y yo fuimos a una cena en casa de un escritor en San Jerónimo. Mi madre me había peinado con dos trenzas, mucho gel y unos listones rojos. Estaban los niños de siempre, y sus padres: Jorge y Miriam, Adolfo y Marta. La televisión de la cocina seguía prendida cuando llegamos: una bala atravesaba una y otra vez la cabeza del candidato presidencial. Los niños cenábamos en la sala; la mesa larga rectangular estaba reservada para los pactos de güisqui que los adultos hacían y nunca cumplían. Ellos hablaban del TLC, de la bala de Colosio, de algo que estaba estallando en el sur del país; nosotros, supongo, jugábamos Nintendo.

Cuando llegó el postre, invitaron a los niños a amontonarse alrededor de la mesa. Adolfo se prendió un puro y nos contó un chiste. Era un chiste que había contado muchas veces, sobre una familia de Nueva Delhi que se hace un retrato fotográfico y confunden “focus” con “fuck us”. Nos hacía desternillarnos de risa. Los niños se lo pedíamos siempre, aunque lo supiéramos de memoria. Había algo de reconfortante en volver a escuchar una historia que conocíamos tan bien, como si la repetición aliviara algún miedo prehistórico. Después vinieron los güisquis. Todos los adultos se pelearon y los niños se dispersaron. Yo me quedé dormida con la cabeza apoyada sobre la mesa, escuchándolos alzar el nivel de voz cada vez más: a Salinas le va a explotar el paquete, esto va a estallar pronto, el país es una olla exprés. Lo último que recuerdo es la olla: me divertía la imagen de una cacerola del tamaño del Popocatépetl, y la explosión de frijoles que cubriría el país entero.

 

 

Unos meses después mi madre se fue a vivir a la selva chiapaneca. Unos meses después mi padre se fue, primero como observador internacional a las elecciones en Sudáfrica, y luego como el primer embajador mexicano ante ese país. Unos meses después había M&M’s y Snickers en los supermercados de la ciudad de México, un presidente nuevo, la ciudad de siempre, el Popocatépetl en calma. Pero hubo que hacer maletas: me iba con mi padre a Pretoria.

 

 

El paraíso confuso de la infancia es una fuente de alegorías redondas para los poetas y de estampas para los novelistas propensos al ritornello de la nostalgia, pero los recuerdos de un niño de once o doce años pertenecen a un limbo al que resulta penoso regresar. El mundo no se imprime con la misma potencia y frescura en la materia cerebral de un casi adolescente que en la cabeza de un niño pequeño, ni tampoco pasa por los filtros articulados de la mente adulta, que todo lo reconstruye y apuntala con el andamiaje de la sintaxis. Cuando llegué a Sudáfrica era una niña de diez años. Cuando me fui, era una niña agrandada de catorce. En mi cuarto convivían los muñecos de peluche con los pósters de Pink Floyd y del infame Kurt Cobain. (Si fuera James Joyce, escribiría un retrato en que la voz del narrador fuera madurando paulatinamente junto con el personaje.) Pero mis recuerdos de Pretoria están desmembrados –unos son los de una niña atónita, eufórica tal vez; otros los de una adolescente más bien retraída y callada.

 

 

Llegamos a Sudáfrica mi hermana, mi padre y yo. Fue mi hermana quien me compró el uniforme y me ayudó a vestirme para el primer día de clases. Zapatos cafés, calcetas marrones hasta la rodilla, falda azul marina, calzones celestes (las monjas los revisaban cuando nos cambiábamos para la clase de deportes), camisa blanca de botones, corbata azul cobalto, blazer café oscuro con el escudo de la escuela: “Saint Mary’s Diocesan School for Girls, Daughters of the King”. Había un chofer que me esperaba afuera de la casa, Sam Bomba, a quien chantajeé desde el primer día para que me dejara a una cuadra de la escuela porque gracias a mi madre sufría cierta culpa de clase –y andar en un Volvo conducido por un negro con guantes blancos, me parecía, era equivalente a formar parte de la Inquisición. Me gustaba repetir: “Let’s go to school, Sam Bomba”, como ese “play it again, Sam” que en realidad nunca nadie dice en la película.

En el Saint Mary’s no se permitían aretes ni peinados que no fueran trenzas o chongos. Cuando entraba la directora a alguno de los salones, se interrumpía la lección y todas nos levantábamos de nuestros pupitres para entonar un “Good morning, Mrs. Van der Bregen” al unísono –tal vez con más pavor que reverencia. Era una escuela mixta de mujeres, es decir, una escuela que admitía niñas negras y blancas, tanto inglesas como afrikáner, pero también inmigrantes portuguesas, indias, chinas, griegas e italianas. La nietas de Nelson Mandela estudiaban ahí. También una pariente de F.W. de Klerk, el último presidente blanco, corresponsable con Mandela de la transición a la democracia. ¿Tú qué eres?, me preguntó el primer día una niña de ojos enormes que se sentaba detrás de mí, ¿griega o libanesa? Yo griega, le dije –porque no sabía qué significaba libanesa. Yo también, me dijo ella. Así que desde el primer día me gané un pase de admisión al grupo de las inmigrantes ni-blancas-ni-negras.

 

 

Unos meses después Sam Bomba me enseñó a entonar el himno nacional (el Nkosi Sikelele) y el de los Bafana Bafana. Unos años después Sam Bomba me enseñó a manejar el volvo de la embajada por las calles de Soweto, el histórico “township” donde se había segregado a los negros de Gauteng. Sam Bomba se murió de sida y de cirrosis hace dos años.

 

 

Las cifras. Hoy hay casi seis millones de personas en Sudáfrica infectadas con el virus del sida. Una mujer sudafricana tiene más probabilidades de ser violada que de aprender a leer y escribir. Sudáfrica es el segundo país con más crímenes armados y asesinatos en el mundo.

 

 

En Pretoria los niños –blancos, negros o intermedios– iban descalzos. Había algo de salvajismo, de libertad absoluta, de plenitud y felicidad sin límites en descubrir los callos que se iban acumulando en los pies a base de caminar por las banquetas de Waterkloof o del centro de la ciudad sin zapatos; en contar los piquetes de abeja en los dedos de los pies, porque se había cruzado una calle bajo el túnel de unas jacarandas, pisoteando flores moradas; en presumir las ampollas que brotaban en las pantorrillas después de una cabalgata a pelo por las planicies de Gauteng.

 

 

Joseph Brodsky escribe, en un ensayo sobre su infancia en San Petersburgo, que la verdadera historia de la conciencia empieza con nuestra primera mentira. En mi caso, esa primera mentira se materializó en mi primera cajetilla de cigarros. Le pedí dinero a mi padre para comprar dulces, me compré un paquete de mentolados y esa misma noche, cuando la casa estaba por fin sosegada y todo el mundo dormido, salí al balcón con mis cigarros y un libro de José Emilio Pacheco que me había regalado mi hermana. Supongo que ahí, leyendo Las batallas en el desierto en el balcón cuajado de grillos, se abrió la primera brecha entre el mundo infantil y luminoso que habitaba de día y el mundo más silencioso y sombrío que me fue habitando de noche.

 

 

Pertenecía a un equipo de natación que entrenaba todos los días de las 5:30 a las 7:30 de la mañana. Se organizaban competencias entre las escuelas de la región –eran los eventos de la nueva “Rainbow Nation” por excelencia: niñas y niños, bóers, ingleses, negros, libaneses, indios y griegos, todos en el mismo caldo de cloro y sudor. Estuve en todas las albercas de los colegios de Gauteng. Más que su aburrida arquitectura holandesa, más que sus cielos de fin de mundo, más que su tierra rojiza, lo que mejor conocí y mejor recuerdo de Pretoria son los fondos opacos de sus albercas.

Clarence Coetzee iba a esas swimming galas. Como ambos éramos los capitanes del equipo de nuestras respectivas primarias, alguien decidió que debíamos ser novios. Eso significaba que nos saludábamos a un metro de distancia, en vez de tres, y que fumábamos cigarros mentolados atrás de los matorrales con otro grupito de niños después de las competencias de natación. Recuerdo algunos nombres: Lloyd, Rory, Kathy, Dubravka. Clarence Coetzee y yo hablábamos muchas horas por teléfono. “Lloyd y yo compramos mariguana en Soweto”, me contaba, y a mí me impresionaba muchísimo.

 

 

Mi hermana se regresó a México. Llegaron Columba y su hijo Hugo, unos años menor que yo. También llegó mi madre, pero se volvió a ir –durante ese periodo iba y venía entre Chiapas y Pretoria. Columba iba con un elegante uniforme blanco y contestaba el teléfono con un solemne “Residencia de la Embajada de México en Pretoria”, preparaba moles exquisitos para los banquetes diplomáticos que ofrecía mi padre, me peinaba cuidadosamente para ir a la escuela.

Un día Hugo y yo fuimos a comprar un perro al rspca, donde estaban los animales abandonados. Compramos una perra blanca y le pusimos Clara. Era una perra pleonasmo. Tenía algún rastro genético de la antigua Sudáfrica. Era abiertamente racista. Odiaba con furor a los negros. Cuando creció, ladraba tanto que le cortaron las cuerdas vocales. Después de eso le destrozó la mano a un jardinero –recuerdo su overol azul cobalto bañado en sangre, la mano despedazada que sostenía con la otra mientras se la lavábamos con el chorro de la manguera. Hubo que poner a dormir a Clara. Mi padre me dijo que lo viera como nuestra contribución personal a la Sudáfrica del postapartheid.

 

 

Ser niño de embajada tiene algo de pesadilla circense. En las cenas Hugo y yo teníamos que entonar el Nkosi Sikelele ante los invitados. Recuerdo una ocasión en que estaba, según dijo mi padre, la escritora más importante de Sudáfrica. Después del ritual vergonzoso del himno, mi padre me llamó a sentar junto a ella. Me llamo Nadine, me dijo una mujer que me pareció una anciana venerable, y me preguntó qué iba a ser de grande. Doctora, nadadora o actriz, le dije, ¿y tú, cuando seas más grande? Yo ya siempre voy a ser prosista.

 

 

En la escuela se organizaba un festival anual de teatro. Era como un homenaje perpetuo a Shakespeare, porque las únicas obras que se montaban eran Macbeth y Sueño de una noche de verano. Hice la audición. Me dieron un papel, digamos, secundario: La Pared, en Sueño de una noche… Pero aun así me ponía tan nerviosa en el escenario que la directora de la obra –nuestra maestra de literatura– decidió ponerme una caja de cartón en la cabeza. De todos modos me dio un ataque de risa el día del estreno. Temblaba la cajita de cartón.

 

 

Los domingos mi padre escuchaba a los Beatles y escribía una tesis doctoral sobre la planificación urbana de la ciudad de México: sus desastres pasados y presentes, sus posibilidades futuras. Me enseñaba mapas antiguos, donde había grandes lagos y pocas calles. Después salíamos a caminar por Bootes Street, tapizada, como una metáfora de esa felicidad fugaz y un poco solitaria que compartimos, con flores de jacarandas.

 

 

Los ojos grises y serenos de Madiba se parecían un poco a los de los recién nacidos. Lo conocí una tarde, algunos meses después de llegar a Pretoria. Mi padre me vistió de china poblana y me mandó con un chofer a la residencia presidencial. Había otros niños ahí, con sus trajes típicos –era uno de esos eventos de embajada que, de no haber sido porque se trataba de Nelson Mandela, habría sido tortuoso. Sentado con nosotros en el suelo de su estancia, Madiba nos dio una charla sobre su vida y nos pidió que le contáramos de la nuestra. Recuerdo poco y mal lo que dijo –habló de su infancia en el Transkei, de sus conversaciones con las cucarachas en los periodos de confinamiento solitario en la cárcel, del anc, de su relación con la figura de Gandhi–, pero recuerdo bien el pasmo que producía en nosotros. Aunque ninguno tenía más de doce años, todos sabíamos que estábamos ante alguien que había cambiado el mundo.

Volví a ver a Mandela en un concierto de Pavarotti que organizó la embajada italiana unos meses más tarde. Estaba sentado en primera fila, junto con sus dos hijas. Me planté frente a él antes de que empezara el concierto y le pregunté si se acordaba de mí, yo era la mexicana que había ido a su casa, le dije. Claro, respondió, tú eres la que quiere ser doctora. No, le dije, yo ya siempre voy a ser prosista. Entonces, contestó, tienes que leer mucho. ¿Usted, señor presidente Madiba, ya leyó Las batallas en el desierto? Todavía no.

 

 

Muchos años después de todo eso, después del periodo de Mandela, de las matanzas de los granjeros afrikáner en Zimbabue, y de millones de muertos más por el virus del sida, mi mejor amiga de infancia, de ascendencia afrikáner y alemana, pasó conmigo una temporada en México. En su maletita llena de ropa, traía todos los libros de J.M. Coetzee. Se encerraba las tardes enteras a leer, y salía de la recámara con los ojos hinchados, cuajados de terror: el problema de Sudáfrica, decía, es que es exactamente como en las novelas.

 

 

No sé qué le pasó a Sudáfrica a lo largo de estos años. No he vuelto desde que me fui. Sé que Pretoria ahora se llama Tshwane, sé que Clarence Coetzee está cumpliendo una sentencia en una cárcel de Johannesburgo, y que Lloyd Nunes murió de una sobredosis de heroína el año pasado. Sé también que Rory tiene una empresa, “Crime and Trauma Scene Cleaners”, que se encarga de limpiar los restos y desechos en la escena después de un crimen (y que al principio lo hacía él mismo, pero ha tenido tanto éxito que ahora tiene a más de veinte obreros negros haciéndole el trabajo sucio). Sé que mis amigas de infancia –las blancas y las morenas– decidieron exiliarse en Grecia, Italia, Australia, Nueva Zelandia e Inglaterra; y que la única que quiso quedarse –“I’m a white Boer, but I’m African”, me escribió en una carta hace algunos años– es trilingüe y tiene una maestría pero trabaja como telefonista en una empresa de marketing. Supongo que alguien en algún momento, como en ese chiste que repetía Adolfo, confundió el “focus” con “fuck us”.

 

 

“Evolucionar no es el ajuste de una especie a nuevas condiciones/ externas, sino la imposición de nuestros recuerdos a la realidad”, escribe Brodsky en su poema “Constancia”. Yo diría que evolucionar no es ni un ajustarse a nuevas condiciones, ni una imposición de recuerdos a la realidad, sino un ajuste de cuentas entre la memoria y el presente. La memoria es un órgano que se deteriora. En consecuencia, uno acaba compensando las zonas grises con postales con las que no identifica del todo su infancia, ni mucho menos su actual sentimiento del pretérito –sobre todo cuando este parece tan radicalmente distinto del momento actual. Pretoria ya no es nada de lo que fue, y tal vez en este ajuste de cuentas de los recuerdos con el presente, yo haya salido perdiendo: mis recuerdos del pasado nunca podrán contra la realidad de Sudáfrica. Pero, al final, lo único que le queda a alguien que siempre va a ser prosista es el placer un poco triste de volver a enunciar palabras que había olvidado: Nkosi, Bootes Street, Soweto, Saint Mary’s, rspca, Gauteng, Sam Bomba, Madiba. ~

 

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es autora del libro de ensayos Papeles falsos (Sexto Piso, 2010). Su novela, Los ingrávidos, aparecerá este año bajo el sello Sexto Piso.


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