La imagen siempre me resultó estremecedora. España comienza a afilar sus cuchillos; en las calles se respira la violencia, se palpa la inminencia de una tragedia y, entre fiebre y tos, una mujer enflaquecida, con ojeras que le cubren la mitad del rostro, agoniza en un incómodo piso de Madrid repleto de botellas.
Teresa de la Parra ya había sido desahuciada por los médicos y acababa de abandonar el recinto de Fuenfría en donde ya no podían hacer nada por su salud. A su lado, fiel, incombustible, estaba su compañera de muchos años: la escritora cubana Lydia Cabrera.
La enfermedad avanzó implacable esos últimos días y, por esas ironías de la suerte, la gran novelista venezolana falleció muy poco tiempo antes de que estallase la guerra civil. Había regresado a España con la vaga fantasía de curarse gracias a los aires ibéricos, pues había vivido en Valencia entre los ocho y los dieciocho años, pero estremece la posibilidad de pensar cómo ella y su pareja –dos mujeres cultas, con medios para llevar una vida cosmopolita y vinculadas por una relación amorosa demonizada en aquellos tiempos– habrían podido sobrevivir en un Madrid azotado por la guerra, las sacas de los milicianos y las bombas de los nacionales.
Su muerte prematura cortó su brillante carrera cuando apenas asomaban dos novelas: Ifigenia y Memorias de Mamá Blanca; a las que podían sumarse el Diario de una señorita que se fastidia, La Mamá X, algunos pocos cuentos y textos que se convirtieron en títulos póstumos como un segmento representativo de su epistolario y sus míticas Tres conferencias que vieron la luz en 1961.
Cien años se cumplen en estas fechas desde que apareció el título que la convirtió en una figura literaria de proyección internacional. En 1924, la editorial Franco-Ibero-Americana editó en París Ifigenia, una novela que causó revuelo por su visión transgresora, su finísima ironía y su soberbia destreza técnica. Pieza narrativa impecable que mediante el hábil uso de géneros como la carta o los diarios logró el cometido que alcanzan las grandes obras literarias: apartarse de la repetida visión colectiva e iluminar aquellos aspectos humanos y sociales que permanecen en las sombras. En Ifigenia se escenificaba lo que la propia autora resumía con brillantez: la historia de mujeres que suspiraban “por la independencia de vida e ideas, hasta que llegaba el matrimonio que las hacía renunciar y las entregaba a la sumisión acabando por convertirlas a las viejas ideas gracias a la maternidad”. Y esta aguda mirada se desarrollaba con una excelencia que superaba en mucho la narrativa propia de la época centrada en el inventario de lo nacional, en la exaltación burda de lo heroico, en el desarrollo de una literatura pedagógica que pretendía reformar, desde lo novelesco, los baches de una realidad política voraz. Una tensión que definió muy bien Douglas Bohórquez al afirmar que en esta novela la sagacidad, la inteligencia lúdica y emotiva de su protagonista, se enfrentaba a la palabra autoritaria y gélida de los hombres del momento.
No en vano, tengo la certeza de que desde hace mucho la figura central y vigente de la narrativa venezolana es Teresa de la Parra. Así lo vivió y lo percibió mi generación. Quizá en tiempos anteriores compartió ese espacio con Rómulo Gallegos pero, al mismo tiempo que la literatura venezolana se fue separando del afán educativo y sociológico, la figura de Teresa de la Parra se fue haciendo cada vez más protagónica en la medida en que Ifigenia es una verdadera obra maestra, pensada en términos estéticos amalgamados en la entrañable figura de su personaje protagonista: María Eugenia Alonso.
Para Venezuela, Teresa de la Parra es, desde hace muchísimo tiempo, figura central de su imaginario. Hay innumerables estudios críticos y ensayísticos referidos a su trabajo, telenovelas y películas basadas en sus historias, calles que llevan su nombre, el homenaje que significó que desde 1989 reposen sus restos en el Panteón Nacional.
Por estas razones, el centenario de la publicación de Ifigenia ha despertado entusiasmo académico no solo en Venezuela sino en otros países. Pero, sin embargo, tengo la impresión de que el lector común de Hispanoamérica sigue de espaldas a su narrativa. En España en años recientes se han publicado sus dos novelas sin un éxito que garantice reediciones continuas; tampoco da la impresión de que el eco de la crítica periodística haya sido especialmente profuso. Teresa de la Parra parece formar parte de largos listados, de inventarios generales, de rescates y redescubrimientos de lo ya descubierto.
Siendo la suya una obra tan palpitante y su figura un apasionante reflejo de las luchas de las mujeres por obtener un justo espacio en el universo cultural del siglo XX, me llama la atención esa reiterada tibieza en un país con el que tuvo tan estrechas relaciones vitales.
Me pregunto entonces si no será que la obra y la vida de Teresa de la Parra no terminan de cuajar dentro del inventario de las correcciones políticas con las que muchos leen la literatura de este tiempo. En principio, si bien Ifigenia contiene momentos sublimes de imaginación crítica –como cuando la protagonista se siente una mujer libre en un París por el que pasea con un sombrero de viuda o cuando escenifica con valiente sutileza la atracción homoerótica entre María Eugenia Alonso y su amiga Mercedes Galindo–, también es verdad que alguno de sus personajes suelta un monólogo definiendo con términos racistas las taras que genera el mestizaje, o también es cierto que la protagonista se refiere a una de las líderes del sufragismo en términos divertidos al insistir varias veces en el mal gusto que tiene al escoger sus zapatos. Dos segmentos que para las lecturas de estos tiempos de moralina podrían llamar la atención de los que reconstruyen orwellianamente el pasado mutilando con tijeras la imaginación ficcional del pasado.
Pero tampoco la figura biográfica de Teresa de la Parra resulta cómoda por lo que podría entenderse como su esencial conservadurismo. Amiga del feroz dictador Juan Vicente Gómez, admiradora de la figura de Isabel la Católica, en sus maravillosas conferencias no solo se alejó de las diatribas contra la España colonial, sino que llegó a lanzar dardos contra la creación de la leyenda negra.
Así como Teresa de la Parra en los años veinte incomodó con una mirada literaria que subrayaba con nitidez y buen hacer literario el aplastamiento vital de las mujeres, quizá en este momento no termina de encajar a la perfección dentro de ciertos universos culturales que encajonan la literatura latinoamericana dentro de unas coordenadas y que a la vez desconfían de la ironía, de los matices y del pensamiento libre.
Ojalá esté equivocado y su obra comience a experimentar desde este 2024 una proyección firme y continua que exceda el ámbito académico. Lo merece. Teresa de la Parra es una de las voces más poderosas de la narrativa en lengua española del pasado siglo y releyendo sus conferencias me doy cuenta de que tal vez todavía tiene mucho que decirnos, como cuando afirmó que las mujeres debían relacionarse con los hombres sin que estos fuesen sus dueños, pero tampoco sus enemigos; siempre dentro de una postura inequívoca por el respeto y la dignidad humana como resumía esta frase suya: “Para que la mujer sea fuerte, sana y verdaderamente limpia de hipocresía, no se la debe sojuzgar frente a la nueva vida, al contrario, debe ser libre…” ~
(Barquisimeto, 1967) es un escritor venezolano. Juan Carlos Méndez Guédez nació en Barquisimeto en 1967