Su biografía de Kafka (Kafka, Acantilado, 2016) no solo ha cambiado de forma radical la imagen que teníamos del autor praguense, sino también la metodología de acercamiento a la vida y obra de grandes autores del pasado, algo que hasta entonces fue patrimonio exclusivo de unos estudios filológicos obsesionados con la llamada “inmanencia del texto” que dieron lugar a una maraña inextricable de interpretaciones, incluidas las más estrafalarias. La monumental obra de Reiner Stach (Rochlitz, Sajonia, 1951) ha dado inicio, sobre todo en el contexto cultural de habla alemana, a una ola de contextualizaciones imprescindibles para el estudio actual y futuro de los clásicos, para la necesaria revisión de los cánones impuestos por legañosos profesorados y la revaloración de obras que nunca debieron perder vigencia bajo la ahíta complacencia de las academias. Stach reúne, en una misma persona, la minuciosidad detectivesca del buen investigador, un incomparable sentido de la historicidad y la prosa literaria de cualquier novelista consumado. Con motivo del centenario de la muerte de Kafka, conversa sobre varios aspectos relacionados con el mito, la enfermedad, la vida y la obra del autor praguense.
A cien años de la muerte de Kafka, ¿qué puede decirnos aún el gran escritor de Praga?
Sobre Kafka circulan tantas historias que sería preciso recordar de nuevo lo más importante, por trivial que pueda parecernos: Kafka es el creador de unas obras de arte de rango incomparable, llevó el lenguaje hasta los límites de sus posibilidades, creó imágenes y escenas que atañen al núcleo de nuestra existencia humana y, para todo ello, encontró formas literarias que funcionan en cualquier ámbito cultural. Pienso que en eso, sobre todo, reside su legado: nos mostró que la literatura sigue siendo un recurso, quizá el más importante e irrenunciable, para nuestro entendimiento. La literatura, a ese nivel, no conoce fronteras, ni políticas ni culturales.
El mito Kafka se inicia inmediatamente después de su muerte. Cinco días después de que falleciera en Kierling, cerca de Viena, se publicó una breve necrológica en la que se decía que el escritor de Praga había estado viviendo sus últimos años en soledad, en un pueblo de los montes Metálicos, si bien Kafka había pasado los meses anteriores a su declive físico viviendo en Berlín. La imagen del misántropo, sin embargo, se ha mostrado pertinaz. ¿Cómo surge ese mito? ¿Es Max Brod su principal responsable o contribuyó el propio Kafka a ello de manera indirecta?
En aquel momento, 1924, ese tipo de información falsa era todavía perdonable, ya que la opinión pública no conocía apenas nada de Kafka, de modo que también los periodistas estaban a merced de ciertos rumores. Pero la imagen que fue surgiendo en los años posteriores tampoco se basaba en el conocimiento de la persona, sino únicamente de las obras. Alguien que escribía constantemente sobre tales pesadillas tenía que ser una criatura solitaria, pesimista y depresiva. Tales suposiciones perduran todavía hoy, y me he tropezado con gente que, sin apenas haber leído a Kafka, está segura de que ese hombre debió padecer algún trastorno psíquico. Max Brod intentó contrarrestar esa imagen equivocada en la medida en que describió a Kafka como un ser humano difícil, pero también como una persona de gran altura moral, como un ejemplo, incluso, de religiosidad. Por suerte, de Kafka poseemos suficientes documentos autobiográficos –cartas y diarios–, que nos hacen sustituir esas ingenuas simplificaciones por una imagen mucho más diferenciada y realista.
Cuando a mediados de la década de 1990 iniciaste el gran proyecto de escribir una biografía de Kafka, apenas había ya una línea escrita por él que no hubiera sido interpretada, apenas existía una obra que no hubiera sido objeto de una tesis doctoral. Tu proyecto surgió sin duda de la insatisfacción. ¿Cuál fue la motivación principal para contextualizar la vida y la obra del autor praguense?
Una motivación importante fue el hecho de que por entonces todavía circulaban, en gran número, nociones completamente falsas sobre Kafka, a pesar de que ya contábamos con una imagen bastante precisa de su entorno. Sin embargo, la mayoría de los lectores no sabía nada al respecto, porque la interpretación de los textos tenía la prioridad absoluta. Para esos lectores tiene que haber sido un enigma el hecho de que un funcionario insignificante que vivía en una tranquila capital de provincias (Praga formaba parte del Imperio austrohúngaro) y había recorrido tan poco mundo pudo convertirse en el fundador de la modernidad literaria. Pero si sabemos que esa época (la de alrededor del 1900) fue todo menos pacífica, que estuvo marcada por inventos tecnológicos sensacionales y por corrientes nacionalistas cada vez más agresivas, la imagen que se nos ofrece es bien diferente. Otra cosa que intenté fue poner fin de una vez a la leyenda de que la Primera Guerra Mundial apenas había influido en la vida de Kafka. Lo cierto es exactamente lo contrario: esa guerra fue para Kafka, en muchos sentidos, una gran catástrofe.
Volvamos al mito: uno de mis hallazgos de estos últimos años ha sido una entrada en un diccionario de la literatura austriaca publicado en 1948. En ella se dice que Kafka había muerto cerca de Viena en “estado de enajenación mental”. ¿De dónde crees que puede surgir una información falsa de esa índole?
En la década de 1940 aún se sabía muy poco acerca del destino personal de Kafka, la única fuente eran entonces los recuerdos de Max Brod. Creo posible que el autor de esa entrada de diccionario haya consultado de forma acrítica alguna publicación impregnada de ideología nazi y copiado ese detalle. Los nazis, por supuesto, tenían el mayor interés en presentar a sus adversarios como gente “poco normal” o incluso como “enfermos mentales”. Esa entrada de diccionario no parece inspirarse en un rumor, tiene todas las trazas de ser una mentira consciente, deliberada.
Uno de los hallazgos más reveladores de tu biografía es, a mi juicio, la manera en que Kafka manejó su enfermedad. Uno tiene la impresión de que el diagnóstico de tuberculosis en el verano de 1917 le vino como una especie de liberación. ¿Puede hablarse, en el caso de Kafka, de una estilización de la enfermedad?
Esa impresión es del todo correcta, a Kafka la enfermedad le pareció la consecuencia lógica de su lucha interior de varios años entre la literatura y el matrimonio. Por supuesto que sabía que alguien lo había contagiado, probablemente en la oficina. Pero no podía creer que eso fuera mero fruto del azar. A corto plazo, fue para él un alivio psíquico, algo con lo cual la enfermedad cobró un “sentido”. La mencionada lucha interior hacía una pausa, se tomaba un respiro: nadie podía exigirle a un tuberculoso que asumiera la responsabilidad de tener su propia familia. Además, en su trabajo, gracias a la generosidad de sus jefes, estuvieron dándole bajas médicas a lo largo de ocho meses. Ocho meses de pausa de todo el estrés, una vida apacible en el campo, junto a su hermana Ottla. Es posible que ese fuera el periodo más feliz de su vida.
En ocasiones se tiene también la impresión de que Kafka vaciló una y otra vez a la hora de ponerse en manos de la medicina convencional. ¿Puede atribuirse esa actitud a su entusiasmo por el movimiento contracultural de su época conocido como Lebensreform, el cual proclamaba un mayor contacto con la naturaleza, la práctica de ejercicios físicos diarios y una alimentación vegetariana?
Los adeptos de la Lebensreform proclamaban que el cuerpo y la mente formaban una unidad, y Kafka estaba profundamente convencido de ello. Eso tuvo dos consecuencias importantes para él: por un lado, consideraba que toda persona, no solo las enfermas, debía ocuparse regularmente de su cuerpo. En segundo lugar, ello le hizo desarrollar cierta desconfianza en relación con la medicina convencional, entonces orientada en lo esencial a “combatir” los síntomas. A Kafka esto le parecía una actitud bastante ingenua, ya que así los médicos nunca llegarían hasta las raíces reales de una enfermedad. Hoy sabemos que dicho criterio no era del todo erróneo. Lo que es capaz de hacer el sistema inmunológico de una persona depende también de factores psíquicos, y el estrés anímico puede generar trastornos físicos.
Otro aspecto es la evidente capacidad de observación de Kafka. Ello, en tu opinión, es el resultado del conocido temor y respeto que le inspiraba su padre. ¿Podrías explicar algo más detalladamente esa tesis? ¿En qué medida se refleja eso en los textos?
Esto es sin duda uno de los fenómenos más interesantes en Kafka. No solo era poseedor de un talento sobresaliente para el manejo de las palabras, sino que era capaz también de observar con precisión a las personas, ciertas situaciones sociales, y entenderlas de forma intuitiva. Tenía un gran don para empatizar con todo tipo de gente, lo mismo hombres y mujeres que niños. De ahí que a menudo se le solicitara como consejero; sus colegas, o incluso otros pacientes de los sanatorios, le daban participación en sus asuntos más privados. En sus textos literarios, ello se nota en la capacidad para describir situaciones sociales de tal manera que uno las visualiza tras la lectura de unas pocas frases. También en eso desempeña un papel importante el cuerpo humano. A menudo Kafka menciona gestos característicos, miradas o expresiones corporales que revelan más sobre la situación que la palabra dicha. Por eso es tan frecuente en Kafka la sensación de que el autor describe las maniobras de unos actores. Claro que no sabemos con exactitud de dónde proviene ese don de la observación, pero creo sinceramente que, en su infancia, esa capacidad constituyó una especie de estrategia de supervivencia.
Kafka (y eso lo sabemos ahora, después de haber leído tu biografía) mostró a menudo entusiasmo por progresos tecnológicos que en otros suscitaban grandes temores. ¿Podríamos trazar un paralelismo con los tiempos actuales, en relación, por ejemplo, con la llamada “inteligencia artificial” o el mundo digital?
También en ese aspecto podemos aprender algo de él. En su época, Kafka sintió fascinación por algunas nuevas tecnologías: le interesaban mucho los aviones, por ejemplo, pero mucho más le interesó el cine, despreciado al principio por la mayoría de los intelectuales. Todos los nuevos aparatos estimulaban su imaginación y su fantasía. Pero Kafka no fue un fanático obcecado de las nuevas tecnologías; al mismo tiempo le interesaron, y no en menor medida, las consecuencias sociales de esos nuevos progresos técnicos, y supo verlas con mayor exactitud que otros. Un buen ejemplo son los dictáfonos cuya distribución tenía a su cargo su prometida berlinesa, Felice Bauer. Kafka le hizo toda una serie de propuestas sobre lo que podría hacerse con esos aparatos desde un punto de vista técnico y económico. Sin embargo, al mismo tiempo, rechazaba hacer uso de ellos en su propia oficina. Prefería dictarle las cartas a una secretaria de carne y hueso y no a un aparato sin alma, incapaz de interactuar. Es probable que el nuevo invento le hiciera temer una excesiva flexibilización en los límites de los horarios de trabajo. Porque con un dictáfono se puede trabajar también de noche o los fines de semana, y puede que en algún momento se esperase algo así de los empleados. De ello tenemos hoy en día abundantes y exactos paralelismos. Quien está hoy en posesión de un smartphone se encuentra en permanente contacto social y eso puede resultar agradable. Pero también significa que la persona está todo el tiempo localizable y en algún momento empezó a esperarse que los empleados también lo estuvieran. La erosión de la vida privada que padecemos hoy se hizo posible con el surgimiento de esos artilugios y es probable que esa erosión se promueva aún más a través de la inteligencia artificial. Kafka lo entendería de inmediato.
Entre las novedades para este centenario está una nueva edición de El proceso, editada y comentada por ti. ¿Qué va a encontrar el lector en esta nueva edición? ¿Y qué otras novedades podemos esperar para este Año Kafka?
Mi edición comentada de El proceso es el primer volumen de otros cuatro libros: le seguirán El castillo, El desaparecido y otros dos volúmenes de relatos, de modo que se trata de una edición bastante completa de todas las obras. Sin embargo, los comentarios no ofrecen interpretaciones en sentido académico, sino aclaraciones sobre los motivos y términos más importantes y sobre las técnicas narrativas de Kafka (incluidos algunos de sus trucos). En ellas muestro, además, todas las fases de corrección del manuscrito en la medida en que estas sean significativas, siempre acompañadas de aclaraciones. El lector, por otra parte, encontrará indicios sobre el surgimiento de los textos, el modo que nos fueron legados y la manera en que han sido interpretados. Hasta ahora no existía una edición de esas características, lo que siempre ha sido motivo de gran asombro. Este año se ha anunciado también la publicación del último tomo de las cartas (1921-1924), en una edición de Hans-Gerd Koch. Con ello quedaría concluida la edición crítica de las obras de Kafka en la editorial S. Fischer, y cabe esperar que pronto –ojalá así sea– contemos con una valiosa edición comentada de todas las cartas, las escritas por Kafka y las recibidas por el autor praguense.
¿Existe alguna posibilidad de que en el futuro vean la luz nuevos materiales sobre la vida y la obra de Kafka, nuevos documentos de la papelería inédita, o se trata de un capítulo casi cerrado del todo?
La única oportunidad que veo es que aparezcan los cuadernos de apuntes y las cartas que, tras la muerte de Kafka, quedaron en manos de Dora Diamant y fueron confiscados por la Gestapo en 1933. Si se encontrasen esos documentos, sería un hallazgo sensacional, enriquecerían sobremanera nuestra bibliografía sobre Kafka. Pero hasta ahora, por desgracia, toda intensa búsqueda ha resultado infructuosa, ni siquiera sabemos si esos papeles se conservan, aunque cabe imaginar que estén en algún archivo en Moscú, donde permanecerán aún por mucho tiempo inaccesibles. ~
José Aníbal Campos (La Habana, 1965) es germanista, traductor y ensayista. Desde el año 2007 es el traductor al español de Peter Stamm.